– ¿Quién más?
– Joe. Trabajábamos juntos.
– ¿En el mismo despacho?
– Sí, más o menos. Pero no, Adam, no lo hacíamos detrás de la fotocopiadora.
Seguí a regañadientes. Yo me había imaginado una erótica confesión mutua, que terminaría en la cama. Y se estaba convirtiendo en una larga y fría enumeración de los hombres que habían sido irrelevantes o importantes para mí en un sentido que yo no quería explicarle a Adam allí, sentados ante aquella mesa.
– Pues antes de eso iba al colegio y a la universidad, y… Bueno, mira… -Hice una pausa. La idea de repasar la breve lista de novios y aventuras de una noche me parecía absurda. Inspiré hondo-. Bueno, si insistes… Michael. Gareth. Y luego Simón, con el que salí un año y medio. Y un tipo que se llamaba Christopher, sólo una vez. -Adam no dejaba de mirarme-. Y otro del que ni siquiera supe el nombre, en una fiesta a la que no quería ir. Ya está.
– ¿Ya está?
– Sí.
– ¿Con quién lo hiciste por primera vez? ¿Cuántos años tenías?
– Era mayor, en comparación con mis amigas. Fue con Michael, cuando tenía diecisiete años.
– ¿Cómo fue?
La pregunta no me hizo sentir incómoda. Quizá porque había pasado mucho tiempo, y la niña que yo era entonces no se parecía en nada a la mujer que era ahora. Había sido cautivador. Extraño. Fascinante.
– Espantoso -mentí-. Doloroso. No sentí ningún placer.
Adam se inclinó sobre la mesa, pero no llegó a tocarme.
– ¿Siempre te ha gustado el sexo?
– No, no siempre.
– ¿Has fingido alguna vez?
– Todas las mujeres han fingido alguna vez.
– ¿Conmigo?
– No, contigo no.
– ¿Ya podemos follar? -Seguía sentado en la incómoda silla de la cocina, a cierta distancia de mí.
Solté una carcajada un tanto forzada.
– Ni hablar, Adam. Ahora te toca a ti.
Adam suspiró, se apoyó en el respaldo y se puso a contar con los dedos de la mano.
– Antes de ti estuvo Lily, a la que conocí el verano pasado. Y antes Françoise; duró un par de años. Y antes… hmm…
– ¿Te cuesta acordarte? -pregunté con sarcasmo, pero con voz un tanto trémula. Confié en que Adam no lo hubiera notado.
– No, no mucho -replicó él-. Lisa. Y antes de Lisa, una chica que se llamaba Penny. -Hizo una pausa-. Era buena alpinista.
– ¿Cuánto tiempo saliste con Penny?
Yo me esperaba un catálogo de conquistas, y no aquella exhaustiva lista de relaciones formales. Me entró miedo.
– Dieciocho meses, más o menos.
– Oh. -Nos quedamos un momento callados-. ¿Les eras fiel? -me obligué a preguntar. En realidad lo que quería preguntarle era si todas eran guapas, más guapas que yo.
Adam me miró a los ojos y dijo:
– No, no eran de ese tipo de relaciones. No eran tan exclusivas.
– ¿Cuántas veces fuiste infiel?
– Siempre salía con otras chicas.
– ¿Cuántas veces?
Adam frunció el entrecejo.
– Vamos, Adam. ¿Una vez, dos, veinte, cuarenta, cincuenta?
– Algo así.
– ¿Cuarenta o cincuenta?
– Ven aquí, Alice.
– ¡No! No, esto es… Me siento fatal. A ver, ¿qué me hace diferente? -De pronto se me ocurrió una cosa-. No has…
– ¡No! -me interrumpió, tajante-. ¿No te das cuenta, Alice? ¿No lo sientes? Ahora sólo existes tú.
– ¿Cómo puedo estar segura? -dije con un gemido-. Me siento como si hubiera llegado tarde a la fiesta. -Con todas las mujeres que había habido en su vida, yo no tenía ninguna posibilidad.
Adam se levantó y rodeó la mesa. Me ayudó a ponerme en pie y me sujetó la cara con las manos.
– Lo sabes, ¿verdad, Alice?
Negué con la cabeza.
– Mírame, Alice. -Me levantó la cabeza y me miró a los ojos-. Alice, ¿confías en mí? ¿Quieres hacerme un favor?
– Depende -contesté, enfurruñada como una niña pequeña.
– Espera un momento.
– ¿Dónde?
– Aquí. Sólo será un minuto.
