– No puedo -dije.
Adam frunció el entrecejo.
– Quiero que te lo pruebes.
Salimos de la tienda con dos bolsas llenas de ropa, que en total había costado más que mi sueldo mensual. Llevaba puestos los pantalones negros con una camisa de raso de color crema. Pensé en Jake, que había ahorrado mucho para comprarme aquel abrigo, y en su expresión de entusiasmo y orgullo el día que me lo regaló.
– Me siento como una mantenida.
– Alice. -Adam se paró en medio de la acera, y la gente tuvo que esquivarnos-. Quiero tenerte siempre a mi lado.
Tenía el don de hacer que los comentarios más frívolos se volvieran tremendamente serios. Me ruboricé y me reí, pero él me miró fijamente, casi enfadado.
– ¿Puedo invitarte a cenar? -pregunté-. Quiero que me cuentes tu vida.
Pero antes tenía que recoger algunas cosas de mi piso. Me había dejado la agenda, el listín de teléfonos y todas las cosas de trabajo. Hasta que recuperara todo aquello, tendría la sensación de que no me había marchado. Hice un esfuerzo descomunal y llamé a Jake al trabajo, pero no se encontraba allí; me dijeron que estaba enfermo. Llamé al piso, y me contestó al primer timbrazo.
– Hola, Jake. Soy Alice -dije como una tonta.
– Te he reconocido -dijo él, cortante.
– ¿Estás enfermo?
– No.
Hubo un silencio.
– Mira, lo siento, pero necesito pasar a recoger unas cosas.
– Mañana estaré todo el día en la oficina. Puedes venir entonces.
– Ya no tengo llaves.
Lo oía respirar al otro lado del hilo telefónico.
– Has quemado las naves, ¿eh?
Quedamos en que iría a las seis y media. Hubo otra pausa. Luego nos dijimos adiós educadamente, y colgué.
Es increíble lo fácil que resulta no trabajar en el trabajo, la de normas que uno se puede saltar si no le importa. Ojalá lo hubiera descubierto antes. Por lo visto nadie se había fijado en lo tarde que había llegado aquella mañana, ni en el rato que había estado fuera para comer. Por la tarde fui a otra reunión, donde una vez más hablé muy poco, y después Mike me felicitó por mis agudos comentarios. «Últimamente da la impresión de que lo tienes todo muy controlado, Alice», me dijo, un tanto nervioso. Giovanna me había dicho prácticamente lo mismo en un email aquella mañana. Cambié de sitio los papeles que había encima de mi mesa, tiré un montón a la papelera, y le dije a Claudia que no me pasara llamadas. A las cinco y media fui al cuarto de baño y me peiné, me lavé la cara, me puse lápiz de labios y me abroché todos los botones del abrigo para que no se viera mi ropa nueva. Luego fui al piso de Jake por el camino de siempre.
Me sobró tiempo, y estuve un rato paseando. No quería pillar a Jake por sorpresa, llegar antes de que él estuviera preparado para recibirme, y tampoco quería encontrarme con él en la calle. Intenté pensar qué podía decirle. El hecho de haber cortado con él lo había convertido inmediatamente en un extraño, una persona más valiosa y vulnerable que el irónico y modesto Jake con el que yo había vivido. Cuando pasaban unos minutos de las seis y media, me dirigí a la puerta y llamé al timbre. Oí pasos por la escalera, y a través del cristal esmerilado vi una figura que se acercaba.
– Hola, Alice.
Era Pauline.
– Hola.
No sabía qué decirle. A mi mejor amiga, la única persona a la que habría acudido en cualquier otra circunstancia. Pauline se quedó plantada en la puerta. Llevaba el cabello recogido en un moño que le daba un aire severo. Parecía cansada y tenía ojeras. No me sonrió. Me sentía como si hiciera meses que no nos hubiéramos visto, y no un par de días.
– ¿Puedo pasar?
Pauline se apartó, y yo subí la escalera delante de ella. Mi ropa cara susurraba contra mi piel, bajo el abrigo de Jake. En el piso todo estaba como siempre, como era de esperar. Mis chaquetas y mis bufandas seguían colgadas en el perchero del recibidor. La fotografía en que aparecíamos Jake y yo cogidos del brazo y sonriendo seguía en la repisa de la chimenea. Mis zapatillas estaban en el suelo del salón, cerca del sofá donde habíamos estado sentados el domingo. Los narcisos que había comprado la semana anterior seguían en el jarrón, aunque un poco mustios. Había una taza con un poco de té en la mesa, y supuse que debía de ser la misma que yo había estado bebiendo dos días atrás. Me sentía apabullada, y me desplomé en el sofá. Pauline se quedó de pie, mirándome desde arriba. No había dicho ni una sola palabra.
