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– ¿Sí? -dijo.

Sentí que se me revolvía el estómago, y noté que me ruborizaba de vergüenza. Tuve la impresión de que había destrozado toda mi vida sólo para ponerme en ridículo.

– ¿Está Adam? -pregunté, como atontada.

– No -me contestó ella-. Ya no vive aquí.

Era norteamericana.

– ¿Sabes dónde está?

– Vaya pregunta. Pasa.

Obedecí y entré en el apartamento, porque no sabía qué otra cosa hacer. Junto a la puerta había una mochila enorme y gastada y una maleta abierta. Había ropa esparcida por el suelo.

– Lo siento -dijo la chica señalando el desorden-. Acabo de llegar de Lima. Estoy hecha polvo. Hay café en la cafetera. -Me tendió la mano y agregó-: Me llamo Deborah.

– Yo soy Alice.

Miré hacia donde estaba la cama. Deborah me ofreció una silla que yo ya conocía y me sirvió café en una taza que yo ya conocía. Ella también se sirvió. Me ofreció un cigarrillo. Yo lo rechacé, y ella lo encendió.

– Eres amiga de Adam -aventuré.

Ella exhaló una densa nube de humo y se encogió de hombros.

– He escalado con él un par de veces. Hemos formado parte de los mismos equipos. Sí, soy amiga suya. -Dio otra honda calada e hizo una mueca de disgusto-. Madre mía, tengo un jet lag de miedo. Y el aire de aquí. Hacía un mes y medio que no bajaba de los tres mil metros. ¿Y tú? ¿También eres amiga de Adam?

– Sí, pero desde hace poco -contesté.

– Ya.

Esbozó lo que interpreté como una sonrisa de complicidad que me hizo sentir muy incómoda, pero le sostuve la mirada hasta que su gesto se suavizó y se convirtió en algo más amistoso y menos burlón.

– ¿Estuviste con él en el Chunga… como se llame? -O: ¿has tenido una aventura con él? ¿También eres su amante?

– Chungawat. ¿Te refieres al año pasado? No, por Dios. Yo no hago cosas así.

– ¿Por qué no?

Soltó una carcajada y dijo:

– Si Dios hubiera querido que subiéramos a más de ocho mil metros, nos habría hecho diferentes.

– Ya sé que Adam participó en esa desastrosa expedición el año pasado.

Intentaba aparentar serenidad, como si hubiera llamado a la puerta sólo para tomarme el café y charlar un rato con ella. «¿Dónde estará? -me preguntaba -. Tengo que verlo ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde, aunque quizá ya sea demasiado tarde.»

– ¿Que participó? ¿No sabes qué pasó?

– Sé que murieron varias personas.

Deborah encendió otro cigarrillo.

– Cinco personas. La médica de la expedición, que era… -me miró, vacilante-… amiga íntima de Adam. Y cuatro clientes.

– Qué horror.

– No me refería a eso. -Dio una honda calada al cigarrillo, y prosiguió-: ¿Quieres que te lo cuente? -Asentí con la cabeza. Pero ¿dónde está? Deborah se apoyó en el respaldo, tomándose su tiempo-. Cuando estalló la tormenta, el líder, Greg McLaughlin, uno de los mejores especialistas del mundo en el Himalaya, que creía que había ideado un método infalible para llevar escaladores inexpertos a la montaña, quedó fuera de combate. Sufrió una grave hipoxia, o lo que sea. Adam lo llevó hasta abajo y tomó el mando de la expedición. El otro guía profesional, un francés llamado Claude Bresson, un excelente alpinista, estaba hecho polvo, alucinando. -Deborah se dio unas palmaditas en el pecho-. Tenía un edema pulmonar. Adam lo bajó al campamento. Quedaban los once clientes a la intemperie. Estaba oscuro, y la temperatura era de cincuenta grados bajo cero. Adam volvió con oxígeno y los bajó en grupos. Bajaba a un grupo y volvía a subir. Ese tipo es como un toro. Pero uno de los grupos se perdió. Adam no los encontró. Y solos no pudieron sobrevivir.

– ¿Por qué hace la gente esas cosas?

Deborah se frotó los ojos. Parecía tremendamente cansada. Señalando con el cigarrillo, dijo:

– ¿Te refieres a por qué lo hace Adam? Sólo te puedo contar por qué lo hago yo. Cuando estudiaba medicina tenía un novio que era alpinista. Y a veces iba a escalar con él. Conviene que haya un médico en el grupo. Así que de vez en cuando hago alguna escalada. A veces me quedo en el campamento base. Otras veces subo con los demás.

