Al día siguiente, Adam estaba en la puerta, a punto de salir, cuando de pronto me acordé:
– El libro de Klaus -dije. Él frunció el entrecejo-. Me lo prometiste.
Adam no dijo nada, pero fue a un cuarto que no utilizábamos y lo oí rebuscar. Salió con un libro con la cubierta blanda, de color azul. Lo tiró sobre el sofá, a mi lado. Miré la cubierta: La cresta de los suspiros, Klaus Smith.
– Es una versión muy personal -dijo-. Nos vemos en el Pelican a las siete.
Y se marchó. Lo oí bajar la escalera. Fui a la ventana, como hacía siempre cuando Adam salía de casa, y lo vi aparecer y cruzar la acera. Se detuvo y miró hacia arriba. Le lancé un beso, y él sonrió y se alejó. Volví al sofá. Supongo que la idea que tenía era leer, preparar café, darme un baño; pero no me moví del sitio durante tres horas. Al principio me salté varias páginas, buscando su hermoso nombre hasta que lo encontré, y luego buscando las fotografías, que no encontré porque sólo saldrían en la versión definitiva del libro. Entonces volví al principio, a la primera página.
El libro estaba dedicado a los miembros de la expedición al Chungawat de 1997. Bajo la dedicatoria había una cita de un viejo libro de alpinismo de los años treinta: «Detengámonos un momento, nosotros que vivimos donde el aire es respirable y donde la mente se mantiene despejada, antes de juzgar a los hombres que se aventuran a entrar en ese paraíso, ese reino de espejos que es el techo del mundo».
Sonó el teléfono, y me quedé escuchando el silencio antes de colgar. A veces creía reconocer aquella respiración; tenía la impresión de que conocía a la persona que estaba al otro lado. Una vez dije «¿Jake?», para ver si había respuesta, algún cambio en el ritmo de la respiración. Pero en esta ocasión no me entretuve mucho, porque quería seguir leyendo La cresta de los suspiros.
El libro empezaba más de veinticinco millones de años atrás, cuando la cordillera del Himalaya («más joven que la selva brasileña») surgió por plegamiento debido a la deriva hacia el norte del subcontinente indio. Luego daba un salto en el tiempo hasta una catastrófica expedición británica al Chungawat, poco después de la Primera Guerra Mundial. El ataque a la cima se vio bruscamente interrumpido cuando un comandante del ejército británico resbaló y arrastró con él a tres compañeros; cayeron desde una altura de unos tres mil metros, de modo que, como observaba Klaus fríamente, pasaron del Nepal a la China.
Leí deprisa un par de capítulos en los que se describían las primeras expediciones al Chungawat, de los años cincuenta y sesenta; más adelante lo escalaron por diversas rutas y empleando diferentes métodos de alpinismo, considerados más puros, más difíciles o más bonitos. Aquello no me interesó mucho, salvo una cita de un «alpinista anónimo norteamericano de los años sesenta»: «Una montaña es como una mujer. Primero uno quiere acostarse con ella, luego quiere follar con ella de diferentes maneras, y luego pasa a otra. A principios de los años setenta, al Chungawat le habían hecho de todo, y ya no le interesaba a nadie».
Por lo visto, el Chungawat no presentaba desafíos técnicos suficientemente interesantes para los alpinistas de élite, pero era una montaña muy bonita; se habían escrito poemas sobre ella, y un libro de viajes, y eso fue lo que, a principios de los noventa, le dio la gran idea a Greg McLaughlin. Klaus describía una charla con Greg en un bar de Seattle, en la que éste le había hablado con entusiasmo de organizar viajes a más de ocho mil metros. Los clientes pagarían treinta mil dólares, y Greg y un par de expertos más los conducirían hasta la cima de una de las montañas más altas del Himalaya, desde donde podían contemplarse tres países. Greg creía que se iba a convertir en el Thomas Cook del Himalaya, y había hecho planes con ese fin. La idea era que cada guía tendiera una serie de cuerdas, fijadas a la superficie con pitones, a las que los escaladores irían atados mediante mosquetones. Las cuerdas los guiarían por una ruta segura de un campamento a otro. Cada guía sería el responsable de una de las cuerdas, que se distinguirían por su color, y todo se reduciría a asegurarse de que los clientes llevaban el material adecuado y de que iban bien atados a la cuerda. «El único peligro -le había explicado a Klaus -es morirse de aburrimiento.» Klaus y Greg eran viejos amigos, y éste le pidió que lo acompañara en la primera expedición y lo ayudara con la organización a cambio de un descuento. Klaus explicaba sin tapujos sus motivaciones. Tuvo sus dudas desde el principio, pues detestaba la idea de convertir el alpinismo en una actividad turística, y sin embargo aceptó porque nunca había estado en el Himalaya y quería ir.
