Se arrodilló, dobló la cometa y la guardó en la estrecha funda de nailon. Yo no dije nada. Jake me miró y sonrió.
– Aunque ser mayor también tiene sus inconvenientes. Pero al menos uno no se siente tan cohibido ni tan incómodo todo el tiempo.
Me agaché junto a él y dije:
– ¿Y qué problemas tienes tú ahora, Jake?
– ¿Ahora? -Frunció el entrecejo y, con gesto de sorpresa, dijo-: La verdad es que no tengo. -Me abrazó y casi me hizo perder el equilibrio. Le besé la punta de la nariz-. Cuando salía con Ari tenía la impresión de estar siempre a prueba, y de que nunca daría la talla. Contigo nunca he tenido esa sensación. Tú dices lo que piensas. Puedes enfadarte, pero nunca intentas manipular a los demás. Siempre sé a qué atenerme.
Ari era su anterior novia, una mujer hermosa, alta y huesuda, con el cabello rojizo, que diseñaba zapatos y que a mí me recordaba a una empanadilla de carne; había dejado a Jake por otro hombre que trabajaba para una empresa petrolera y que se pasaba la mitad del año de viaje.
– ¿Y tú?
– ¿Qué?
– ¿Qué problemas tienes ahora?
Me levanté y ayudé a Jake a hacer lo mismo.
– Veamos: un trabajo que me está volviendo loca. La fobia a las moscas y las hormigas, y a todo bicho con patas. Y la mala circulación. Vamos, que me estoy helando.
Nos compramos los crumpets, unos pastelillos pegajosos con mantequilla que se colaba por los agujeros y lo manchaba todo. Luego fuimos al cine, y como la película tenía un final triste pude llorar un poco. Para variar, no nos reunimos con los demás en el Vine para tomar algo, ni para comer curry, sino que fuimos a un restaurante italiano barato que había cerca de nuestro piso, los dos solos, y comimos espaguetis con almejas y bebimos un vino tinto muy peleón. Jake estaba nostálgico. Habló un poco más de Ari, y de otras novias que había tenido, y luego volvimos a aquello del día que nos conocimos, que es la mejor historia de todas las parejas felices. Ninguno de los dos recordaba con exactitud el día que había visto por primera vez al otro.
– Dicen que los primeros segundos de una relación son los más importantes -comentó Jake.
Recordé a Adam, mirándome fijamente desde la acera de enfrente, atravesándome con sus ojos azules.
– Vámonos a casa -dije, y me levanté bruscamente.
– ¿No quieres café?
– Ya lo tomaremos en casa.
Jake lo interpretó como una invitación sexual, y en cierto modo lo era. Yo quería esconderme en algún sitio, y ¿dónde mejor que en la cama, en sus brazos, a oscuras, con los ojos cerrados, sin preguntas, sin confidencias? Cada uno conocía tan bien el cuerpo del otro que la situación era casi de anonimato: piel desnuda contra piel desnuda.
– ¿Qué es esto? -me preguntó después, mientras estábamos tumbados, sudorosos, en la cama.
Había cogido el libro En la cima del mundo. La noche anterior, cuando Jake se encontraba en Edimburgo, lo había dejado debajo de mi almohada.
– ¿Eso? Me lo han prestado en el trabajo -dije, intentando adoptar un tono indiferente-. Dicen que es muy bueno.
Jake se puso a hojear el libro. Contuve la respiración. Ahí. Las fotografías. Estaba mirando una de las fotografías en que aparecía Adam.
– Jamás habría dicho que pudiera interesarte un libro así.
– No creas que me interesa mucho. Seguramente no lo leeré.
– Hay que estar loco para escalar esas montañas -observó Jake-. ¿Te acuerdas de toda esa gente que murió en el Himalaya el año pasado?
– Hmm.
– Y todo para subir a la cima de una montaña y volver a bajar.
No dije nada.
