– Ah, muy conyugal -comenté-. Y yo ¿no tengo ni voz ni voto en todo esto?
– Vamos. Tenemos prisa.
– ¿Adónde vamos ahora?
– Ya te lo explicaré en el coche.
– ¿En qué coche?
Era como si viviera a base de trueques. El piso donde vivía era de un amigo suyo. El coche aparcado en la calle pertenecía a un compañero de expediciones. Todo su material estaba repartido por los desvanes de varios colegas. Yo no entendía cómo podía saber dónde tenía las cosas. Cuando necesitaba trabajo, corría la voz. Siempre había alguien dispuesto a hacerle un favor para agradecerle algo que Adam había hecho en tal o cual montaña. Había evitado que a alguien se le congelara un pie, había guiado a los demás por un tramo difícil, había impuesto su serenidad en un momento de tensión, había sabido actuar durante una tormenta, había salvado una vida.
Yo intentaba no verlo como un héroe. No quería estar casada con un héroe. Esa idea me asustaba, me excitaba y marcaba una sutil y erótica distancia entre nosotros. Sabía que lo miraba de otra forma después de leer el libro. Su cuerpo, que hasta veinticuatro horas atrás era para mí únicamente el cuerpo que me proporcionaba placer, se había convertido en el cuerpo capaz de soportar lo que nadie más podía soportar. Su belleza, que me había seducido, adquiría ahora connotaciones milagrosas. Había escalado con un frío de mil demonios, con un aire irrespirable, azotado por el viento y el dolor, y sin embargo no parecía afectado por ello. Ahora que lo sabía, veía aquella carga de valor temerario y sereno en todo lo que Adam hacía.
Cuando me miraba con aire pensativo, o cuando me tocaba, yo no podía evitar pensar que era el objeto de deseo que él tenía que conquistar y por el que tenía que arriesgarse. Y quería que me conquistara. Quería que me atacara y me venciera. Me gustaba que me hiciera daño, y me gustaba defenderme para luego rendirme. Pero ¿y después, cuando ya me hubiera dominado y exhibido como trofeo? ¿Qué sería de mí entonces? Mientras caminábamos por la nieve medio derretida hacia el coche prestado, a sólo seis días de nuestra boda, me preguntaba cómo podría vivir sin la obsesión de Adam.
– Es éste.
Era un Rover negro muy viejo, con asientos de cuero mullidos y un precioso salpicadero de nogal. Olía a tabaco. Adam me abrió la puerta, y luego se sentó al volante como si el coche fuera suyo. Puso el motor en marcha y se sumergió en el tráfico del sábado por la mañana.
– ¿Adónde vamos?
– Cerca de Sheffield, en Peak District.
– ¿Qué es esto? ¿Un viaje sorpresa?
– Vamos a ver a mi padre.
La casa era impresionante, aunque un tanto lóbrega, y se erigía en un terreno llano, expuesta a los vientos por los cuatro costados. Supongo que era bonita en su originalidad, pero aquel día yo no necesitaba austeridad, sino comodidad. Adam aparcó a un lado de la casa, junto a unos destartalados cobertizos. Unos enormes y livianos copos de nieve caían lentamente del cielo. Me imaginé que en cualquier momento saldría un perro corriendo y ladrándonos, o que un criado anticuado nos recibiría en la puerta. Pero nadie nos saludó, y tuve la inquietante sensación de que allí no había nadie.
– ¿Sabía tu padre que íbamos a venir? -pregunté.
– No.
– ¿Sabe lo nuestro, Adam?
– No. Por eso hemos venido.
Fue hacia la puerta de la casa, llamó y luego la abrió.
Dentro hacía mucho frío y estaba muy oscuro. El recibidor era un cuadrado frío con suelo de madera, y con un reloj de pie en un rincón. Adam me cogió por el codo y me condujo a un salón lleno de butacas y sofás viejos. Al fondo de la habitación había una enorme chimenea, pero daba la impresión de que hacía años que no se utilizaba. Me ceñí el abrigo. Adam se quitó la bufanda y me la puso al cuello.
– No nos quedaremos mucho rato, cariño -me tranquilizó.
La cocina, con sus frías baldosas y sus revestimientos de madera, también estaba vacía, aunque en la mesa había un plato con migas y un cuchillo. El comedor ofrecía el aspecto de esas habitaciones que sólo se utilizan una vez al año. En la mesa, redonda y brillante, había velas nuevas, y también en el austero aparador de caoba.
