Yo nunca había vivido con un hombre (es decir, con un hombre con el que mantuviera una relación sentimental), y la experiencia de asumir papeles domésticos me parecía interesante. Jake era ingeniero, y era un genio con todas las tuberías y los cables que había empotrados en nuestras paredes y debajo del suelo. En una ocasión le dije que lo único que no le gustaba de nuestro piso era no haberlo construido él mismo en una zona rural, y no se lo tomó como un insulto. Yo era licenciada en bioquímica, y eso significaba que cambiaba las sábanas de la cama y vaciaba el cubo de la basura de la cocina. Él arreglaba la aspiradora, pero la utilizaba yo. Yo limpiaba el baño, excepto si él se había afeitado. Eso habría sido demasiado.
Lo curioso es que Jake era el que planchaba. Decía que la gente ya no sabe planchar camisas. Yo lo consideraba una estupidez, y me habría ofendido de no ser porque resulta difícil ofenderse cuando estás tumbado viendo la televisión, con una copa en la mano, mientras te planchan la ropa. Jake iba por el periódico; yo lo leía por encima de su hombro, y él se ponía nervioso. La compra la hacíamos los dos, aunque yo siempre me llevaba una lista e iba tachando todos los artículos, mientras que él improvisaba y era mucho más extravagante que yo. Él descongelaba el congelador. Yo regaba las plantas. Y él me llevaba una taza de té a la cama cada mañana.
– Vas a llegar tarde -repitió-. Aquí tienes el té. Yo me voy exactamente dentro de tres minutos.
– Odio el mes de enero -dije.
– Decías lo mismo de diciembre.
– Enero es como diciembre. Pero sin Navidad.
Pero Jake ya había salido de la habitación. Me duché a toda prisa y me puse una chaqueta de color crudo y un pantalón a juego. Me cepillé el pelo y me lo recogí en un moño.
– Estás muy elegante -dijo Jake al verme entrar en la cocina-. ¿Es nuevo ese traje?
– Qué va. Lo tengo hace años -mentí, y me serví otra taza de té, esta vez tibio.
Fuimos andando hasta el metro, compartiendo el paraguas y esquivando charcos. Junto a la entrada, Jake me besó, poniéndose el paraguas debajo del brazo y sujetándome los hombros con firmeza.
– Adiós, cariño -dijo.
Y en ese momento pensé: «Quiere casarse conmigo. Quiere que seamos un matrimonio». Fascinada por esa idea, se me olvidó responder. Jake no se dio cuenta, y fue hacia la escalera mecánica, donde se mezcló con una multitud de hombres con gabardina. No miró atrás. Era como si ya estuviéramos casados.
No tenía ningunas ganas de ir a la reunión. Me sentía físicamente incapaz. La noche anterior había salido a cenar con Jake. Habíamos vuelto a casa tardísimo, y no nos habíamos metido en la cama hasta la una; de hecho, no nos habíamos dormido hasta, quizá, las dos y media. Celebrábamos nuestro aniversario, el primero. No era exactamente un aniversario, pero era lo más parecido que Jake y yo teníamos. De vez en cuando intentábamos recordar qué día nos conocimos, pero nunca lo logramos. Nos movimos durante mucho tiempo en el mismo ambiente, como abejas que rondan una misma colmena. No nos acordábamos de cuándo nos hicimos amigos de verdad. Salíamos con el mismo grupo de gente, y al cabo de un tiempo llegamos a un punto en que, si alguien me hubiera pedido que enumerara a mis tres o cuatro amigos más íntimos, habría incluido a Jake. Pero nadie me lo preguntó nunca. Lo sabíamos todo sobre nuestros padres, nuestra época de estudiantes, nuestra vida amorosa. Un día nos emborrachamos juntos, cuando a él lo había dejado su novia; nos sentamos debajo de un árbol en Regent's Park y nos bebimos media botella de whisky entre los dos, llorando y riendo tontamente, bastante sensibleros. Yo le dije que era ella la que salía perdiendo, y él, hipando, me acarició la mejilla. Nos reíamos las gracias, bailábamos juntos en las fiestas (pero nunca los lentos), nos prestábamos dinero, nos llevábamos en coche y nos dábamos consejos. Éramos amigos.