– ¿Con tu novio?

– No, mi novio murió.

– Vaya, lo siento.

– Fue hace mucho tiempo.

Hubo un silencio. Intenté pensar algo que decir.

– Eres norteamericana, ¿no?

– Canadiense. Soy de Winnipeg. ¿Sabes dónde está Winnipeg?

– No.

– En otoño cavan las tumbas para el invierno. -Debí de poner cara de no entender nada-. La tierra se congela. Calculan cuánta gente se va a morir durante el invierno, y cavan las tumbas. Criarse en Winnipeg tiene sus inconvenientes, pero al menos se aprende a respetar el frío. -Se puso el cigarrillo en los labios y levantó las manos-. Mira: ¿qué ves?

– No lo sé.

– Diez dedos. Enteritos.

– A Adam le faltan varios dedos de un pie -dije. Deborah esbozó una sonrisa acusadora, y yo sonreí, un tanto arrepentida-. No quiero decir que lo haya visto. Podría habérmelo contado.

– Sí, ya. Eso es diferente. Eso fue una decisión voluntaria. Mira, Alice, esa gente tuvo mucha suerte de que Adam estuviera allí. ¿Alguna vez has estado en la montaña durante una tormenta?

– Creo que nunca he estado en una montaña, ni siquiera sin tormenta.

– No ves nada, no oyes nada, no sabes dónde es arriba y dónde es abajo. Necesitas material y experiencia, pero con eso no basta. No sé qué es. Hay gente que conserva la calma y razona. Adam es así.

– Sí -coincidí, e hice una pausa para no parecer demasiado impaciente. Luego añadí-: ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?

Deborah reflexionó un momento.

– Es un hombre muy escurridizo -dijo-. Creo que iba a reunirse con alguien en una cafetería de Notting Hill Gate. ¿Cómo se llamaba? Espera. -Cruzó la habitación y volvió con una guía telefónica-. Aquí está. -Anotó un nombre y una dirección en un sobre usado.

– ¿Cuándo tiene que ir a esa cafetería?

Deborah miró su reloj y respondió:

– Ahora, creo.

– Será mejor que me marche.

Me acompañó a la puerta.

– Si no lo encuentras allí, conozco a gente que quizá sepa dónde está. Te voy a dar mi número de teléfono. -Entonces sonrió y dijo-: ¡Pero si ya lo tienes! ¿No?

* * *

Mientras iba por Bayswater Road, en el taxi me preguntaba si Adam estaría en la cafetería. Imaginé diferentes situaciones: «No está, y me paso varios días viviendo en hoteles y deambulando por las calles. Está, pero con una chica, y tengo que espiarlos para averiguar qué pasa, y luego sigo a Adam hasta que puedo hablar con él a solas». Guié al taxi para que me dejara más allá de la cafetería de All Saints Road, y luego retrocedí a pie, con cautela. Lo vi enseguida, sentado junto a la ventana. Y no estaba con ninguna chica. Estaba con un hombre negro con el pelo rastafari recogido en una coleta. En el taxi también me había planteado varias formas de abordar a Adam, que no me hicieran parecer una espía, pero no se me había ocurrido nada. De cualquier modo, todas las estrategias posibles habrían resultado inútiles, porque en cuanto vi a Adam, él me vio también a mí; bajó la vista y volvió a mirarme, como en las películas. Allí plantada, con todas mis pertenencias (las bragas, la camisa, unos cuantos artículos nuevos de maquillaje) en una bolsa de Gap, me sentí como una niña abandonada de una novela de Dickens. Vi que Adam le decía algo al hombre que estaba con él, y que luego se levantaba y salía de la cafetería. Durante unos inquietantes diez segundos el hombre se volvió y me miró, evidentemente, pensando: «¿Quién cono es ésa?».

Y entonces apareció Adam. Había estado pensando qué íbamos a decirnos, pero él no pronunció ni una sola palabra. Me cogió la cara con sus grandes manos y me besó con fuerza. Solté la bolsa que llevaba en la mano y lo abracé, pegándome a su viejo jersey y al fuerte cuerpo que había debajo. Finalmente nos separamos, y él me miró con gesto especulativo.