A la mañana siguiente vimos que había nevado, pero no lo suficiente para ir a hacer bajadas en trineo. Pusimos más fuerte la calefacción, leímos la prensa del domingo y tomamos mucho café. Aprendí a pedir una habitación doble en francés, y a decir «Janvier est le premier mois de l'année», o «Février est le deuxiéme mois», y luego intenté leer unas revistas técnicas que se me habían acumulado. Jake siguió leyendo el libro de alpinismo. Ya iba casi por la mitad.
– Tendrías que leerlo, Alice.
– Voy a comprar algo para comer. ¿Te apetece pasta?
– Ya comimos pasta anoche. ¿Por qué no nos hartamos de fritos? Yo cocino y tú lavas los platos.
– Pero si tú nunca cocinas -objeté.
– Estoy cambiando, mujer.
Clive y Gail vinieron a casa después de comer. Saltaba a la vista que se habían pasado la mañana en la cama. Los envolvía un aura inconfundible, y de vez en cuando se sonreían como si supieran algo que nosotros ignorábamos. Dijeron que querían ir a jugar a los bolos, y nos preguntaron si nos apetecía ir con ellos. Habían pensado decírselo también a Pauline y Tom.
Así que me pasé la tarde lanzando una pesada bola negra contra los bolos, y fallando cada vez. Todos estaban muy risueños: Clive y Gail porque sabían que en cuanto nos marcháramos de la bolera volverían directamente a la cama; Pauline porque quería quedarse embarazada y no podía creer cómo había cambiado su vida; Tom y Jake porque eran buena gente, y es más fácil unirse a los demás que no hacerlo. Yo me reía porque todo el mundo esperaba que lo hiciera. Me dolía el pecho. Me dolían los ganglios. La bolera, resonante y excesivamente iluminada, me mareaba un poco. Reí hasta que se me saltaron las lágrimas.
– Alice -dijo Jake, al mismo tiempo que yo decía:
– Jake. Di, di.
– No, tú primero -insistió él.
Estábamos sentados en el sofá, con nuestras tazas de té, separados por unos quince centímetros. Fuera había oscurecido, y habíamos corrido las cortinas. Todo estaba en silencio, el silencio típico de la nieve, que amortigua los sonidos. Jake llevaba un viejo jersey gris moteado y unos vaqueros gastados, e iba descalzo y muy despeinado. Me miraba con atención. Me gustaba mucho. Inspiré hondo y dije:
– No puedo seguir con esto, Jake.
Al principio, la expresión de su cara no cambió. Me obligué a seguir mirándolo a los ojos, aquellos hermosos ojos castaños.
– ¿Qué?
Le cogí una mano y dije:
– Tengo que dejarte.
¿Cómo podía decírselo? Cada palabra era como lanzar un ladrillo. Jake se quedó como si acabara de pegarle una bofetada, sorprendido y dolorido. Quise rectificar, volver a donde estábamos hacía un minuto, sentados juntos en el sofá con nuestras tazas de té. Ya no me acordaba de por qué estaba haciendo aquello. Él no dijo nada.
– He conocido a otro hombre. Todo es tan… -Me interrumpí.
– ¿Qué quieres decir? -Me miraba fijamente, como si estuviéramos en medio de una espesa niebla-. ¿Dejarme? ¿Quieres decir que ya no quieres vivir conmigo?
– Sí.
El esfuerzo que tuve que hacer para pronunciar aquella palabra me dejó muda. Lo miré fijamente. Todavía tenía su mano entre las mías, pero era una mano fláccida. No sabía cómo soltarla.
– ¿A quién? -preguntó Jake con voz un tanto quebrada. Se aclaró la garganta-. ¿Quién es él?
– No lo conoces. Es que… Dios mío, lo siento, Jake.
Se pasó una mano por la cara.
– Esto es absurdo. Últimamente éramos muy felices. No sé, este fin de semana… -Asentí con la cabeza. Aquello era más espantoso de lo que yo había imaginado-. Creía que… Creía… ¿Cómo lo has conocido? ¿Cuándo?