Esta vez no pude mirarlo a los ojos.
– Eso no importa.
– ¿Tan bueno es en la cama? No, perdona. No quería decir eso, Alice. Es que no lo entiendo. ¿Lo vas a dejar todo? ¿Así, por las buenas? -Echó un vistazo a nuestras cosas, repartidas por el salón, todo el peso del mundo que habíamos construido juntos-. ¿Por qué?
– No lo sé.
– ¿Tan fuerte es?
Estaba inmóvil en el sofá. Me habría gustado que me gritara, que se pusiera furioso, pero Jake se limitó a sonreírme sin moverse.
– ¿Sabes qué iba a decir cuando me has interrumpido?
– No.
– Iba a decir que me gustaría tener un hijo contigo.
– Jake…
– Era feliz. -Su voz sonaba apagada-. Y mientras tanto, tú estabas… estabas…
– No, Jake -le supliqué-. Yo también era feliz. Tú me hacías feliz.
– ¿Cuánto tiempo hace que dura?
– Unas cuantas semanas.
Vi cómo evaluaba mi respuesta, rememorando el pasado más reciente. Su rostro se arrugó. Apartó la vista, quizá hacia la ventana, y dijo, en tono muy mesurado:
– ¿Serviría de algo que te pidiera que te quedes, Alice? ¿Que me dieras otra oportunidad? Por favor.
No me miró. Nos quedamos con la vista al frente, cogidos de la mano. Yo tenía un nudo en la garganta.
– Por favor, Alice -insistió Jake.
– No.
Retiró la mano de las mías. Nos quedamos sentados en silencio, y yo me pregunté qué pasaría a continuación. ¿Tenía que decirle que ya recogería mis cosas más tarde? Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, se le metían en la boca, pero Jake se quedó inmóvil, y no intentó secárselas. Era la primera vez que lo veía llorar. Levanté una mano para secarle las lágrimas, pero él se apartó bruscamente, expresando por fin la rabia que sentía.
– ¿Qué quieres, Alice? ¿Quieres consolarme? ¿Quieres que me ponga a gritar? Si vas a irte, vete.
Lo dejé todo. Dejé toda mi ropa, mis CD, mis pinturas y mis joyas. Mis libros y mis revistas. Mis fotografías. Mi maletín lleno de documentos del trabajo. Mi agenda. Mi despertador. Mi llavero. Mis cintas de francés. Cogí mi bolso, mi cepillo de dientes, mis anticonceptivos y el grueso abrigo negro que Jake me había regalado por Navidad, y salí a la calle nevada con unos zapatos inadecuados.
OCHO
Se supone que es en momentos así cuando uno necesita a sus amigos. Yo no quería ver a nadie. No quería ver a mi familia. Me pasó por la cabeza la absurda idea de dormir en la calle, pero incluso el autocastigo tenía sus límites. ¿Dónde podía encontrar una habitación barata para pasar la noche? Nunca había dormido en un hotel en Londres. Recordaba haber visto una calle llena de hoteles por la ventanilla del taxi, hacía poco. Al sur de Baker Street. Sí, allí encontraría algo. Cogí el metro y pasé por delante del Planetarium, crucé la calle y continué una manzana. Allí estaba: una calle larga con casas estucadas, todas convertidas en hoteles. Elegí uno al azar, el Devonshire, y entré.
Sentada al mostrador había una mujer muy gorda, que me dijo algo que no entendí debido a su acento. Pero vi muchas llaves en el tablero que la mujer tenía detrás. No estábamos en temporada turística. Señalé las llaves y dije:
– Quiero una habitación.
Ella sacudió la cabeza y siguió hablando. Yo no acababa de saber si se dirigía a mí o si le estaba gritando a alguien en la habitación que había detrás. Quizá me había tomado por una prostituta, pero ninguna prostituta habría ido tan mal vestida como iba yo, o al menos vestida de manera tan sosa. Sin embargo, no llevaba equipaje. Me hizo gracia pensar qué tipo de persona se imaginaría que era yo. Saqué una tarjeta de crédito de mi bolso y la puse sobre el mostrador. Ella la cogió y le echó un vistazo. Firmé una hoja de papel sin mirarla. La mujer me entregó una llave.
