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* * *

Cuando acabamos de comer, lamí la pulpa de tomate de los dedos de Adam.

– ¿Sabes lo que me encanta de ti?

– ¿Qué?

– Bueno, una de las cosas que me encantan. Todas las personas que conozco llevan una especie de uniforme con una serie de complementos: llaves, carteras, tarjetas de crédito. Tú, en cambio, es como si acabaras de llegar aquí, desnudo, procedente de otro planeta, y te hubieras puesto encima las primeras prendas de ropa que hubieras encontrado.

– ¿Quieres que me las ponga?

– No, pero…

– Pero ¿qué?

– Antes, cuando has salido, te he mirado por la ventana. Y he pensado que esto era maravilloso.

– Sí, lo es.

– Sí, pero supongo que en el fondo también pensaba que un día tendremos que salir juntos y enfrentarnos al mundo. Tú y yo, juntos. Tendremos que ver a gente, hacer cosas. -Mientras pronunciaba aquellas palabras, tenía la sensación de que hablaba de Adán y Eva en el momento de ser expulsados del Paraíso. Eso me asustó -. Depende de lo que quieras, por supuesto.

Adam frunció el entrecejo y declaró:

– Yo te quiero a ti.

– Sí -dije, sin saber qué quería decir con aquel «sí». Nos quedamos callados largo rato, y luego agregué-: Tú no sabes nada de mí, y yo no sé nada de ti. Procedemos de dos mundos diferentes.

Adam se encogió de hombros. Él no creía que nada de aquello importara: ni mis circunstancias, ni mi trabajo, ni mis amigos, ni mis convicciones políticas, ni mi escala de valores, ni mi pasado, nada. Él había reconocido algo esencial de mi identidad. En mi otra vida, yo habría discutido vehementemente con él sobre aquel concepto místico del amor absoluto, porque siempre he creído que el amor es biológico, darwiniano, pragmático, circunstancial, difícil y frágil. Ahora, perdidamente enamorada y comportándome como una irresponsable, ya no recordaba qué creía, y era como si hubiera vuelto a mi concepto infantil del amor como algo que nos rescata del mundo real. Así que me limité a decir:

– No sé, ni siquiera sé qué preguntarte.

Adam me acarició el cabello e hizo que me estremeciera.

– ¿Por qué has de hacerme preguntas?

– ¿Tú no quieres saber más cosas de mí? ¿No quieres saber cosas de mi trabajo, por ejemplo?

– Cuéntame cosas de tu trabajo.

– No te interesa.

– Claro que sí. Si tú crees que tu trabajo es importante, me interesa.

– Ya te he dicho que trabajo para una gran empresa farmacéutica. Llevo un año trasladada temporalmente a un departamento que está desarrollando un nuevo modelo de dispositivo intrauterino.

– Pero tú ¿qué haces? -dijo Adam-. ¿Lo diseñas?

– No.

– ¿Haces las investigaciones científicas?

– No.

– ¿Lo vendes?

– No.

– ¿Pues qué coño haces?

Me reí.

– Eso me recuerda una cosa que me pasó en la clase de catequesis cuando era pequeña. Levanté la mano y dije que ya sabía que el Padre era Dios, y que el Hijo era Jesús, pero ¿qué hacía el Espíritu Santo?

– ¿Qué te contestó el profesor?

– Llamó a mi madre y tuvo una charla con ella. Pero en el diseño del Drakloop IV soy como el Espíritu Santo. Conecto unas cosas con otras, organizo, voy de un lado para otro, asisto a reuniones. Resumiendo, soy la directora del programa.

Adam sonrió, y luego se puso serio.

– ¿Te gusta?

Reflexioné un momento.

– No lo sé. Lo que pasa es que antes me gustaba la parte rutinaria del trabajo de investigadora científica, precisamente lo que otros encuentran aburrido. Me gustaba trabajar en los protocolos, reunir el material, hacer los comentarios y los números, redactar los informes con los resultados.

– ¿Y qué pasó?

– Creo que lo hacía demasiado bien. Me ascendieron. Pero no debería estar contándote nada de esto. Si no tengo cuidado, descubrirás que has seducido a una mujer tremendamente aburrida. -Adam no se rió ni dijo nada, así que me abochorné, e intenté cambiar de tema torpemente-. A mí nunca me ha llamado mucho la atención la montaña. ¿Has escalado algún pico importante?

– Alguno.

– Pero ¿de los de verdad, como el Everest?

– Alguno, sí.

– Es impresionante.

Adam negó con la cabeza y dijo:

– No, no creas. El Everest no es… -buscó la palabra adecuada-… un desafío técnicamente atractivo.

– ¿Insinúas que es fácil?

– No, ninguna montaña de más de ocho mil metros es fácil. Pero a menos que uno tenga muy mala suerte con el tiempo, el Everest es un paseo. Lo han escalado muchos que no son alpinistas de verdad. Pero tienen suficiente dinero para contratar a verdaderos alpinistas que los llevan hasta la cima.

– ¿Tú has estado en la cima?

Me dio la impresión de que Adam se sentía incómodo, como si le costara explicárselo a alguien que de ningún modo podría comprenderlo.

– He escalado el Everest varias veces. En el noventa y cuatro dirigí una expedición comercial y llegué a la cima.

– ¿Qué sentiste?

– No me gustó nada. Estaba en la cima con diez personas que no paraban de tomar fotografías. Y la montaña… El Everest debería ser sagrado. Cuando lo escalé, era como un campamento turístico que se estaba convirtiendo en un vertedero: tanques de oxígeno viejos, trozos de tiendas, cacas congeladas por todas partes, cuerdas, cadáveres. El Kilimanjaro aún está peor.

– ¿Has escalado alguna montaña últimamente?

– No, no hago nada desde la primavera pasada.

– ¿Dónde estuviste? ¿En el Everest?

– No. Me contrataron de guía para escalar una montaña que se llama Chungawat.

– Nunca he oído hablar de ella. ¿Está cerca del Everest?

– Sí, muy cerca.

– ¿Es más peligrosa que el Everest?

– Sí.

– ¿Llegaste a la cima?

– No.

El rostro de Adam se había ensombrecido. Tenía los ojos entornados, y parecía poco comunicativo.

– ¿Qué pasa, Adam? -No me contestó-. ¿Fue allí donde…?

Recorrí su pierna hasta llegar al pie en el que le faltaban varios dedos.

– Sí -respondió él.

Le besé el muñón.

– Debió de ser horroroso.

– ¿Te refieres a lo de los dedos? No, no tanto.

– Me refiero a todo en general.

– Sí, fue horroroso.

– ¿Me lo contarás algún día?

– Algún día. Pero ahora no.

Le besé el pie, el tobillo, y seguí subiendo por la pierna. Algún día, me prometí.

* * *

– Pareces cansada.

– Es el estrés del trabajo -mentí.

Había una persona a la que no había sabido eludir. Solía quedar con Pauline para comer casi todas las semanas, y generalmente entrábamos en un par de tiendas, donde ella observaba indulgentemente mientras yo me probaba las prendas menos prácticas que encontraba: vestidos de verano en invierno, terciopelo y lana en verano; ropa para otra vida. Esta vez era yo la que la acompañaba mientras ella hacía algunas compras. Nos comimos un bocadillo en un bar, junto a Covent Garden; luego hicimos cola en una cafetería y en una tienda de quesos.