El coronel Tallis también se bebió su whisky, sentado en el sofá y sin decir nada. De repente echó la cabeza hacia atrás, separó ligeramente los labios, y emitió un potente ronquido. Le quité el vaso vacío de la mano y lo dejé en la mesita que había junto al sofá.
– Ven aquí -dijo Adam-. Ven conmigo.
Subimos otra vez por la escalera y entramos en un dormitorio. El antiguo dormitorio de Adam. Cerró la puerta y me tumbó en la estrecha cama. La cabeza me daba vueltas.
– Tú eres mi hogar -dijo con vehemencia-. ¿Lo entiendes? Mi único hogar. No te muevas. No te muevas ni un centímetro.
Cuando volvimos a bajar, el coronel se despertó un momento.
– ¿Ya os vais? -nos preguntó. Y agregó-: Volved cuando queráis.
– Sírvete un poco más de pastel de carne, Adam.
– No, gracias.
– O un poco de ensalada. Come un poco de ensalada, por favor. Ya sé que he hecho demasiada. Nunca acierto la cantidad. Pero para eso están los congeladores.
– No, gracias, de verdad.
Mi madre estaba colorada por los nervios, y muy parlanchina. Mi padre, taciturno como siempre, apenas había abierto la boca. Sentado a la cabecera de la mesa, comía a su aire.
– ¿Vino?
– No, gracias.
– A Alice, cuando era pequeña, le encantaba mi pastel de carne, ¿verdad, cariño?
La consumían los nervios. Le sonreí, pero no se me ocurrió nada que decir, porque yo, contrariamente a lo que le ocurre a ella, me quedo muda cuando estoy nerviosa.
– Ah, ¿sí? -De pronto, inesperadamente, el rostro de Adam se iluminó-. ¿Qué otras cosas le gustaban?
– Los merengues. -El rostro de mi madre se relajó, por el alivio que suponía haber encontrado un tema de conversación-. Y el cerdo asado, sobre todo la piel crujiente. Y mi pastel de moras y manzana. La tarta de plátano. Era muy flacucha, pero no te imaginas lo que podía llegar a comer.
– Es verdad -confirmé.
Adam me puso una mano sobre la rodilla. Noté que me ruborizaba. Mi padre tosió solemnemente y abrió la boca para decir algo. Adam deslizó la mano por debajo del dobladillo de mi falda y me acarició el muslo.
– Parece una decisión un tanto precipitada -declaró mi padre.
– Sí -coincidió rápidamente mi madre-. Estamos muy contentos, por descontado, y estoy segura de que Alice será feliz, y de todos modos es su vida, y puede hacer con ella lo que quiera, pero ¿por qué tanta prisa? Si estáis seguros el uno del otro, ¿por qué no esperar un poco, y entonces…?
Adam subió un poco más la mano, hasta tocarme el pubis con el pulgar. Yo me quedé inmóvil, con el corazón latiéndome violentamente.
– Nos casamos el viernes -dijo-. Es precipitado porque el amor es precipitado. -Miró a mi madre con una dulce sonrisa en los labios-. Ya sé que no es fácil acostumbrarse.
– ¿Y no queréis que vayamos a la ceremonia? -dijo mi madre, con voz tensa.
– No es que no queramos que vengáis, mamá, pero…
– Dos testigos de la calle -dijo Adam fríamente-. Dos desconocidos; de ese modo todo quedará entre Alice y yo. Eso es lo que queremos. -Me miró a los ojos, y tuve la sensación de que me estaba desnudando delante de mis padres-. ¿No es así?
– Sí -contesté-. Así es, mamá.
