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Adam me situó cuidadosamente, y luego se quedó de pie delante de mí, mirando alrededor, como si se estuviera orientando con precisión. Me sentía incómoda y desconcertada. ¿Qué tenía que ver todo aquello con sus innumerables infidelidades?

– Y aquí estás tú, Alice, mi único amor -dijo, dando un paso hacia atrás y mirándome, como si fuera un precioso objeto decorativo que había colocado en un escaparate-. Ya sabes eso que dicen de que estamos partidos en dos mitades, y que nos pasamos la vida buscando a nuestra otra mitad. En todas las relaciones que tenemos, por estúpidas o triviales que sean, hay un poco de esa esperanza, la esperanza de que esa persona sea nuestra otra mitad. -De pronto su mirada se ensombreció, como la superficie de un lago cuando una nube pasa por delante del sol. Me estremecí, delante de la mata de espino-. Por eso a veces acaban tan mal, porque uno siente que lo han traicionado. -Miró alrededor, y luego de nuevo a mí-. Pero contigo lo sé. -Noté que se me cortaba la respiración, y que se me ponían los ojos llorosos-. Quédate quieta, quiero hacerte una fotografía.

– Adam, por favor, no seas tan raro. Bésame, abrázame.

Él negó con la cabeza, y se colocó la cámara delante de los ojos.

– Quería fotografiarte aquí, en este sitio, en el momento en que te pedía que te casaras conmigo.

Hubo un destello. Noté que se me doblaban las rodillas. Me senté en la hierba húmeda, y él corrió hacia mí y me abrazó.

– ¿Estás bien?

¿Si estaba bien? Me invadió una sensación de extraordinaria alegría. Me levanté, me reí y lo besé en la boca con firmeza: una promesa.

– ¿Es eso un sí?

– Pues claro, idiota. Sí. Sí, sí, sí.

– Mira -dijo entonces-. Aquí está.

Y allí estaba, boquiabierta, con los ojos como platos, tomando forma, los colores cada vez más intensos, el contorno cada vez más definido.

– Ya está -dijo Adam al tiempo que me daba la fotografía-. Es un momento, pero también es una promesa. Para siempre.

Cogí la fotografía y la guardé en mi bolso.

– Para siempre -dije.

Adam me asió la muñeca con una intensidad que me sorprendió.

– Lo dices en serio, ¿verdad, Alice? Me he entregado otras veces, y me han decepcionado. Por eso te he traído aquí, para que pudiéramos hacernos esta promesa el uno al otro. -Me miró intensamente, como si me estuviera amenazando-. Esta promesa es más importante que cualquier ceremonia. -Luego suavizó el tono de voz-. No soportaría perderte. Jamás soportaría que me abandonaras.

Lo abracé, lo besé en la boca, en los ojos, en la firme mandíbula y en el hueco del cuello. Le dije que era suya, y que él era mío. Noté sus lágrimas sobre mi piel, calientes y saladas. Mi único amor.

DOCE

Escribí a mi madre. Se iba a llevar una sorpresa. Sólo le había contado que Jake y yo nos habíamos separado, pero ni siquiera había mencionado a Adam. Escribí a Jake, intentando encontrar las palabras adecuadas. No quería que se enterara a través de otra persona. Conocí a otros amigos y colegas de Adam (gente con la que había escalado, gente con la que había compartido tiendas, con la que había cagado y con la que se había jugado la vida), y en todas partes adonde íbamos notaba la mirada de Adam evaluándome, y se me ponía la piel de gallina. Iba a trabajar y me sentaba a mi mesa, embelesada por el placer que recordaba y el que aguardaba, y pasaba papeles de una mesa a otra y asistía a reuniones. Quería llamar a Sylvie, y a Clive, e incluso a Pauline, pero siempre lo acababa aplazando. Ahora recibíamos aquellas misteriosas llamadas telefónicas casi a diario. Me acostumbré a sujetar el auricular manteniéndolo un poco apartado de mi oreja; escuchaba el ruido áspero de la respiración, y luego colgaba. Un día alguien metió hojas húmedas y tierra en nuestro buzón, pero tampoco le dimos importancia. A veces sentía cierta ansiedad, pero esa ansiedad la apagaban otras turbulentas emociones.

Me enteré de que Adam preparaba unos currys excelentes. Que la televisión lo aburría. Que caminaba muy deprisa. Que arreglaba la poca ropa que tenía con gran esmero. Que le gustaban el whisky de malta, el vino tinto y la cerveza de trigo, y que no soportaba las judías en salsa de tomate, el pescado con espinas ni el puré de patatas. Que su padre todavía vivía. Que nunca leía novelas. Que hablaba español y francés con fluidez, el muy cerdo. Que sabía hacer nudos con una mano. Que antes le daban miedo los espacios cerrados, y que se curó cuando tuvo que pasar seis días dentro de una tienda en un saliente de medio metro de profundidad, en la ladera del Anna purna. Que no necesitaba muchas horas de sueño. Que a veces todavía le dolía el pie que se le había congelado. Que le gustaban los gatos y las aves de presa. Que siempre tenía las manos calientes, por mucho frío que hiciera. Que no había llorado desde la muerte de su madre, cuando tenía doce años, hasta el día que le dije que quería casarme con él. Que no le gustaba que los demás dejaran los tarros destapados y las tapas por ahí, ni los cajones abiertos. Que se duchaba al menos dos veces al día, y que se cortaba las uñas varias veces por semana. Que siempre llevaba pañuelos de papel en el bolsillo. Que podía inmovilizarme con una mano. Que casi nunca sonreía, ni reía. Cuando me despertaba lo encontraba a mi lado, contemplándome.

Dejaba que me fotografiara. Dejaba que me mirara en la bañera, en el váter, poniéndome el maquillaje. Dejaba que me atara. Al final tenía la impresión de que me habían vuelto del revés y dejado a la vista todo mi paisaje interno privado, todo lo que hasta entonces había sido únicamente mío. Creo que era muy feliz; pero, sí aquello era la felicidad, hasta entonces nunca había sido feliz.

* * *

El jueves, cuatro días después de que Adam me pidiera que me casara con él y tres días después de ir al juzgado de paz a presentar las amonestaciones, los formularios y las tasas, Clive me llamó a la oficina. No lo había visto ni había hablado con él desde el día de la bolera, el día que dejé a Jake. Estuvo educado y algo frío, pero me preguntó si Adam y yo queríamos ir a la fiesta de cumpleaños de Gail. Se celebraba el día siguiente, viernes, a las nueve; habría cena y baile.

Vacilé un poco.

– ¿Irá Jake?

– Sí, claro.

– ¿Y Pauline?

– Sí.

– ¿Saben que me has invitado?

– No te habría llamado sin comentárselo a ellos antes.

Inspiré hondo.

– Dame la dirección.

No creía que Adam quisiera ir, pero me llevé una sorpresa.

– Claro que sí. Para ti es importante -dijo con tono despreocupado.

Me puse el vestido que me había comprado Adam, de terciopelo marrón oscuro, con las mangas largas, el cuello escotado y la falda amplia y al bies. Era la primera vez que me arreglaba desde hacía varias semanas. Me di cuenta de que desde que vivía con Adam le prestaba muy poca atención a la ropa que me ponía y a mi aspecto. Estaba más delgada que antes, y pálida. Me hacía falta un corte de pelo, y tenía ojeras. Sin embargo, aquella noche, al mirarme en el espejo antes de salir, me encontré guapa, aunque diferente. O quizá estuviera enferma, o loca.