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– Amigos, colegas… -dijo Daniel.

– A Daniel lo han contratado para hacer otro viaje organizado al Himalaya el año que viene. Quiere que vaya con él -explicó Adam.

– ¿Vas a ir?

– Creo que sí. -Debí de poner cara de preocupación, porque Adam rió y dijo-: ¿Hay algún inconveniente?

– No, ninguno. Es lo que te gusta, ¿no? Ten cuidado, nada más.

Adam adoptó una expresión seria, se inclinó hacia mí y me besó suavemente.

– Estupendo -dijo, como dándome el aprobado.

Bebí un sorbo de cerveza, me recosté en el respaldo y los escuché hablar de cosas que apenas entendía: organización, material y oportunidades. O mejor dicho, no era que no los entendiera, sino que no quería seguir su conversación con detalle. Me producía un intenso placer ver a Adam, Daniel y Klaus hablando de algo que les interesaba muchísimo. Me gustaban los términos técnicos que no entendía, y de vez en cuando miraba de soslayo el rostro de Adam. Su expresión de apremio me recordaba algo, y entonces caí en la cuenta. Era la expresión que tenía la primera vez que lo vi. La primera vez que lo vi mirándome.

Más tarde, en la cama, con la ropa tirada por el suelo y Sherpa ronroneando a nuestros pies (el gato era del piso, pero el nombre se lo había puesto yo), Adam me preguntó acerca de Sylvie.

– ¿Qué te ha dicho?

Entonces sonó el teléfono.

– Esta vez contesta tú -dije.

Adam hizo una mueca, pero descolgó el auricular.

– Diga.

Hubo un silencio, y luego colgaron.

– Cada noche y cada mañana -dije esbozando una sonrisa lúgubre -. Tiene que ser alguien que trabaja. Esto empieza a ponerme los pelos de punta, Adam.

– Seguro que es un problema técnico -dijo Adam-. O alguien que quiere hablar con el anterior inquilino. ¿Qué te ha dicho Sylvie?

– Quería que le hablara de ti -dije. Adam soltó un bufido. Lo besé, mordiendo suavemente su maravilloso y carnoso labio inferior, y luego más fuerte-. Y me ha aconsejado que lo pase bien, pero sin lesionarme.

De pronto, la mano que había estado acariciándome la espalda me apretó contra la cama. Noté los labios de Adam en mi oreja.

– Hoy he comprado nata -dijo-. Nata fría. No quiero lesionarte. Sólo quiero hacerte daño.

ONCE

– No te muevas. Quédate como estás.

De pie delante de la cama, Adam me enfocaba con una cámara Polaroid. Miré al objetivo, embotada. Estaba tumbada encima de las sábanas, desnuda. Sólo tenía los pies tapados. El sol invernal relucía débilmente detrás de las delgadas cortinas.

– ¿He vuelto a dormirme? ¿Cuánto rato llevas ahí?

– No te muevas, Alice.

El flash me deslumbró, se oyó un zumbido y apareció la tarjeta de plástico, como si la cámara me hubiera sacado la lengua.

– Al menos no la vas a llevar a la tienda para que la revelen.

– Pon los brazos por encima de la cabeza. Así. -Se acercó y me apartó el cabello de la cara; luego volvió a retirarse. Iba vestido, armado con la cámara, y en su cara había una expresión de concentración desapasionada-. Separa un poco más las piernas.

– Tengo frío.

– Enseguida te caliento. Espera.

Volvió a disparar.

– ¿Por qué haces esto?

– ¿Por qué?

Soltó la cámara y se sentó a mi lado, dejando las dos fotografías sobre las sábanas. Vi cómo mi imagen iba tomando forma. Las fotografías me parecieron crueles: mi piel estaba pálida, con manchas rojizas. Pensé en los fotógrafos de la policía que en las películas aparecen en la escena del crimen, y luego intenté apartar aquella imagen de mi mente. Adam me cogió una mano, que todavía tenía encima de la cabeza, y la apretó contra su mejilla.

– Porque te quiero. -Me besó en la palma.

Sonó el teléfono, y Adam y yo nos miramos.

– No contestes -dije-. Será él otra vez.

– ¿Él?

– O ella.

Esperamos a que el teléfono dejara de sonar.

