– Si permanece en cubierta, le sugiero que se desplace a sotavento.
Ante la perplejidad de Fidelma, le señaló el lado que quedaría opuesto a la dirección del viento tras virar la embarcación por redondo: el viento había cambiado de dirección asombrosamente en cuanto habían pasado los cabos y habían entrado en alta mar.
– Creo que bajaré a buscar mi camarote si no os importa, capitán -anunció Fidelma.
Éste se volvió y bramó de forma tan inesperada que Fidelma dio un respingo.
– ¡Wenbrit! ¡Avisad a Wenbrit! -Volvió la cabeza otra vez-. Tengo que irme. El mozo bajará vuestros abarrotes y os acompañará al camarote, señora…
Murchad se marchó antes de que Fidelma pudiera preguntarle qué eran los «abarrotes». El capitán se acercó corriendo a los hombres a cargo de la espadilla y a continuación empezó a rugir:
– ¡Marineros, a las drizas! ¡Listos para virar por redondo!
El navío brandaba y cabeceaba de tal manera, que a Fidelma le costaba mantenerse derecha en la cubierta.
– Demasiada agitación para vos, ¿eh, hermana?
Fidelma se volvió y vio quién le hablaba: un muchacho de trece o catorce años con cara de pilluelo. Tenía las piernas separadas y las manos en las caderas y mantenía el equilibrio pese a lo mucho que el barco se inclinaba y balanceaba mientras la tripulación maniobraba para fijar el nuevo rumbo. Tenía el pelo brillante y cobrizo, y un sinfín de pecas sobre una tez clara; sus ojos eran menudos y curiosos y de un color verde mar. Una amplia sonrisa le iluminaba el rostro, y su porte revelaba satisfacción de sí mismo. Aunque hablaba la lengua de Éireann sin esfuerzo, Fidelma notó un acento extraño que dejaba adivinar su tierra natal. Era britano.
– No tanto -le aseguró pese a tener que agarrarse al pasamano para sujetarse.
El chico hizo una mueca de incredulidad.
– Bueno -concedió-, al menos lo soportáis mejor que muchos de vuestros compañeros de ahí abajo. Mareados como patos, están. -Arrugó la nariz haciendo una mueca de asco-. ¿Y a quién le toca limpiar bajo cubierta?
– Me figuro que tú serás Wenbrit -supuso Fidelma con una sonrisa.
Pese al vaivén de la nave no sentía náuseas. Sólo tenía que procurar mantener el equilibrio.
– Sí, soy yo. Imagino que querréis bajar, ¿no?
– Así es. Me gustaría ver mi camarote.
– Seguidme, hermana, y agarraos fuerte -le indicó el muchacho cargando con la bolsa de ella-. Con la mar embravecida, a veces es peor estar bajo cubierta que arriba. Si yo fuera capitán, no permitiría a los pasajeros bajar hasta que al menos supieran de qué se trata. En cuanto se acostumbraran al movimiento del barco, los dejaría bajar a esconderse en la penumbra entre cubiertas.
El muchacho, que iba delante, hablaba con desdén. Con paso orgulloso y decidido, desde la cubierta de popa descendió a la cubierta principal por unas empinadas escaleras de madera. Cuando se volvió para mirarla, Fidelma reparó en una marca blanca alrededor del cuello del muchacho, como una cicatriz de algo que le había rozado la piel. Sintió una pizca de curiosidad por saber a qué podría deberse, pero ni era el momento ni el lugar adecuados para preguntarlo. Al llegar al pie de la escalera, el chico se dio la vuelta y la escrutó con la mirada. Fidelma descendió con garbo y se detuvo a esperar un renuente gesto de aprobación por parte del muchacho.
– Uno de los vuestros resbaló y se cayó por estas escaleras, y eso que sólo estaban levando anclas -le contó con displicencia-. ¡Marineros de agua dulce!
– ¿Se ha hecho daño, él o ella? -quiso saber Fidelma, atónita ante la insensibilidad del chico.
– Sólo en su dignidad. No sé si me entendéis… -respondió Wenbrit con ligereza-. Por aquí, hermana.