En mi antiguo dormitorio, museo de mi infancia, Adam examinaba cada objeto como si fuera una pista. Mis diplomas de natación. Mi viejo osito de peluche, al que le faltaba una oreja. Mis viejos elepés. Mi raqueta de tenis, que seguía en un rincón de la habitación, junto a la papelera de mimbre que había hecho en el colegio. Mi colección de conchas. Mi muñeca de porcelana, regalo de mi abuela cuando tenía seis años. Un joyero con forro de seda rosa, donde sólo había un collar de cuentas. Pegó la cara contra mi viejo albornoz, que seguía colgado en la puerta. Desenrolló una fotografía escolar de 1977, y me localizó rápidamente, sonriendo con aire inseguro en la segunda hilera. Encontró la fotografía en que aparecíamos mi hermano y yo, con quince y catorce años respectivamente, y la examinó con gran atención, frunciendo el entrecejo, mirándome a mí y luego otra vez la fotografía. Lo tocó todo, pasó los dedos por todas las superficies. Pasó los dedos por mi cara, explorando cada defecto y cada imperfección.
Paseamos por el río, caminando sobre el barro helado; nuestras manos se rozaban, y unas corrientes eléctricas me recorrían la columna, mientras el viento me azotaba la cara. Nos paramos los dos a la vez, y nos quedamos contemplando el agua marrón que fluía lentamente, llena de burbujas que destellaban, fragmentos de escombros y repentinos remolinos.
– Ahora eres mía -dijo-. Eres mi amor.
– Sí -dije yo-. Sí, soy tuya.
El domingo por la noche, cuando llegamos al apartamento, tarde y soñolientos, pisé algo en la estera al cruzar la puerta. Era un sobre marrón sin nombre ni dirección. «Apartamento 3», rezaba. Nuestro apartamento. Lo abrí y extraje una hoja de papel. El mensaje estaba escrito con rotulador negro:
SÉ DÓNDE VIVES
Le di la hoja a Adam. Él la miró e hizo una mueca de desprecio.
– Se ha cansado de llamar por teléfono -comenté.
Ya me había acostumbrado a aquellas silenciosas llamadas, que se repetían día y noche. Pero aquello parecía diferente.
– Alguien ha venido hasta nuestra puerta -dije-. Alguien ha deslizado ese sobre por debajo de nuestra puerta.
Adam no parecía impresionado.
– Los agentes inmobiliarios también lo hacen, ¿no?
– ¿No crees que deberíamos llamar a la policía? Es absurdo que no hagamos nada.
– ¿Y qué vamos a decirles? ¿Que alguien sabe dónde vivimos?
– Supongo que se refiere a ti.
– Eso espero -dijo Adam adoptando una expresión seria.
QUINCE
Me tomé la semana libre. «Para preparar la boda», le dije a Mike sin precisar más, aunque no había nada que preparar, íbamos a casarnos por la mañana, en un ayuntamiento que parecía el palacio presidencial de un dictador estalinista. Yo me pondría el vestido de terciopelo que me había comprado Adam («sin nada debajo», me había ordenado), y pediríamos a dos desconocidos que pasaran por la calle que hicieran de testigos en la ceremonia. Por la tarde nos iríamos a Lake District. Adam dijo que quería llevarme a un sitio. Luego volveríamos a casa, y yo iría a trabajar. Tal vez.
– Te mereces unas vacaciones -dijo Mike con entusiasmo-. Últimamente has trabajado mucho.
Lo miré, sorprendida. La verdad es que no había pegado golpe.
– Sí -mentí-, necesito descansar.
Tenía que hacer unas cuantas cosas antes del viernes. La primera hacía tiempo que la estaba aplazando.
Había quedado con Jake en que él estaría allí el martes por la mañana, cuando yo fuera a recoger el resto de mis cosas con una furgoneta alquilada. No es que me interesara mucho recuperarlas, pero tampoco quería que se quedaran en nuestro antiguo piso, como si un día tuviera que regresar a aquella vida, volver a ponerme aquella ropa.
Jake me preparó una taza de café, pero se quedó en la cocina, inclinado con ostentación sobre una carpeta llena de papeles del trabajo, aunque estoy convencida de que no leyó ni una sola línea. Aquella mañana se había afeitado y se había puesto una camisa azul que yo le había regalado. Miré hacia otro lado, intentando no ver su rostro cansado, inteligente y conocido. ¿Cómo se me había ocurrido pensar que quizá fuera él quien hacía aquellas llamadas y enviaba aquellas notas anónimas? Todas mis descabelladas ideas se extinguieron, y me sentí sencillamente aburrida y un poco triste.