Nicci French
Un amor dulce y peligroso
A Sweet and Dangerous Love
Para Kersti y Philip
PRÓLOGO
Sabía que iba a morir. Y en el fondo, muy vagamente, también sabía que no debería aceptar la muerte. Tenía que hacer algo para salvarse, pero no se le ocurría nada. Quizá si lograba entender lo que había pasado… Si al menos amainaran el viento y la nieve… Llevaban tanto tiempo azotándolo, que apenas sentía su sonido, ni el frío ni el escozor de la cara. Sólo le quedaba la lucha, un último esfuerzo por respirar el escaso oxígeno de aquel aire a ocho mil metros sobre el nivel del mar, un entorno poco propicio para los humanos. Sus tanques de oxígeno estaban vacíos; las válvulas, congeladas, y la mascarilla no era más que un estorbo.
Quizá tardara unos minutos, quizá unas horas, pero moriría inevitablemente antes del amanecer. Sin embargo, esa idea no lo alteraba. Se sentía amodorrado y tranquilo. Bajo capas de nailon a prueba de viento, Gore-Tex, lana y polipropileno, notaba su corazón latiendo a ritmo muy acelerado, como un prisionero que golpeara frenéticamente dentro de su pecho. Sin embargo, su cerebro estaba aletargado y ausente, cuando lo primordial era permanecer despierto, seguir moviéndose hasta que los rescataran. Sabía que tenía que incorporarse, levantarse, dar fuertes palmadas, despertar a sus compañeros. Pero estaba demasiado cómodo. Por fin podía tumbarse y descansar. Llevaba tanto tiempo cansado…
Con todo, ya no tenía frío, y eso era un alivio. Bajó la cabeza y vio una de sus manos, que había perdido el guante, doblada en un ángulo extraño. Antes la tenía morada, pero ahora (se inclinó, curioso) se le había puesto de un blanco ceroso. ¿Por qué tendría tanta sed? Llevaba una cantimplora en el anorak, pero el agua se había congelado y ya no le servía para nada. Por todas partes lo rodeaba la nieve, que tampoco le servía. Qué paradoja. Suerte que él no era médico, como Françoise.
¿Dónde estaba Françoise? La cuerda fija cuyo trazado habían seguido debería haberlos conducido hasta el paso del Campamento Tres. Ella iba delante, y no habían vuelto a verla. Los otros permanecieron juntos, avanzando penosamente, completamente desorientados, sin tener idea de en qué parte de la montaña se encontraban, y se aferraron a aquel pretexto para refugiarse en un barranco. Y, no obstante, había algo que debía recordar, un objeto que se había perdido en su mente; y no sólo no sabía dónde podía encontrarlo, sino que no sabía qué era.
Ni siquiera se veía los pies. Aquella mañana, cuando se habían puesto en marcha, las montañas relucían contra el cielo despejado. Habían iniciado el lento ascenso hacia la cima por el inclinado mar de hielo, bajo un intenso sol que se derramaba sobre la silueta de las montañas, que destellaba en aquella extensión de hielo azul blanquecino a prueba de balas, y que les aguijoneaba la dolorida cabeza. Sólo se veían algunos cúmulos que se deslizaban hacia ellos, y luego, de pronto, se produjo aquel remolino de nieve.
Notó movimiento a su lado. Había alguien más que estaba consciente. Se volvió trabajosamente para ver quién era. Llevaba un anorak rojo, de modo que debía de ser Pete. Tenía la cara completamente cubierta por una gruesa capa de hielo gris, pero él no podía ayudarlo. Habían llegado a formar una especie de equipo, pero ahora cada uno se hallaba en su propio mundo.
Se preguntó quién más estaría muriendo en la ladera. Todo había salido mal. Aunque ya nada podía hacer. En el bolsillo del anorak, dentro de la funda de un cepillo de dientes, llevaba una jeringuilla con dexametasona, pero ya no tenía fuerzas ni para sujetarla. Ni siquiera podía mover las manos para desabrochar la mochila. Además ¿qué habría hecho? ¿Adónde habría ido? Era mejor esperar. Ya los encontrarían. Sabían dónde estaban. ¿Por qué no habían llegado ya?