– Pauline -dije con voz ronca-. Ya sé que lo que he hecho es espantoso, pero tenía que hacerlo.
– ¿Qué quieres? ¿Que te perdone? -me preguntó con tono mordaz.
– No. -Era mentira: claro que quería que me perdonara-. No, pero eres mi mejor amiga. Pensé que… Bueno, no es que no tenga corazón. No puedo decir nada en mi defensa, salvo que me he enamorado. Estoy segura de que lo entenderás.
Vi cómo el rostro se le crispaba. Claro que lo entendía. Dieciocho meses atrás, a ella también la habían dejado, porque él se había enamorado. Se sentó en el otro extremo del sofá, todo lo lejos de mí que pudo.
– No es tan sencillo como parece, Alice -empezó, y me di cuenta de que ahora nos hablábamos en otro tono, más frío y distante-. Si quisiera, claro que podría entenderte. Al fin y al cabo, no estabais casados, ni teníais hijos. Lo que pasa es que no quiero entenderte. Al menos de momento. Jake es mi hermano mayor, y le has hecho mucho daño. -Le tembló ligeramente la voz, y por un momento volvió a parecer la Pauline que yo conocía-. Sinceramente, Alice, si lo vieras ahora, si vieras lo destrozado que está, seguro que no… -Pero no terminó la frase-. Quizá algún día podamos volver a ser amigas, pero ahora sentiría que lo estoy traicionando si escuchara tu versión de la historia e intentara imaginar cómo te sientes. -Se levantó-. Mira, no quiero ser justa contigo. La verdad es que me gustaría odiarte.
Asentí con la cabeza, y me levanté también. La entendía perfectamente.
– Voy a recoger mi ropa.
Pauline asintió y entró en la cocina. Oí cómo llenaba la tetera.
En el dormitorio todo seguía como siempre. Cogí mi maleta del altillo del armario y la abrí en el suelo. Junto a mi lado de la cama, que estaba hecha, vi el libro que había estado leyendo sobre la historia de los relojes. En el lado de Jake estaba el libro de alpinismo. Cogí los dos y los metí en la maleta. Abrí las puertas del armario y empecé a descolgar ropa. Me temblaban las manos, y no podía doblar bien las prendas. De todos modos no cogí muchas cosas: no me imaginaba poniéndome la ropa que había llevado hasta entonces; no podía creer que todavía me sirviera.
Me quedé mirando el interior del armario, donde guardaba mi ropa junto a la de Jake: mis vestidos junto a su único traje bueno, mis faldas y camisas entre sus camisas de trabajo, planchadas y abotonadas en las perchas. Había un par de camisas que tenían los puños raídos. Se me llenaron los ojos de lágrimas, y parpadeé con furia. ¿Qué necesitaba? Intenté imaginarme cómo sería mi nueva vida con Adam, y comprobé que no podía. Sólo me imaginaba en la cama con él. Cogí un par de jerséis, varios vaqueros y camisetas, dos trajes para ir a trabajar, y toda mi ropa interior. También cogí mi vestido sin mangas favorito y dos pares de zapatos, y el resto lo dejé: tenía demasiada ropa, y casi toda me la había comprado con Pauline en aquellas salidas derrochadoras y compulsivas.
Metí todas mis cremas, lociones y artículos de maquillaje en la maleta, pero no sabía qué hacer con las joyas. Jake me había regalado muchas: varios pares de pendientes, un colgante precioso, un brazalete ancho de cobre. No sabía si le dolería más que me las llevara o que las dejara allí. Me lo imaginé por la noche, entrando en la habitación y averiguando qué me había llevado y qué había dejado, e intentando leer mis sentimientos a través de aquellas frágiles pistas. Cogí los pendientes que me había dejado mi abuela al morir, y las cosas que ya tenía antes de conocer a Jake. Luego cambié de opinión, y metí en la maleta todo lo que había en el cajoncito.