– Dios mío -dije-, no sé qué decir. Se llama Adam y… bueno, no se parece a nadie que haya conocido hasta ahora.
– Ya -dijo Sylvie-. Al principio es maravilloso, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
– No se trata de eso, Sylvie. Mira, toda mi vida ha discurrido más o menos como yo había planeado. En el colegio sacaba buenas notas, caía bien, nunca hacía tonterías ni nada de eso. Me llevaba bastante bien con mis padres… Bueno, ya lo sabes. Y tuve mis novios; a veces los dejé yo y a veces me dejaron a mí, y fui a la universidad, y encontré un empleo, y conocí a Jake y me fui a vivir con él y… ¿Qué hice todos esos años?
Sylvie arqueó las cejas, y por un momento su expresión denotó cierto enojo.
– Vivir tu vida, como todo el mundo.
– ¿No será que iba viviendo sin llegar a tocar nada y sin dejar que me tocaran? No tienes que contestarme; sólo estaba pensando en voz alta.
Seguimos bebiendo café.
– ¿A qué se dedica? -me preguntó Sylvie.
– No tiene un empleo fijo. Hace diversos trabajos para conseguir dinero. En realidad es alpinista.
Sylvie se quedó perpleja, lo cual me alegró.
– ¿En serio? ¿Alpinista?
– Sí.
– No sé qué decir. ¿Dónde os conocisteis? Supongo que no sería en una montaña.
– Nos conocimos -me limité a decir.
– ¿Cuándo?
– Hace unas semanas.
– Y desde entonces no habéis salido de la cama. -No dije nada-. ¿Piensas irte a vivir con él?
– Creo que sí.
Sylvie dio una calada al cigarrillo.
– Entonces es que va en serio.
– Supongo. Estoy como ofuscada.
Sylvie se inclinó hacia delante con expresión picara.
– Ten cuidado. Al principio siempre es así. No te dejan respirar, están obsesionados contigo. Quieren follarte a todas horas, correrse en tu cara y esas cosas…
– ¡Sylvie! -exclamé, horrorizada-. Por el amor de Dios.
– Es la verdad -dijo con descaro, alegrándose de volver a un terreno más familiar: Sylvie, la descarada, diciendo groserías-. Al menos, metafóricamente. Ten cuidado, sólo te digo eso. No te digo que no lo hagas. Pásalo bien. Aprovecha, siempre y cuando no corras ningún riesgo físico.
– Pero ¿qué dices?
De pronto adoptó un tono remilgado.
– Ya sabes a qué me refiero.
Pedimos más café, y Sylvie siguió acribillándome a preguntas, hasta que yo miré mi reloj y vi que sólo faltaban unos minutos para las seis y media. Cogí mi bolso y dije:
– Tengo que marcharme.
Pagué los cafés, y Sylvie me acompañó a la calle.
– ¿Hacia dónde vas? -me preguntó-. Te acompaño, si no te importa.
– ¿Por qué?
– Tengo que comprar un libro -dijo con la mayor frescura-. Vas a una librería, ¿no?
– De acuerdo -concedí-. Te lo presentaré. No me importa.
– Sólo quiero comprar ese libro.
La librería, especializada en libros de viajes y mapas, sólo estaba a unos minutos andando.
– ¿Está dentro? -me preguntó Sylvie cuando entramos por la puerta.
– No lo veo -dije-. Será mejor que busques tu libro.
Sylvie murmuró algo, y ambas empezamos a pasearnos entre las estanterías. Me paré delante de un expositor de globos terráqueos. Si Adam no aparecía, siempre podía volver al apartamento. Noté que alguien me tocaba, y luego unos brazos que me rodeaban y alguien que me acariciaba el cuello. Me volví. Era Adam. Me abrazó, y tuve la sensación de que sus brazos daban dos vueltas alrededor de mi cuerpo.
– Hola, Alice -dijo.