Y atravesó una puerta -Fidelma habría deseado recordar los términos náuticos correctos- para después bajar un tramo de escalones estrecho y sucio que daba a un camarote. Fidelma supo luego que aquello era una escalera de cámara. En el pasillo sólo había un farol que se balanceaba colgado de una cadena y que apenas atenuaba la oscuridad.
– El camarote que os han asignado y que compartiréis con otra hermana está al final del pasillo -le indicó el joven-. Los demás pasajeros están repartidos entre estos otros camarotes. Cuando no estoy en cubierta, duermo en este camarote grande de aquí. -Hizo una seña con la mano hacia delante-. Ahí cocinamos y comemos. Es el comedor. Yo siempre ando por aquí por si hace falta algo -explicó y sacó pecho con orgullo-. Al capitán… bueno, le gusta que los pasajeros acudan a mí para cualquier urgencia, para que luego se lo comunique. No le gusta tratar en exceso con el pasaje del barco…
El chico calló, como esperando una reacción.
– Muy bien, Wenbrit -concedió Fidelma con solemnidad-. Si hay algún problema, acudiré primero a ti.
– A mediodía servirán una comida, y el capitán asistirá para explicaros a todos cómo funciona el barco. Pero no suele comer con los pasajeros. Hace una excepción el primer día para que todo el mundo esté al corriente de todo. Y, por supuesto, no confiéis en comer caliente a bordo. Por cierto, si encendéis velas bajo cubiertas, aseguraos de no descuidarlas. He oído historias de barcos que han ardido como la yesca.
Fidelma hizo lo posible por disimular la gracia que le producía aquel estudiado aire de seguridad del chico para parecer un marinero veterano.
– ¿Y dices que a mediodía se servirá una comida?
– Tocaré una campana para llamar a los pasajeros a comer.
– Muy bien.
Fidelma se dio la vuelta para dirigirse a la puerta del camarote que le había indicado el muchacho, cuando éste añadió:
– Ah, otra cosa…
Fidelma se volvió hacia él con gesto interrogante.
– Se me ha pedido que os diga que estos camarotes están en la popa del barco. Es decir, la parte de atrás. En la cubierta de arriba está el camarote del capitán y otras cámaras. La parte delantera está en esa dirección. Es la proa del barco. Aquí en popa hay un excusado; es esa puerta. Y hay otro arriba, en proa. Cualquiera podrá indicaros dónde está, de surgir la necesidad. Si hay problemas, si tenemos que abandonar el barco, hay dos botes trincados a la cubierta por el través… es decir, en medio del barco. Ahí es a donde debéis dirigiros si hubiera complicaciones. Pero no os preocupéis, porque en ese caso algún tripulante os daría instrucciones.
El muchacho se volvió sin más y echó a correr hacia cubierta.
Fidelma se quedó allí de pie, sonriendo. Estaba claro que Wenbrit no tenía en muy buena estima a los «marineros de agua dulce», como había llamado a los pasajeros. Dio media vuelta para dirigirse al camarote que le había indicado. Al hacerlo, otra puerta del pasillo se abrió justo detrás de ella. Oyó una inhalación contenida y luego una voz masculina que dijo:
– ¡Fidelma! ¿Qué demonios hacéis aquí?
Se volvió en redondo tratando de reconocer aquella voz en algún lugar del recuerdo, recuerdo que casi había conseguido eliminar.
Ante ella, bajo la exigua luz del farol, vio a un hombre alto.
Sin darse cuenta, Fidelma dio un paso atrás extendiendo una mano para apoyarla en la pared de madera y no perder el equilibrio. Fue la primera vez que sintió un mareo desde que embarcara en el Barnacla Cariblanca, y no tenía tanto que ver con el oleaje como con los sentimientos que la embargaron.
CAPÍTULO III
– ¡Cian!
Cual aparición que surge de un pasado fantasmal, allí estaba el hombre que antaño fuera su primer amor; el hombre que había despertado su sensualidad siendo muchacha, para luego desecharla sin piedad por otra mujer.
La impresión la dejó sin aliento un momento, mientras un torrente de recuerdos se agolpaba en su memoria. Fidelma recordaba el primer encuentro con la misma intensidad que si hubiera sucedido el día anterior. Y eso que habían pasado diez años, diez largos años…