– ¿Podrías hacerme un favor, Derek? Tengo una carta urgente para enviar, y he pensado que quizá podrías enviarla tú con un mensajero. Podría pedírselo a Claudia, pero…
Dejé la frase en el aire, sin terminar. Derek cogió el sobre y leyó la dirección.
– Soho. Es un asunto de trabajo, ¿no?
– Sí.
Derek dejó la carta sobre el mostrador.
– En ese caso, no hay ningún problema. Pero sólo por esta vez.
– Te lo agradezco muchísimo. ¿Te encargarás de que salga cuanto antes?
Le dije a Claudia que tenía mucho trabajo atrasado y que no me pasara llamadas a menos que fueran de Mike, de Giovanna o de Jake. Ella me miró con curiosidad, pero no hizo ningún comentario. Eran las diez y media. Adam todavía estaría pensando que me iba a reunir con él a la hora de comer, en su oscuro apartamento, dejando en suspenso todo lo demás. Hacia las once ya habría recibido la nota. Bajaría corriendo la escalera, recogería el sobre, deslizaría un dedo por la solapa y leería la frase. Debería haber añadido que lo sentía, como mínimo. O que lo quería. Cerré los ojos. Me sentía como un pez fuera del agua. Hasta me costaba respirar.
Jake había dejado de fumar unos meses atrás, y solía decirme que el truco consistía en no pensar en no fumar: lo que uno se niega, me explicó, se vuelve aún más deseable, y entonces es como una especie de persecución. Me toqué la mejilla con un dedo y me imaginé que era Adam el que me tocaba. Tenía que evitar imaginármelo. No debía hablar con él por teléfono. No debía verlo. Tenía que parar en seco.
A las once en punto cerré las persianas, tapando la vista gris y lluviosa, por si Adam iba a la oficina y se quedaba en la calle esperándome. No miré a la calle. Claudia me llevó una lista de las personas que me habían llamado y me habían dejado mensajes; Adam no había intentado hablar conmigo. Quizá estaba fuera y todavía no lo sabía. Quizá no recibiría la nota hasta que volviera a su apartamento para reunirse allí conmigo.
No salí a comer; me quedé en el despacho, en la penumbra, mirando fijamente la pantalla del ordenador. Si hubiera entrado alguien, habría deducido que estaba ocupada.
A las tres llamó Jake para decirme que quizá tuviera que irse a Edimburgo el viernes y pasar allí un par de días por asuntos de trabajo.
– ¿Puedo ir contigo? -le pregunté.
Pero era una estupidez. Él tendría que pasarse todo el día trabajando; y yo no podía tomarme un día libre en aquel momento.
– Pronto iremos juntos a algún sitio -me prometió Jake-. Podemos planearlo esta noche. ¿Qué te parece si cenamos en casa, para variar? Iré a comprar comida preparada. ¿Qué prefieres, chino o indio?
– Indio -contesté. Tenía ganas de vomitar.
Asistí a la reunión semanal, en la que Claudia nos interrumpió para decir que había un hombre que se negaba a dar su nombre pero que quería hablar conmigo urgentemente. Le pedí que le dijera que no podía atenderlo. Claudia se marchó, muerta de curiosidad.
A las cinco decidí marcharme a casa. Salí del edificio por la puerta trasera, y paré un taxi. Cuando pasamos por delante de la puerta principal me tapé la cara con las manos y cerré los ojos. Llegué a casa antes que Jake, fui a mi dormitorio (nuestro dormitorio) y me tumbé en la cama, a esperar a que pasara el tiempo. Sonó el teléfono, pero no contesté. Oí la tapa del buzón, y algo cayó en la estera; hice un esfuerzo y me levanté. Tenía que recogerlo antes de que lo encontrara Jake. Pero sólo era propaganda: ¿necesitaba limpiar la moqueta? Volví al dormitorio, me tumbé en la cama e intenté respirar pausadamente. Jake no tardaría en llegar. Jake. Pensé en Jake. Me imaginé cómo fruncía el entrecejo cuando sonreía. O cómo sacaba la punta de la lengua cuando estaba concentrado. O cómo se desternillaba de risa. Fuera había oscurecido, y las farolas relucían con su luz anaranjada. Oía coches, voces, gente que charlaba. Me quedé dormida sin darme cuenta.
Tiré de Jake hacia mí en la oscuridad.
– El curry puede esperar -dije.