Lo que sí recordábamos era la primera vez que nos acostamos juntos. Fue el 17 de enero del año pasado. Un miércoles. Unos cuantos amigos habíamos quedado para ir al cine por la noche, pero al final no pudo venir nadie, y quedamos Jake y yo solos. En un momento de la película nos miramos y nos sonreímos tímidamente, y supuse que ambos nos estábamos dando cuenta de que aquello se había convertido en una especie de cita, y quizá nos preguntábamos si sería bueno.
Cuando salimos del cine, Jake me invitó a su casa a tomar una copa. Era cerca de la una de la madrugada. Dijo que tenía un paquete de salmón ahumado en la nevera y pan horneado por él, lo cual me hizo reír. O al menos me hizo reír después, al recordarlo, porque desde entonces no ha vuelto a hacer pan. A los dos nos gusta la comida rápida y la comida para llevar. Sin embargo, sí estuve a punto de reírme aquel día, cuando nos besamos por primera vez, porque lo encontré extraño, casi incestuoso, dado lo buenos amigos que éramos. Vi su cara acercándose a la mía, sus facciones, que tan bien conocía, volviéndose borrosas hasta quedar irreconocibles, y me dieron ganas de reír o de apartarme de él, cualquier cosa para interrumpir aquella repentina seriedad, aquel silencio distinto entre nosotros. Pero enseguida empecé a sentirme bien, cómoda. A veces me molestaba la sensación de estabilidad (¿qué iba a pasar con mis planes de trabajar en el extranjero, de tener aventuras, de ser una persona diferente?), o me preocupaba al pensar que mi vida iba a ser siempre así, puesto que ya tenía casi treinta años; pero, cuando eso ocurría, apartaba tales ideas de mi mente.
Ya sé que lo normal es que las parejas decidan vivir juntos. Es uno de los grandes momentos de la vida, como intercambiar anillos o morirse. Pero nosotros no lo hicimos. Empecé a quedarme a dormir en casa de Jake de vez en cuando. Jake me dejó un cajón para las bragas y las medias. Después empecé a dejar algún vestido, crema suavizante y lápices perfiladores en el cuarto de baño. Pasadas unas semanas me di cuenta de que la mitad de los vídeos tenían mi letra en las etiquetas. Porque si uno no anota qué programas ha grabado, aunque sea en letra muy pequeña, después nunca los encuentra cuando quiere verlos.
Un día Jake me preguntó si tenía sentido que siguiera pagando el alquiler de mi apartamento, ya que nunca estaba allí. Me hice la despistada: le di vueltas al asunto, pero no tomé ninguna decisión. En verano, mi prima Julie vino a trabajar a Londres antes de empezar sus estudios universitarios, y yo le propuse que se instalara en mi casa. Tuve que llevarme cosas a casa de Jake para dejarle espacio a ella. Un día a finales de agosto (era una calurosa noche de domingo y estábamos en un pub contemplando la catedral de San Pablo, al otro lado del río), Julie comentó que tenía que buscarse un apartamento, y yo le propuse que se instalara definitivamente en el mío. Así fue como Jake y yo empezamos a vivir juntos, de modo que el único aniversario que teníamos era el de nuestro primer polvo.
El caso es que la celebración había terminado y yo no tenía ánimos para ir a la oficina. Si no quieres ir a una reunión y te interesa hacer un buen papel o te preocupa que alguien pueda criticarte, asegúrate de que llevas el traje planchado y sé puntual. Eso no aparece en los diez mandamientos del ejecutivo, pero aquella oscura mañana en que no me sentía capaz de enfrentarme más que a una taza de té, era una estrategia de supervivencia. En el metro intenté ordenar mis ideas. Debería haberme preparado mejor, haber tomado notas. Me quedé de pie para que no se me arrugara el traje nuevo. Un par de caballeros me ofrecieron su asiento y se llevaron un chasco cuando lo rechacé. Seguramente creyeron que se trataba de una cuestión de principios.
¿Adónde se dirigían y qué iban a hacer los demás pasajeros? Supuse que algo menos extraño de lo que me disponía a hacer yo: iba a las oficinas de la delegación de una gran multinacional farmacéutica, donde se celebraba una reunión para hablar de un pequeño artilugio de plástico y cobre que parecía un broche New Age, pero que en realidad era el burdo prototipo de un nuevo dispositivo intrauterino.