El mundo que había más allá de aquellas montañas, la vida anterior, yacía ahora enterrado bajo la superficie de su aletargada conciencia, y sólo quedaban algunos vestigios. Sabía que cada minuto que pasaba tendido allí arriba, a esa altitud, sin oxígeno, se destruían en su cerebro millones de células. Una diminuta parte de su ser lo estaba viendo morir, horrorizada y consternada. Él sólo deseaba que todo terminara. Lo único que quería era dormir.
Sabía cuáles eran las etapas de la muerte. Había visto, casi con curiosidad, cómo su cuerpo se rebelaba contra aquel entorno, en las últimas crestas que conducían a la cima del Chungawat: los dolores de cabeza, la diarrea, la dificultad para respirar y la hinchazón de manos y tobillos. Era consciente de que ya no podía pensar con claridad. Quizá tuviera alucinaciones antes de morir. Sabía que tenía las manos y los pies congelados. No se notaba el cuerpo, tan sólo sus calcinados pulmones. Era como si la mente fuera lo único que le quedara y siguiera ardiendo débilmente dentro de su muerto armazón, y estaba esperando a que su mente empezara a vacilar y se apagara.
Era una lástima que no hubiera alcanzado la cima. La nieve parecía una almohada contra su mejilla. Tomas se sentía caliente. Tranquilo. ¿Qué había salido mal? Tendría que haber sido muy sencillo. Había algo que debía recordar, algo que no cuadraba. Había una nota disonante. Una pieza del rompecabezas que no encajaba. Cerró los ojos. La oscuridad lo aliviaba. La vida había sido muy complicada. Tanto esfuerzo, ¿para qué? Para nada. Tenía que recodarlo. Cuando lo lograra, ya nada importaría. Ojalá cesara el rugido del viento. Ojalá pudiera pensar.
Sí, era eso. Algo muy estúpido, muy sencillo; por fin lo entendía. Sonrió. Notó que el frío lo recorría, arrastrándolo hacia la oscuridad. Estaba sentada en la silla, muy quieta. Me dolía la garganta. El parpadeo de la luz fluorescente me producía un ligero mareo. Junté las manos y las apoyé en la mesa que nos separaba, e intenté respirar a un ritmo constante. Nunca hubiera imaginado que todo aquello pudiera acabar en un sitio así.
A nuestro alrededor sonaban los teléfonos, y había un murmullo de conversaciones en el aire, como interferencias. Pasaban hombres y mujeres de uniforme, ocupados en sus asuntos. De vez en cuando nos miraban, pero no me pareció que sintieran curiosidad. ¿Por qué iban a sentir curiosidad? Allí veían muchas cosas, y yo no era más que una mujer normal y corriente, con las mejillas sonrosadas y una carrera en las medias. ¿Quién iba a saberlo? Me dolían los pies, encerrados en mis ridículos botines. No quería morir.
El inspector Byrne cogió un bolígrafo. Intenté sonreír -le: era mi última esperanza. Él me miró con impaciencia, frunciendo el entrecejo, y me dieron ganas de llorar y de pedirle, por favor, que me salvara. Hacía tanto tiempo que no lloraba como es debido… Si empezaba ahora, no podría parar.
– ¿Por dónde íbamos? ¿Lo recuerda? -me preguntó.
Sí, claro que lo recordaba. Lo recordaba todo.
UNO
– ¡Alice! ¡Alice! Vas a llegar tarde. Despierta.
Oí un débil gruñido de protesta, y me di cuenta de que era mío. Fuera hacía frío y estaba oscuro. Me escondí aún más bajo el mullido edredón y cerré los ojos protegiéndome de la trémula luz invernal.
– Levántate, Alice.
Jake olía a espuma de afeitar. Llevaba una corbata al cuello, todavía sin anudar. Otro día. Lo que convierte a dos personas en una pareja de verdad no son las grandes decisiones, sino los pequeños hábitos. Uno adquiere sin darse cuenta ciertas rutinas, adopta sin proponérselo papeles domésticos complementarios. Jake y yo éramos dos expertos en las pequeñas manías del otro. Yo sabía que a él le gustaba ponerse más leche en el café que en el té; él sabía que yo sólo me ponía una gota de leche en el té y que tomaba el café solo. Él sabía localizar el nudo que se forma cerca de mi omóplato izquierdo tras una dura jornada en la oficina. Yo no ponía fruta en las ensaladas por respeto a él, y él no les ponía queso por respeto a mí. ¿Qué más se podía pedir de una relación? Nos estábamos acostumbrando a vivir como pareja.