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– Deborah me ha dicho que te encontraría aquí.

Rompí a llorar. Saqué un pañuelo del bolsillo y me soné la nariz. Adam no me abrazó ni me dijo: «Cálmate, cálmate». Se quedó mirándome como si yo fuera algún animal exótico que lo fascinaba, y como si sintiera curiosidad por saber qué iba a hacer a continuación. Me serené para decir lo que tenía que decir:

– Quiero decirte una cosa, Adam. Lamento haberte enviado aquella carta. Ojalá no lo hubiera hecho. -Adam seguía mudo. Hice una pausa y añadí-: He dejado a Jake. He pasado la noche en un hotel. No te lo cuento para presionarte. Sólo dime que me vaya y me iré, y no volverás a verme nunca.

El corazón me latía muy deprisa. Adam tenía la cara muy cerca de la mía, tan cerca que notaba su aliento.

– ¿Quieres que te diga que te vayas?

– No.

– Entonces ¿eres toda mía?

Tragué saliva y contesté:

– Sí.

– Estupendo.

No parecía sorprendido, ni contento. Era como si se hubiera comprobado algo que para él era obvio. Quizá lo era.

Miró hacia la ventana de la cafetería, y»luego volvió a mirarme a mí.

– Ése es Stanley. Date la vuelta y salúdalo. -Lo saludé, nerviosa, con la mano. Stanley me devolvió el saludo levantando el pulgar-. Nos quedaremos en un piso que hay a la vuelta de la esquina. Es de un amigo de Stanley. -«Nos quedaremos.» Al oír esas palabras sentí una oleada de placer sexual. Adam le hizo una seña a Stanley con la cabeza-. Stanley nos ve hablar, pero no sabe leer los labios. Entraremos un momento, y luego te voy a llevar al piso y te voy a follar. Te va a doler.

– Vale -dije-. Puedes hacer conmigo lo que quieras.

Adam se inclinó y volvió a besarme. Me puso una mano en la espalda, y luego la deslizó por debajo de mi camisa. Noté sus dedos bajo el cierre de mi sujetador, y una uña que me recorría la columna. Me pellizcó con fuerza. Solté un quejido.

– Me has hecho daño -dije.

Adam me acarició una oreja con los labios.

– Y tú a mí -susurró.

NUEVE

Me despertó el teléfono. Abrí los ojos, pero volví a cerrarlos enseguida porque la luz me molestaba. Estaba cerca de la cama, ¿no? Lo busqué a tientas.

– Diga.

Oí unos ruidos, quizá de tráfico, pero nadie dijo nada, y colgaron el auricular. Yo también colgué. Enseguida volvió a sonar. Contesté. Otra vez lo mismo. Me pareció oír algo, un susurro, pero no podía asegurarlo. Volvió a cortarse la comunicación.

Miré a Adam, que intentaba abrir los ojos.

– La historia de siempre -dije-. Si contesta una mujer, cuelgas. -Marqué cuatro números en el teléfono.

– ¿Qué haces? -preguntó Adam, bostezando.

– Averiguar quién ha llamado. -Esperé unos segundos.

– ¿Y bien?

– Era una cabina -dije al fin.

– A lo mejor no han podido introducir las monedas a tiempo -sugirió él.

– Puede ser. No tengo qué ponerme.

– ¿Y para qué quieres vestirte? -El rostro de Adam estaba a sólo unos centímetros del mío. Me puso unos mechones de cabello detrás de la oreja, y luego recorrió mi cuello con el dedo-. Así estás perfecta. Esta mañana, cuando me he despertado, he pensado que esto tenía que ser un sueño. Me he quedado aquí tendido, mirando cómo dormías.

Retiró la sábana, descubriendo mis pechos, y luego me los cubrió con las manos. Me besó en la frente, en los párpados, en los labios; primero con suavidad, y luego con fuerza. Noté un sabor a sangre en la boca. Deslicé las manos por su huesuda espalda, las coloqué sobre sus nalgas y tiré de él hacia mí. Ambos suspiramos, y nos cimbreamos ligeramente; mi corazón latía contra el suyo, ¿o era el suyo el que latía contra el mío? La habitación olía a sexo, y las sábanas todavía estaban ligeramente húmedas.