– ¿Te criaste en esta casa? -pregunté, porque no podía imaginarme que alguna vez hubiera habido niños jugando por allí.
Adam asintió con la cabeza y señaló una fotografía en blanco y negro que había en la repisa de la chimenea. Un hombre vestido de uniforme, una mujer y, entre ellos, un niño posando delante de la casa. Los tres tenían un aire muy serio y formal. Los padres parecían mayores de lo que yo me había imaginado.
– ¿Eres tú? -Cogí la fotografía y la acerqué a la luz para verla mejor. Adam debía de contar unos nueve años; tenía el cabello oscuro y el entrecejo fruncido. La madre apoyaba las manos en sus hombros-. Estás igual, Adam. Te habría reconocido en cualquier sitio. Qué guapa era tu madre.
– Sí, era muy guapa.
Arriba, en las habitaciones, todas las camas eran individuales y estaban hechas, y en las repisas de todas las ventanas había ramos de flores secas.
– ¿Cuál era tu habitación? -le pregunté a Adam.
– Ésta.
Eché un vistazo a las blancas paredes, el edredón amarillo, el armario vacío, el insulso cuadro de un paisaje, el pequeño espejo.
– Pero si aquí no hay rastro de ti -observé. Adam parecía cada vez más impaciente-. ¿Cuándo te marchaste?
– ¿Definitivamente? Creo que a los quince, pero cuando tenía seis años me enviaron a un internado.
– ¿Adónde fuiste cuando tenías quince años?
– Estuve en varios sitios.
Yo estaba empezando a entender que las preguntas directas no eran un buen método para obtener información de Adam.
Entramos en otra habitación, la de su madre. Había un retrato suyo colgado en la pared y, junto a las flores secas, unos guantes de seda doblados, lo cual me pareció un detalle extraño.
– ¿La quería mucho tu padre? -pregunté.
Adam me miró de forma extraña y contestó:
– No, creo que no. Mira, ahí está.
Me acerqué a la ventana. Un hombre muy mayor cruzaba el jardín en dirección a la casa. Tenía el blanco cabello y los hombros salpicados de nieve. No llevaba abrigo. Era tan delgado que casi parecía transparente, pero caminaba bastante erguido. Aferraba un bastón, pero lo utilizaba para ahuyentar a las ardillas que trepaban por las viejas hayas.
– ¿Cuántos años tiene tu padre, Adam? -pregunté.
– Unos ochenta. Yo nací cuando mis padres ya no esperaban tener más hijos. La menor de mis hermanas tenía dieciséis años.
El padre de Adam (me dijo que lo llamara coronel Tallis) me pareció asombrosamente anciano. Tenía la piel blanca y apergaminada, y manchas de vejez en las manos. Los ojos eran azules, como los de Adam, pero un tanto turbios. Estaba delgadísimo, y los pantalones le hacían unas bolsas enormes. No pareció muy sorprendido de vernos.
– Te presento a Alice -le dijo Adam-. Me caso con ella el viernes que viene.
– Buenas tardes, Alice -dijo el coronel-. Conque rubia, ¿eh? Así que te vas a casar con mi hijo. -Me miró con un aire casi rencoroso. Luego miró a Adam y dijo-. En ese caso, sírveme un whisky.
Adam salió de la habitación. Yo no sabía de qué hablar con aquel anciano, y él no mostraba excesivo interés en hablar conmigo.
– Ayer maté tres ardillas -declaró de pronto, tras un largo silencio-. Con trampas, ¿sabes?
– Ah.
– Sí, las alimañas. Pero siguen viniendo. Como los conejos. Maté seis.
Adam regresó con tres vasos de whisky. Le dio uno a su padre y otro a mí.
– Bébetelo y nos iremos -me dijo.
Bebí. No sabía qué hora era, pero fuera empezaba a oscurecer. No sabía qué hacíamos allí, y quizá habría preferido no haber ido, aunque ahora tenía una nueva y vivida imagen de Adam cuando era niño: solitario, con unos padres ancianos, huérfano de madre a los doce años, viviendo en una casa enorme y fría. ¿Cómo debía de sentirse, creciendo solo con aquel padre? El whisky me quemaba la garganta y me calentaba el pecho. Estaba en ayunas, y evidentemente allí no iba a comer nada. Me di cuenta de que ni siquiera me había quitado el abrigo. Pero ahora ya no tenía mucho sentido hacerlo.