Le dije que lo amaba, y él me dijo que también me amaba. Tenía ganas de repetírselo una y otra vez, pero me contuve. Fuera lloviznaba. Más tarde nos comimos la comida fría, directamente de los envases de papel de aluminio, o, mejor dicho, él comió y yo fui picando, acompañando la comida con grandes sorbos de vino tinto barato. Cuando sonó el teléfono, dejé que contestara Jake, aunque el corazón me latía violentamente en el pecho.
– No sé quién era, ha colgado -dijo Jake-. Seguro que era un admirador secreto.
Reímos juntos alegremente. Me lo imaginé sentado en la cama, en su piso vacío, y bebí otro gran sorbo de vino. Jake propuso que fuéramos a pasar un fin de semana a París. En aquella época del año los billetes del Eurostar estaban muy bien de precio.
– Otro túnel -comenté.
Esperé a que el teléfono volviera a sonar. Esta vez tendría que contestar yo. ¿Qué podía hacer? Intenté pensar en una forma de decir «no me llames» sin que Jake sospechara nada. Pero no volvió a sonar. Quizá debía habérselo dicho a la cara. Pero no habría podido hacerlo. Cada vez que veía su cara, me echaba en sus brazos.
Miré a Jake, que me sonrió. Luego bostezó y dijo:
– Hora de acostarse.
Lo intenté. Durante varios días lo intenté de verdad. En la oficina no contestaba a sus llamadas. También me envió una carta al trabajo, y no la abrí, sino que la hice pedazos y la tiré en la alta papelera metálica que había junto a la cafetera. Unas horas más tarde, cuando todo el mundo estaba fuera comiendo, fui a recuperarla, pero ya habían vaciado la papelera. Sólo quedaba un pedacito de papel, con un fragmento de texto: «… durante un…», rezaba. Me quedé mirando los trazos de bolígrafo, acaricié el pedazo de papel como si éste conservara algo de Adam. Intenté construir frases enteras a partir de aquellas dos palabras, tan neutras.
Salía de la oficina a horas raras y por la puerta de atrás, a veces en medio de grandes multitudes protectoras. Evitaba el centro de Londres, por si acaso. De hecho, apenas salía. Me quedaba en casa con Jake, con las cortinas corridas para no ver el mal tiempo que hacía fuera, y miraba vídeos y bebía un poco más de la cuenta, lo suficiente para irme a la cama dando tumbos cada noche. Jake se mostraba muy atento conmigo. Me dijo que desde hacía unos días parecía más tranquila, que «ya no iba siempre corriendo de una cosa a otra». Le dije que me encontraba muy bien, que me sentía a gusto.
El jueves por la noche, tres días después de enviar la nota, la Panda vino a casa: Clive, Julie, Sylvie, Pauline, Tom y un amigo de Tom que se llamaba Duncan. Clive se presentó con Gail, la chica que le había tocado el codo en la fiesta. Ahora también se sujetaba al codo de Clive, y parecía un poco desconcertada, lo cual no me extrañó, porque sólo era su segunda cita y debía de parecerle que le estaban presentando a toda una familia de golpe.
– No paráis de hablar -me dijo cuando le pregunté si se encontraba bien.
Eché un vistazo al salón. Tenía razón: daba la impresión de que todo el mundo hablaba a la vez. De pronto me acaloré y sentí claustrofobia. El salón parecía demasiado pequeño, demasiado lleno, demasiado ruidoso. Me llevé una mano a la cabeza. El teléfono empezó a sonar.
– ¿Puedes contestar? -me preguntó Jake, que había ido a la nevera a buscar cervezas.
Descolgué el auricular.
– Diga.
Silencio.
Esperé a que se oyera su voz, pero no se oyó nada. Colgué el teléfono y volví a la sala. Miré alrededor. Aquéllos eran mis mejores amigos. Los conocía desde hacía diez años, y dentro de otros diez seguiríamos siendo amigos. Seguiríamos viéndonos y contándonos las mismas historias de siempre. Miré a Pauline, que le explicaba algo a Gail. Le puso una mano sobre el brazo. Clive se les acercó, nervioso y un tanto tímido, y las dos mujeres lo miraron y le sonrieron. Jake fue a donde yo estaba y me dio una lata de cerveza. Me puso el brazo sobre los hombros y me abrazó. Se marchaba a Edimburgo al día siguiente por la mañana.