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El viejo brehon Morann había dado fiesta a sus alumnos para asistir a la gran feria trienal de Tara, la Féis Teamhrach. Si no lo hubiera hecho, habrían ido igualmente, pues era el gran acontecimiento del año. El rey supremo Ollamh Fódhla había instaurado la feria unos catorce siglos atrás. El propósito oficial de ésta era revisar las leyes de los Cinco Reinos. A ella asistían el rey supremo y los reyes provinciales, así como los más distinguidos representantes de todas las profesiones académicas de los Cinco Reinos.

Aunque los reyes supremos habían abandonado Tara como principal residencia real un siglo atrás a causa de una maldición de san Ruadan de Lorrha contra la localidad, en Muman, el gran festival se había mantenido y se celebraba cada tres años. Nadie era capaz de concentrarse en el estudio durante los siete días que duraba la feria. Empezaba tres días antes de la Fiesta de Samhain y concluía a los tres días de acabar ésta.

Mientras eruditos profesores y juristas, y reyes y sus consejeros, trataban asuntos de Estado y legislación, y debatían si aplicar o no nuevas leyes, se celebraban competiciones y festejos para el pueblo y para la gente pudiente que acudía para ver y ser vista. De los Cinco Reinos y todos los rincones del mundo llegaban mercaderes y artistas, rapsodas, malabaristas, bufones y acróbatas. Era una semana para descansar y disfrutar, pues las antiguas leyes de la feria proclamaban que, mientras ésta durara, estaba en vigor un armisticio sagrado y se eximía a todo el mundo de detención o acusación, salvo que perturbaran la paz de la feria por alboroto, violencia o robo.

Fidelma apenas había cumplido los dieciocho años, y nunca había estado en una feria tan importante como la de Tara. Ella y sus compañeros de la escuela de derecho de Morann pasaban entre la bulliciosa multitud, distraídos, mirando los puestos con toda clase de comida y bebida, así como productos de lugares lejanos. Entonces se detuvieron a contemplar fascinados a los grupos de payasos y malabaristas profesionales, mientras los músicos y rapsodas armaban una algarabía no del todo molesta.

Fidelma y sus amigos se detuvieron frente a un malabarista que lanzaba al aire nueve dagas, una por una, que luego cazaba al vuelo y volvía a lanzar al momento sin hacerse daño. El silbido de las dagas al cortar el aire se asemejaba al zumbido de las abejas.

Unos tremendos aplausos atrajeron a Fidelma y sus compañeros a un grupo de gente aglomerada alrededor de una porción de césped donde estaban jugando a immán. Cada jugador, armado con un camán, que consistía en una vara de fresno de un metro de largo cuidadosamente tallada y pulida con el extremo inferior plano y curvo, debía intentar golpear una pelota de piel rellena de lana. El nombre del juego venía a significar «manejar», «conducir», mientras que el del palo procedía de la palabra cam por alusión a la parte torcida o curva del palo.

Uno de los dos equipos acababa de marcar un tanto; cuando los estudiantes consiguieron abrirse paso hasta el centro del corro, habían reanudado el juego lanzando la pelota al centro del campo. Situados a cada extremo del plano rectángulo de hierba, los equipos echaron a correr hacia la pelota; los jugadores trataban de pasar la pelota entre los oponentes para meterla en la estrecha portería formada por dos palos.

El grupo de Fidelma se quedó hasta que marcaron otro tanto; luego siguieron paseando, animados. Era un día de alegría y despreocupación, si bien Fidelma tenía presente que el mentor, el brehon Morann, había sugerido a sus alumnos que no se dedicaran sólo a los divertimentos que ofrecía la feria, sino que también asistieran a los debates sobre leyes a fin de ampliar sus conocimientos. Fidelma iba a recordarlo a sus compañeros cuando se encontraron abriéndose paso entre una multitud que esperaba el comienzo de una carrera de caballos.

Fidelma se fijó en Cian en cuanto lo vio.

Sólo era uno o dos años mayor que ella. Era un joven que llamaba la atención: alto y de cabellos casi rojos de tan castaños. Tenía rasgos amables, buenos músculos, y su vestimenta indicaba un rango elevado. Iba vestido con poca ropa para la carrera: pantalones y camisa de lino teñidos de varios colores, y una capa corta de lana ribeteada con piel de castor. Montaba un semental espléndido, poseedor de un físico magnífico, al igual que el jinete; era un caballo zaino con una mancha blanca sobre el testuz.

Fidelma no se había fijado siquiera en los jinetes alineados junto a Cian. Sólo tenía ojos para él, extrañamente cautivada por su juventud y vitalidad. Entre ellos debió de existir un momento de atracción, pues él bajó la vista, vio a Fidelma, sostuvo su mirada un instante y le sonrió. Fue una sonrisa cálida y honesta.

El árbitro de la carrera dio la señal de aviso, y levantaron una bandera. Ésta ondeó unos momentos en el aire y a continuación bajó de un golpe. Los caballos arrancaron a galopar en medio de un estruendo, entre gritos de aclamación de los asistentes.

– ¡Qué hombre tan guapo! -susurró Grian, una amiga de Fidelma.

Grian era algo mayor que ella, y su mejor amiga en la escuela del brehon Morann. Era una alumna competente, pero tenía un lado frívolo y anteponía la diversión al estudio serio siempre que se presentaba la ocasión.

Fidelma se sonrojó a su pesar.

– ¿A cuál te refieres? -le preguntó afectando indiferencia.

– Ese chico que te acaba de sonreír -respondió Grian para tomarle el pelo.

– No sé a qué te refieres -se quejó Fidelma ruborizándose más.

Grian se volvió hacia un anciano de baja estatura que hacía un rato que animaba a grito pelado a un participante.

– ¿Conocéis a los jinetes? -le preguntó.

El hombre interrumpió sus exhortaciones y la miró con asombro.

– ¿Acaso habría apostado en la carrera si no los conociera? -protestó-. Sé cómo se llaman los jinetes, los caballos, y lo primero que hago antes de poner los pies aquí es estudiar a los participantes.

Grian sonrió con avidez.

– En ese caso quizá pueda decirnos cómo se llama ese caballo zaino de ahí, el de la mancha blanca en el testuz, y quién es el jinete.

– ¿El joven de la capa roja?

– Ese mismo.

– Por descontado: el caballo se llama Diss…

Fidelma intervino en la conversación con el ceño fruncido.

– ¿Diss? Pero si significa «débil» o «flojo».

El hombre se dio unos golpecitos sobre la nariz con gesto de entendido y aseguró:

– Será porque el caballo lo es todo menos débil y flojo.

– Bueno, ¿y quién es el jinete? -insistió Grian, que no quería apartarse del asunto.

– El jinete es el dueño del caballo. Se llama Cian.

– Hijo de un jefe, a juzgar por su aspecto -observó Grian con picardía.

El hombre lo negó moviendo la cabeza.

– No, que yo sepa. Pero sé que es un guerrero y que sirve en la escolta del rey supremo.

Grian miró a Fidelma con un gesto de triunfo.

La aclamación era cada vez mayor, y el golpeteo de los cascos estaba cada vez más cerca. La carrera estaba a punto de acabar; el circuito era circular y los jinetes se aproximaban al poste de llegada.

Fidelma se inclinó para ver el resultado.

El hermoso caballo zaino iba a la zaga del primero, una yegua blanca, cuyo jinete cabalgaba inclinado sobre la crin. El público se enardeció cuando el caballo de Cian ganó terreno, pero acabaron siendo vencidos por la yegua blanca y su jinete.