Entonces me soltó, y vi que lo acompañaban dos individuos que parecían muy divertidos. Ambos eran altos, igual que Adam. Uno tenía el cabello castaño claro, casi rubio, el cutis fino y unos pómulos prominentes. Llevaba una gruesa chaqueta de lona, gastada como si la hubiera llevado un pescador durante años. El otro era más moreno, con el cabello castaño, ondulado y muy largo. Tenía un abrigo gris largo, que le llegaba casi por los tobillos. Adam se volvió hacia el rubio y dijo:
– Te presento a Daniel. -Luego miró al moreno y añadió-: Y éste es Klaus.
Nos estrechamos la mano.
– Me alegro de conocerte, Alice -dijo Daniel con una leve inclinación de cabeza.
Parecía extranjero, quizá escandinavo. Adam no me había presentado, pero ellos ya sabían cómo me llamaba. Seguramente ya les había hablado de mí. Me miraron con curiosidad, la última novia de Adam, y yo les sostuve la mirada, mientras pensaba que tenía que ir otra vez de compras, pronto.
Entonces me di cuenta de que tenía a Sylvie a mi lado.
– Adam, te presento a Sylvie, una amiga mía.
Adam se volvió hacia ella lentamente y le estrechó la mano.
– Sylvie -dijo, como si estuviera sopesando aquel nombre.
– Sí -dijo ella-. Hola.
De pronto vi a Adam y a sus amigos a través de los ojos de Sylvie: unos hombres altos y fuertes que parecían de otro planeta, ataviados con ropa extraña, atractivos, extraños e intimidantes. Sylvie se quedó mirando a Adam, fascinada, pero Adam volvió a dirigirse a mí:
– Daniel y Klaus están un poco descolocados. Todavía van con la hora de Seattle. -Me cogió la mano y la pegó contra su mejilla-. Vamos a un sitio que hay cerca de aquí. ¿Quieres venir?
La pregunta iba dirigida a Sylvie, y al formularla Adam la miró fijamente. No exagero si digo que Sylvie casi dio un respingo.
– No -respondió mi amiga, como si le hubieran ofrecido una droga muy tentadora pero peligrosa-. No, no. Tengo… cosas que hacer.
– Tiene que comprar un libro -añadí yo.
– Eso es -confirmó ella, titubeante-. Y otras cosas. Tengo que irme.
– Otra vez será -replicó Adam, y nos marchamos.
Me di la vuelta y le guiñé un ojo a Sylvie, como si yo fuera en un tren que partía de la estación y la dejara a ella en el andén. Sylvie estaba horrorizada, atemorizada, o algo así. Adam me puso una mano en la espalda para guiarme mientras caminábamos. Doblamos varias esquinas, y al final entramos en un diminuto callejón. Miré a Adam de manera inquisitiva, pero él no me hizo caso y tocó el timbre que había junto a una sencilla puerta; cuando abrieron, subimos una escalera hasta una cómoda y acogedora sala con un bar y una chimenea, y varias mesas y sillas.
– ¿Qué es esto? ¿Un club?
– Sí -contestó Adam, como si fuera algo tan obvio que no hubiera necesidad de mencionarlo-. Sentaos en la otra sala. Voy a buscar unas cervezas. Pídele a Klaus que te hable de su libro.
Fui con Daniel y con Klaus hasta la habitación contigua, más pequeña, donde también había un par de mesas. Nos sentamos en una de ellas.
– ¿Qué es eso del libro? -pregunté.
Klaus sonrió y dijo:
– Tu… -Se interrumpió-. Adam está enfadado conmigo. He escrito un libro sobre lo que pasó el año pasado en la montaña. -Tenía acento norteamericano.
– ¿Estuviste allí?
Klaus levantó las manos. En la izquierda le faltaban el meñique y parte del anular. En la derecha le faltaba medio dedo meñique.
– Tuve suerte -dijo-. Mucha suerte. Adam me bajó. Me salvó la vida. -Volvió a sonreír-. Eso puedo decirlo cuando él no está delante. Cuando está presente le digo que es un gilipollas.
Adam entró con unas botellas, y luego volvió a salir y regresó con unos bocadillos.
– ¿Sois viejos amigos? -pregunté.