Klaus también tenía prejuicios respecto a sus compañeros de viaje, entre los que había un agente de bolsa de Wall Street y una cirujana plástica californiana. Pero había una persona acerca de la que no tenía ninguna reserva. Cuando mencionaba a Adam por primera vez sentí una sacudida:
«La perla de la expedición era el segundo guía de Greg, Adam Tallis, un inglés taciturno, larguirucho y atractivo. Tallis, de treinta años, ya se había convertido en uno de los mejores alpinistas de la generación más joven. Y lo más importante para mi tranquilidad: tenía una gran experiencia en las cordilleras del Himalaya y el Karakorum. Adam, viejo amigo mío, no es muy dado a las charlas superfluas, pero evidentemente compartía mis dudas respecto al planteamiento de la expedición. La diferencia era que, si las cosas salían mal, los guías tendrían que arriesgar la vida.»
Volví a sentir una sacudida cuando Klaus describía cómo Adam había propuesto que su ex novia, Françoise Colet, que estaba deseando ir al Himalaya, ocupara el puesto de médico de la expedición. Greg se mostraba reacio, pero accedió a incluirla como cliente con un gran descuento.
Había demasiados detalles (para mí) sobre burocracia, patrocinadores, rivalidad con otros alpinistas, el tramo inicial en Nepal por las estribaciones… y entonces, como una revelación, la primera imagen del Chungawat con su destacada cresta Géminis, que descendía desde el paso que había justo debajo de la cima y que la divide en dos: una vertiente conduce a un precipicio (por el que habían caído el comandante inglés y sus compañeros) y la otra desciende suavemente por la ladera. Me parecía verlo mientras leía, me parecía experimentar la intensidad de la luz y cómo el aire se enrarecía. Al principio hubo elementos de buen humor, brindis y oraciones a los dioses del lugar. Klaus describía una escena de sexo en una de las tiendas, lo cual impresionó mucho a los sherpas, pero omitía discretamente los nombres de los implicados. Me pregunté si sería Adam el que se había metido en el saco de dormir con la chica, quienquiera que fuera (seguramente la cirujana plástica, Carrie Frank, pensé). Yo había llegado a la conclusión de que Adam se había acostado con todas las mujeres que se habían cruzado en su camino, casi por norma. Deborah, por ejemplo, la médica alpinista del Soho. Intuía, por su mirada, que había habido algo entre ellos dos.
A medida que la expedición ascendía por la montaña, estableciendo campamentos, el libro dejaba casi de ser un relato y se convertía en un sueño febril, una alucinación que yo compartía mediante la lectura. Los miembros del grupo sufrían dolor de cabeza, no podían comer, tenían retortijones en el estómago, incluso disentería. Se peleaban y discutían. A Greg McLaughlin lo distraían los asuntos administrativos; estaba dividido entre sus preocupaciones como guía y sus responsabilidades como operador turístico. A más de ocho mil metros, todo se reducía y se ralentizaba. Prácticamente no había escalada, pero hasta las pendientes más suaves exigían un esfuerzo físico enorme. Los miembros de mayor edad del grupo retrasaban a los demás, lo cual provocaba tensiones. Entretanto, a Greg lo atormentaba la necesidad de conseguir que todo el mundo llegara a la cima, de demostrar que aquella forma de turismo podía funcionar. Klaus afirmaba que Greg estaba obsesionado y que farfullaba incoherentemente sobre la necesidad de apresurarse, de llegar a la cima aprovechando el buen tiempo de finales de mayo, antes de que con el mes de junio llegaran las tormentas y el desastre. Entonces, en el último campamento antes de llegar a la cima, un día encapotado, Klaus oyó discutir a Greg, Adam y Claude Bresson. Aquel día el tiempo aguantó, y antes del amanecer el grupo empezó a ascender la cresta Géminis por una cuerda fija que habían preparado Greg y dos de los sherpas. Ya lo habían conseguido; como dijo el propio Greg, era tan sencillo que habrían podido hacerlo unos niños de párvulos. Las cuerdas fijas de Greg eran rojas; las de Claude, azules; las de Adam, amarillas. A cada cliente se le asignó un color, y se les indicó que siguieran la cuerda. Cuando ya habían superado la cresta y sólo les faltaban cincuenta metros (verticales) para alcanzar la cima, Klaus, que iba en la retaguardia con Claude, vio unas nubes amenazadoras que se aproximaban por el norte. Se lo comentó a Claude, que no le respondió. Analizándolo retrospectivamente, Klaus no sabía si Claude estaba decidido a llegar a la cima como fuera, si ya se encontraba enfermo o si, sencillamente, no lo había oído. Siguieron ascendiendo y, quizá media hora más tarde, el tiempo cambió y todo se volvió oscuro.