– ¿Y si es Jake el que hace esas llamadas? -dije.

– ¿Jake?

– ¿Quién va a ser, si no? Dices que antes eso no pasaba, y que las llamadas empezaron en cuanto yo me instalé aquí. -Lo miré-. A lo mejor es una amiga tuya.

– Puede ser -dijo Adam, encogiéndose de hombros, y volvió a coger la cámara, pero yo me incorporé.

– Tengo que levantarme, Adam. ¿Puedes encender la estufa?

El apartamento, en el último piso de una alta casa victoriana, era muy austero. Tenía muy pocos muebles, y no había calefacción central. Mi ropa ocupaba un rincón del enorme y oscuro armario, y las bolsas de Adam, todavía por abrir, estaban ordenadamente apiladas en el dormitorio. Las alfombras estaban gastadas, las cortinas eran muy finas, y en la cocina sólo había una bombilla que colgaba sobre los fogones. Casi nunca cocinábamos, y todas las noches cenábamos en pequeños restaurantes débilmente iluminados, antes de volver a la alta cama y al calor de nuestros cuerpos. Me sentía deslumbrada por la pasión. Todo parecía borroso e irreal, excepto Adam y yo. Hasta entonces yo siempre había sido libre de hacer lo que quería; controlaba mi vida y sabía hacia dónde iba. Ninguna de mis relaciones me había desviado de eso. Ahora, en cambio, me sentía perdida, como si navegara sin timón. Habría dado cualquier cosa por sentir el roce de sus manos sobre mi piel. A veces sentía miedo, cuando me despertaba de madrugaba y me encontraba en la cama de un extraño, y veía a Adam, todavía sumergido en un mundo secreto de sueños; o cuando salía de la oficina, antes de ver a Adam y sentir su incesante éxtasis. Me había perdido a mí misma en otro.

Aquella mañana me dolía todo. En el espejo del cuarto de baño vi que tenía un arañazo en el cuello, y los labios hinchados. Adam entró y se colocó detrás de mí. Nos miramos en el espejo. Se chupó un dedo y recorrió con él el arañazo. Me puse la ropa y me di la vuelta hacia él.

– ¿Quién hubo antes que yo, Adam? No, no intentes escabullirte. Lo digo en serio.

Adam hizo una pausa, como si estuviera valorando las posibilidades.

– Te propongo un trato -dijo.

Lo encontré terriblemente formal, pero supongo que tenía que serlo. Generalmente los detalles del pasado amoroso surgen en confesiones nocturnas, en diálogos posteriores al coito; son pequeños fragmentos de información ofrecidos como muestra de intimidad o confianza. Nosotros no habíamos hecho nada de eso. Adam me ayudó a ponerme la chaqueta.

– Desayunaremos en un sitio que hay aquí cerca; después tengo que ir a recoger unas cosas. Y luego -dijo mientras abría la puerta-, nos encontraremos otra vez aquí y tú me hablarás de tus novios, y yo te hablaré de mis novias.

– ¿De todas?

– De todas.

* * *

– … y antes hubo otro que se llamaba Rob. Rob era diseñador gráfico, y se creía un gran artista. Era bastante mayor que yo, y tenía una hija de diez años. Era un hombre muy tranquilo, pero…

– ¿Qué hacíais?

– ¿Cómo que qué hacíamos?

– ¿Qué hacíais juntos?

– Pues lo típico: íbamos al cine, a pubs, a pasear…

– Ya sabes a qué me refiero.

Sí, claro que lo sabía.

– Por Dios, Adam. Pues cosas. Eso fue hace muchos años. No me acuerdo de los detalles. -Era mentira, por supuesto.

– ¿Estabas enamorada de él?

Pensé con añoranza en el atractivo rostro de Rob, y recordé algunos buenos ratos que habíamos pasado juntos. Lo adoraba, o al menos lo adoré durante un tiempo.

– No -contesté.

– Sigue.

Aquello resultaba muy violento. Adam estaba sentado enfrente de mí; la mesa nos separaba. Tenía las manos enlazadas, y me taladraba con la mirada. Hablar de sexo ya me resultaba bastante difícil en circunstancias normales, pero aquel interrogatorio era mucho peor.

– Laurence, pero eso no duró mucho -murmuré-. Era un bicho raro.