Tardó más de un minuto, pero no mucho. Cuando me estaba terminando la taza de café sonó el timbre de la puerta. «Adam tiene llave», me dije, y no fui a abrir, pero Adam no subía, y volvió a sonar el timbre. Así que suspiré y bajé a la calle. Abrí la puerta y no lo vi. Entonces oí un bocinazo. Me di la vuelta y vi a Adam sentado al volante de un coche bastante viejo. Fui hacia él y me incliné, acercando la cabeza a la ventanilla del lado del conductor.
– ¿Qué te parece?
– ¿Es tuyo?
– Sólo por esta tarde. Sube.
– ¿Adónde vamos?
– Confía en mí.
– ¿Cierro la casa?
– Ya lo haré yo. Tengo que subir a buscar una cosa.
Estuve a punto de no obedecerle, pero al final rodeé el coche y me senté en el asiento del copiloto. Entretanto Adam subió al apartamento y regresó enseguida.
– ¿Qué has cogido?
– Mi cartera -respondió-. Y esto. -Tiró la cámara Polaroid en el asiento trasero.
«Dios mío, no», pensé. Pero no dije nada.
Permanecí despierta el tiempo suficiente para ver que salíamos de Londres por la Mi, pero entonces, como siempre me ocurre cuando me llevan en coche, me quedé dormida. Hubo un momento en que me desperté, y vi que habíamos salido de la autopista y circulábamos por una carretera que discurría por el campo.
– ¿Dónde estamos? -pregunté.
– Es un paseo sorpresa -dijo Adam esbozando una sonrisa.
Me quedé medio dormida otra vez, y, cuando me desperté, vi una vieja iglesia sajona junto a la carretera, en medio de un paisaje sin ninguna otra característica especial.
– Eadmund, con «a» -comenté, adormilada.
– Perdió la cabeza -dijo Adam.
– ¿Qué?
– Era un rey anglosajón. Los vikingos lo capturaron y lo mataron. Después lo descuartizaron y esparcieron sus restos por el campo. Sus seguidores no lo encontraban, y entonces se produjo el milagro. La cabeza gritó: «Estoy aquí», y lo encontraron.
– Eso es lo que tendrían que hacer los llaveros. Me encantaría que las llaves de mi casa gritaran «Estamos aquí» cuando las busco, y así no tendría que revisar todos los bolsillos de toda la ropa que tengo hasta dar con ellas.
Llegamos a una bifurcación donde había un ornamentado monumento con un águila, dedicado a los miembros de la Fuerza Aérea británica. Torcimos a la derecha.
– Ya estamos -anunció Adam.
Detuvo el coche en la cuneta y apagó el motor.
– ¿Dónde? -pregunté.
Adam estiró un brazo y cogió la cámara fotográfica.
– Vamos -dijo.
– Debí traer mis botas.
– Sólo hemos de caminar unos doscientos metros.
Adam me cogió de la mano y nos alejamos de la carretera por un camino. Luego dejamos el camino, pasamos entre unos árboles y subimos por una pendiente muy resbaladiza, cubierta de hojas medio podridas del otoño anterior. Adam estaba callado y pensativo. Casi me asustó cuando empezó a hablar.
– Hace unos años escalé el K2 -dijo. Asentí con la cabeza e hice algún comentario afirmativo, pero él seguía absorto en sus pensamientos-. Hay muchos alpinistas famosos que nunca lo han logrado; muchos murieron en el intento. Cuando llegué a la cima tuve la certeza de que aquél sería el mayor ascenso que haría en la vida, pero no sentí nada. Miré alrededor, pero… -Hizo un gesto de desprecio-. Estuve unos quince minutos allí arriba, esperando a que llegara Kevin Doyle. Me pasé el rato calculando los tiempos, comprobando mi material, repasando mentalmente las provisiones, decidiendo por qué ruta iba a bajar. Incluso si me limitaba a contemplar el paisaje, la montaña no parecía otra cosa que un problema.
– Entonces ¿por qué lo haces?
Adam frunció el entrecejo.
– No, no lo entiendes. Mira. -Estábamos saliendo de la arboleda y llegando a una extensión de hierba, casi un páramo-. Éste es el paisaje que me gusta. -Me abrazó y agregó-: Estuve aquí hace tiempo, y pensé que era uno de los lugares más bonitos que había visto jamás. Vivimos en una de las islas con mayor densidad de población del mundo, y sin embargo aquí estamos, en un prado al que se llega por un sendero al que se llega por un camino al que se llega por una carretera. Míralo con mis ojos, Alice. Mira allá abajo, la iglesia por la que hemos pasado antes, enclavada en la tierra, como si tuviera raíces en ella. Y mira esos campos que la rodean, más lejanos aún, pero que parecen tan cercanos: una alfombra de verdes prados. Ven y quédate de pie aquí, junto a esta mata de espino.