– ¿Hay algo para beber? ¿Té, café…?
– Nada para beber -gritó ella.
Me sentí como si hubiera pedido una taza de alcohol de quemar. Se me ocurrió que podía salir a tomar algo, pero no me sentía capaz. Cogí la llave y subí a mi habitación. No estaba tan mal. Había un lavabo y una ventana que daba a un patio de piedra y a la parte de atrás de otra casa. Corrí la cortina. Me encontraba en una habitación de hotel, en Londres, sola y sin nada. Me quité la ropa, me quedé en ropa interior y me metí en la cama. Al cabo de un rato me levanté de la cama y cerré la puerta con llave; luego volví a acostarme. No lloré. No me pasé despierta toda la noche reflexionando sobre mi vida. Me quedé dormida enseguida. Pero dejé la luz encendida.
Me desperté tarde, con la cabeza embotada, pero sin sentimientos suicidas. Me levanté, me quité el sujetador y las bragas y me lavé. Luego volví a ponerme la ropa interior. Me cepillé los dientes sin pasta. Para desayunar me tomé una píldora anticonceptiva con un vaso de agua. Me vestí y bajé. En el vestíbulo no había nadie. Me asomé a un comedor con reluciente suelo de imitación de mármol, donde todas las mesas tenían sillas de plástico. Oí voces a lo lejos, y olí a tocino frito. Crucé el comedor y aparté una cortina. Alrededor de la mesa de la cocina estaban sentados la mujer a la que había conocido la noche anterior, un hombre de la misma edad que ella e igual de gordo, que evidentemente era su marido, y varios niños rechonchos. Todos me miraron.
– Me marcho -dije.
– ¿Quiere desayunar? -me preguntó el hombre con una sonrisa-. Tenemos huevos, carne, tomates, champiñones, judías, cereales…
Negué con la cabeza.
– Está incluido en el precio.
Acepté una taza de café y me quedé en la puerta de la cocina mirando cómo la pareja preparaba a los niños para ir al colegio. Antes de marcharme, el hombre me miró con expresión preocupada.
– ¿Se encuentra bien?
– Sí, muy bien.
– ¿Va a quedarse otra noche?
Volví a negar con la cabeza y me marché. Fuera hacía frío, pero al menos no llovía. Me paré y pensé un momento, intentando orientarme. Podía ir andando. Por el camino, en Edgware Road, compré unas toallitas húmedas con aroma de limón y pasta de dientes, rímel y lápiz de labios en una farmacia, y luego unas sencillas bragas blancas. En Oxford Street encontré una tienda de ropa de sport. Elegí una camisa y una chaqueta negras y me metí en un probador. Me puse también las bragas, me limpié la cara y el cuello con las toallitas hasta que me escoció la piel, y luego me apliqué un poco de maquillaje. Mi aspecto mejoró considerablemente. Por lo menos no daba la impresión de que estaban a punto de internarme en un psiquiátrico. Pasadas las diez, llamé por teléfono a Claudia. Tenía pensado inventarme algo; pero, cuando Claudia se puso al teléfono, sentí un extraño impulso que me hizo ser parcialmente sincera. Le dije que estaba pasando por una crisis personal, que tenía que ocuparme de ella y que no me encontraba en condiciones de aparecer por la oficina. Me las vi y me las deseé para cortar la conversación.
– Ya pensaré en algo que decirle a Mike -concluyó Claudia.
– Sobre todo acuérdate de decirme qué excusa le has dado antes de que yo lo vea.
Desde Oxford Street sólo había unos minutos andando hasta el apartamento de Adam. Cuando llegué al edificio me di cuenta de que no tenía ni idea de lo que iba a decirle. Me quedé allí plantada un buen rato, pero no se me ocurrió nada. La puerta de la calle no estaba cerrada con llave, así que subí la escalera y toqué el timbre del apartamento. La puerta se abrió. Di un paso hacia delante y empecé a hablar, pero enseguida me detuve. La persona que había ante mí era una mujer. Una mujer alarmantemente guapa. Tenía el cabello castaño y seguramente largo, pero lo llevaba recogido. Vestía unos vaqueros y una camisa de cuadros con una camiseta negra debajo. Parecía cansada y preocupada.