Al fin y al cabo, pensé, aquello empezaba a ir mejor. Podía vivir sin él. Iban pasando los días. Pronto haría ya una semana. Y luego un mes…
Jugamos al póquer: Gail ganó y Clive perdió; él se puso a hacer el payaso, y ella le rió las gracias. Gail me caía bien, mejor que otras novias que había tenido Clive. Pero él se cansaría porque ella no sería lo bastante cruel para mantener viva la adoración de él.
Al día siguiente salí del trabajo a la hora de siempre, y por la puerta principal. No podía pasarme el resto de la vida escondiéndome de él. Crucé las puertas, con cierta sensación de vértigo, y miré alrededor. No vi a Adam. Tenía la certeza de que iba a estar allí. Quizá tampoco estaba esperándome las otras veces que yo me había escabullido por la puerta de atrás. Sentí una tremenda decepción, que me pilló por sorpresa. Al fin y al cabo, pensaba evitarlo si lo veía. ¿O no?
No quería ir a casa, pero tampoco me apetecía ir al Vine, donde me los encontraría a todos. De pronto me di cuenta de lo cansada que estaba. Cada paso que daba suponía un gran esfuerzo. Además, tenía un sordo dolor de cabeza localizado entre los ojos. Eché a andar, empujada por la multitud de la hora punta. Miré algunos escaparates. Hacía una eternidad que no me compraba ropa. Me compré una camisa azul eléctrico en unas rebajas, pero lo hice a la fuerza. Luego seguí paseando entre la multitud, cada vez más escasa, sin ir a ningún sitio concreto. Una zapatería. Una papelería. Una juguetería, con un oso de peluche rosa gigante en medio del escaparate. Una tienda de lanas. Una librería, aunque en el escaparate también había otras cosas: un hacha pequeña, un rollo de cuerda. Por la puerta abierta salía aire caliente, y entré.
En realidad no era una librería, aunque había libros. Era una tienda especializada en alpinismo. Seguro que ya me había dado cuenta. Dentro sólo había unas cuantas personas, todos hombres. Eché un vistazo a las chaquetas de nailon, los guantes hechos de misteriosos tejidos modernos, los sacos de dormir apilados en un gran estante, en el fondo. Había faroles colgados del techo, y pequeños hornillos de camping. Tiendas. Botas inmensas y pesadas, duras y relucientes. Mochilas con muchos bolsillos laterales. Cuchillos afilados. Mazos. Un estante lleno de vendajes adhesivos, esponjitas de yodo, guantes de látex. Sobres de comida y barritas energéticas. Parecía material para gente que se va de expedición al espacio.
– ¿Puedo ayudarla en algo? -me preguntó un joven con cabello hirsuto y nariz chata. Debía de ser alpinista.
Me sentí culpable, como si mi presencia en aquella tienda fuera fraudulenta.
– No, gracias.
Fui hasta las estanterías de libros y leí algunos títulos: El Everest sin oxígeno, Cumbres feroces, Unidos por la cordada, El tercer polo, Diccionario de alpinismo, Primeros auxilios para alpinistas, Con la cabeza en las nubes, En la cima del mundo, Los efectos de la altitud, Kz: la tragedia, Kz: el terrible verano, Alpinismo y supervivencia, Al límite, El abismo…
Elegí un par de libros al azar y busqué la T en el índice. Allí estaba, En la cima del mundo, un libro ilustrado sobre escaladas al Himalaya. Al ver su nombre impreso me estremecí y sentí un ligero mareo. Era como si hubiera conseguido convencerme de que él no existía fuera de aquel apartamento del Soho, que no tenía una vida propia, más que la vida que me dedicaba a mí. El hecho de que fuera alpinista, una profesión que me era totalmente desconocida, había hecho que me resultara más fácil tratarlo como una especie de figura fantástica; un puro objeto de deseo, que sólo existía cuando yo estaba allí. Pero también estaba en aquel libro, en negro sobre blanco. Tallis, Adam, en las páginas 12-14, 89-92, 168.