– Para trabajar, Adam -dije-. Necesito ropa para ir a trabajar. No puedo pasarme todo el día en la cama.

– ¿Por qué no? -Me besó en el cuello-. Tenemos que recuperar todo el tiempo que hemos perdido.

– No puedo dejar el trabajo.

– ¿Por qué?

– Pues porque no. Yo no soy así. ¿Tú nunca tienes que trabajar?

Adam frunció el entrecejo, pero no respondió. Luego se chupó el dedo índice con mucha parsimonia y me lo metió dentro.

– No te marches aún, Alice.

– Diez minutos. Adam… Por favor…

* * *

Después seguía sin tener nada que ponerme. La ropa que llevaba el día anterior estaba amontonada en el suelo, y no tenía nada más.

– Toma, ponte esto -dijo Adam, y tiró unos vaqueros desteñidos encima de la cama-. Puedes arremangártelos. Y esto. Será suficiente, de momento. Iré a buscarte a las doce y media y te llevaré de compras.

– Pero también puedo ir a buscar mis cosas al piso…

– No. Deja eso, por ahora. No vuelvas allí. Te compraré ropa. No necesitas mucho.

No me puse ropa interior. Me puse los vaqueros, que me iban bastante largos y holgados, pero que no me quedaban demasiado mal con un cinturón, y luego la camisa de seda negra, que acarició suavemente mi sensible piel, y que olía a Adam. Saqué el colgante de cuero de mí bolso y me lo até al cuello.

– Ya está.

– Guapísima.

Adam cogió un cepillo y me cepilló el enmarañado cabello. Insistió en mirarme mientras orinaba, me lavaba los dientes y me ponía rímel. No me quitó los ojos de encima.

– Estoy destrozada -le dije a través del espejo, intentando sonreír.

– Piensa en mí toda la mañana.

– ¿Qué vas a hacer tú?

– Pensar en ti.

* * *

Me pasé la mañana pensando en él. Mi cuerpo vibraba de emoción al recordarlo. Pero también pensé en Jake y en el mundo que había compartido con él. Había una parte de mí que no comprendía cómo podía seguir allí, en la oficina de siempre, hilando frases trilladas sobre el DIU y la fertilidad femenina, cuando había puesto una bomba en mi antigua vida y me había quedado a mirar cómo explotaba. Intenté imaginar todo lo que habría pasado desde que me marché. Seguramente Jake se lo habría contado, como mínimo, a Pauline. Y ella se lo habría contado a los demás. Se habrían reunido todos para tomar algo, hablar, preguntarse qué había pasado y consolar a Jake. Y yo, que durante tanto tiempo había sido un miembro reconocido del grupo, me habría convertido en el objeto de sus chismosos y escandalizados comentarios. Cada uno tendría una opinión sobre mí, su propia y categórica versión.

Si había abandonado aquel mundo (y suponía que lo había hecho), ¿había entrado en el mundo de Adam, lleno de hombres que escalaban montañas y mujeres que los esperaban? Sentada a mi mesa, esperando que llegara la hora de comer, pensé en lo poco que sabía sobre Adam, sobre su pasado, su presente o el futuro que planeaba. Y cuanto más me daba cuenta de que era un extraño, más lo deseaba.

Adam ya me había comprado varios pares de bragas y sujetadores. Estábamos medio escondidos junto a un colgador de vestidos, y nos sonreímos y nos acariciamos las manos. Era nuestra primera cita de verdad fuera del piso.

– Son demasiado caros -dije.

– Pruébate éste -dijo él.

Cogió un vestido recto de color negro, y unos pantalones ceñidos. Me los puse en el probador, encima de mi ropa interior nueva, y me miré en el espejo. La ropa cara me sentaba bien. Cuando salí del probador, con las prendas en las manos, Adam me lanzó un vestido de terciopelo marrón oscuro, con el cuello escotado, mangas largas y falda cortada al bies, hasta los pies. Tenía un aire medieval y era precioso, y cuando vi la etiqueta del precio entendí por qué me gustaba tanto.