Pasé directamente a las fotografías en color del centro del libro y me quedé mirando la tercera, en la que un grupo de hombres y unas cuantas mujeres, con chaquetas de nailon o de borreguillo, con nieve y escombros a sus espaldas, sonreían a la cámara. Pero él no sonreía: él miraba fijamente. Entonces no me conocía; entonces tenía otra vida. Seguramente amaba a otra persona, aunque nunca me había hablado de otras mujeres. Parecía más joven, menos cansado. Llevaba el cabello más corto y lo tenía más rizado. Pasé las páginas y allí estaba, solo, mirando hacia otro lado. Llevaba gafas de sol, y era difícil descifrar su expresión o saber qué era lo que miraba. Detrás de él, a lo lejos, había una pequeña tienda verde, y más allá el descenso en picado de una montaña. Llevaba puestas unas gruesas botas, y el viento le agitaba el cabello. Pensé que parecía afligido, y aunque aquella fotografía la habían tomado hacía mucho tiempo, en otro mundo anterior a mí, sentí un intenso deseo de consolarlo. El martirio de mi renovado deseo me cortó la respiración.
Cerré el libro y lo devolví a la estantería. Cogí otro libro y volví a mirar el índice. En aquél no aparecía ningún Tallis.
– Lo siento, pero vamos a cerrar -me dijo el joven de la nariz chata-. ¿Quiere comprar algo?
– Perdone, no me había dado cuenta. No, gracias, no quiero nada.
Fui hacia la puerta, pero no pude resistirme. Di media vuelta, cogí En la cima del mundo y lo llevé a la caja.
– ¿Todavía puedo llevarme esto?
– Sí, claro que sí.
Pagué y me metí el libro en el bolso. Lo envolví con mi camisa azul nueva, para que no se viera.
SIETE
– Eso es, tira un poco del hilo izquierdo, con cuidado para que no choque con aquella otra. Así. ¿Verdad que es genial?
Tenía un carrete de hilo en cada mano, que daba tirones. La cometa (el regalo que Jake me había traído de Edimburgo) descendió en picado sobre nuestras cabezas. Era una cometa de acrobacia muy bonita, roja y amarilla, con una larga cinta que restallaba cuando el viento cambiaba de dirección.
– Ten cuidado, Alice, que va a bajar. Tira con fuerza.
Jake llevaba un absurdo gorro con borla. Hacía frío, y tenía la nariz roja. Aparentaba unos dieciséis años, y estaba feliz como un niño que va de excursión. Tiré de ambos hilos al azar, y la cometa viró y descendió en picado. Los hilos quedaron flojos, y la cometa aceleró hacia el suelo.
– No te muevas. Ya la recojo yo -gritó Jake.
Echó a correr colina abajo, recogió la cometa, caminó con ella hasta que los hilos volvieron a tensarse, y luego la lanzó una vez más hacia el cielo encapotado, y yo volví a manejar los hilos. Quise explicarle a Jake que los momentos buenos, es decir, los breves momentos en que la cometa volaba, no compensaban, en mi opinión, todo el tiempo que estaba posada en la hierba mientras desenredábamos los hilos con los dedos entumecidos por el frío. Pero decidí no decirle nada.
– Si nieva -dijo Jake, que estaba detrás de mí, jadeando-, iremos a hacer bajadas en trineo.
– ¿Qué te pasa, Jake? Estás muy activo, ¿no? Además, ¿de dónde vas a sacar un trineo?
Jake me rodeó con los brazos desde atrás. Me concentré en la cometa.
– Podemos utilizar esa bandeja grande que hay en la cocina -dijo-, o bolsas de basura industriales. O quizá tendríamos que comprarnos uno. No son muy caros, y nos duraría años.
– Jake, me estoy muriendo de hambre. Y tengo los dedos congelados.
– Dame. -Me cogió los carretes-. Tengo unos guantes en el bolsillo. Póntelos. ¿Qué hora es?
Miré mi reloj.
– Casi las tres -contesté-. Pronto oscurecerá.
– Vamos a comprar crumpets. Me encantan los crumpets.
– ¿En serio?
– Hay muchas cosas de mí que no sabes todavía. -Empezó a recoger la cometa-. ¿Sabías, por ejemplo, que cuando tenía quince años me enamoré de una chica que se llamaba Alice? Iba un curso por delante de mí en la escuela. Para ella yo no era más que un niño con granos, desde luego. Lo pasé muy mal. -Se rió-. No volvería a ser joven por nada del mundo. Qué manera de sufrir. Me moría de ganas de ser mayor.