Había visto a mi jefe, Mike, sucesivamente perplejo, furioso, frustrado y desconcertado por culpa de nuestros escasos progresos con el Drakloop IV, el DIU de Drakon Pharmaceutical Company que, si algún día conseguía salir del laboratorio, iba a revolucionar el mundo de los anticonceptivos intrauterinos. Me habían incorporado al proyecto seis meses atrás, pero gradualmente me había visto absorbida por el atolladero burocrático de planes de presupuesto, objetivos de marketing, déficit, ensayos clínicos, requisitos, reuniones de departamento, reuniones regionales, reuniones sobre reuniones, y toda la increíble jerarquía del proceso de toma de decisiones. Casi no me acordaba de que era una investigadora científica que trabajaba en un proyecto relacionado con la fertilidad femenina. Había aceptado aquel trabajo porque la idea de crear un producto y venderlo me pareció como unas vacaciones comparada con el resto de mi vida.
Aquel jueves por la mañana Mike estaba huraño, y me di cuenta de que aquel malhumor era peligroso. Mi jefe era como una mina oxidada de la Segunda Guerra Mundial que aparece en una playa: parecía inofensivo, pero la persona que tocara en el sitio equivocado podía saltar por los aires. Y aquel día esa persona no iba a ser yo.
La gente fue entrando en la sala de reuniones. Yo ya me había sentado de espaldas a la puerta, para poder mirar por la ventana. Las oficinas se encontraban al sur del Támesis, en un laberinto de estrechas callejuelas con nombres de especias y de los lejanos países de donde procedían. En la parte de atrás del edificio, en una zona que siempre estaban a punto de derribar y urbanizar, había una planta de reciclaje: un vertedero de basura. En uno de los extremos, una montaña gigantesca de botellas emitía destellos mágicos en los días soleados; incluso en un día espantoso como aquél, cabía la posibilidad de que apareciera la excavadora y amontonara más botellas formando una pila aún mayor. Esa imagen era más interesante que cualquier cosa que pudiera pasar dentro de la Sala de Reuniones C. Miré alrededor. Había tres individuos, un tanto nerviosos, que habían acudido del laboratorio de Northbridge expresamente para la reunión, y a quienes se veía enfadados por el desplazamiento. También estaban Philip Ingalls, de la planta de arriba; Claudia, mi ayudante, y Fiona, la secretaria de Mike. Faltaban varias personas. Mike fruncía el entrecejo y se tiraba con furia de los lóbulos de las orejas. Miré por la ventana. Geniaclass="underline" la excavadora se acercaba a la montaña de botellas. Eso me hizo sentir mejor.
– ¿Dónde está Giovanna? -preguntó Mike.
– No podía venir -contestó uno de los investigadores, que creo que se llamaba Neil -. Me pidió que la sustituyera.
Mike se encogió de hombros con un gesto de aceptación que no presagiaba nada bueno. Me enderecé un poco más, adopté una expresión atenta y cogí el bolígrafo con optimismo. La reunión empezó con alusiones a la anterior y a varios asuntos de rutina. Hice unos garabatos en mi bloc e intenté dibujar a Neil, que tenía cara de sabueso con ojos tristes. Volví a mirar por la ventana y vi la excavadora, en esos momentos en plena faena. Por desgracia, no podía oír el ruido de los cristales rotos, pero de todos modos la visión resultaba gratificante. Hice un esfuerzo y volví a concentrarme en la reunión, cuando Mike preguntó qué planes había para el mes de febrero. Neil empezó diciendo algo sobre las hemorragias anovulatorias, y de pronto me irritó que un científico varón hablara con un director varón sobre tecnología para el cuerpo femenino. Inspiré hondo, dispuesta a hablar, pero lo pensé mejor y volví a dirigir la mirada hacia la planta de reciclaje. La excavadora ya había terminado su trabajo y se estaba retirando. Me pregunté cómo podía haber gente que se dedicara a conducir máquinas como aquélla.
– Y tú…
De pronto me di cuenta de dónde me encontraba, como si me hubieran despertado bruscamente. Mike había dirigido su atención hacia mí, y todos los demás me miraron para evaluar los daños inminentes.
– Tienes que poner orden, Alice. En este departamento hay mucho descontrol.
No pensaba tomarme la molestia de discutir con él.
– Sí, Mike -dije con dulzura. Pero le guiñé un ojo, para que se enterara de que no me dejaba intimidar, y vi que se ruborizaba.
– ¿Y podría alguien encargarse de que arreglen esa maldita luz? -exclamó Mike.
Miré hacia arriba. Había un parpadeo casi imperceptible en uno de los tubos fluorescentes. En cuanto uno se fijaba en él, era como tener a alguien rascando dentro de la cabeza. Ras, ras, ras.
– Yo lo haré -dije-. Es decir, haré que alguien lo arregle.
Estaba redactando el borrador de un informe que Mike tenía que enviar a Pittsburgh a final de mes, lo cual me dejaba mucho tiempo, así que pude pasar el resto del día sin pegar golpe. Dediqué media hora a mirar dos catálogos de venta de ropa por correo que había recibido. Doblé la esquina de la página donde aparecían unos bonitos botines, una camisa larga de terciopelo, descrita como «esencial», y una falda corta de raso de color gris perla. En total, eso significaría que mi deuda aumentaría en 137 libras. Después de comer con una agente de prensa (una mujer muy agradable, con la cara pequeña y pálida, dominada por unas gafas estrechas, rectangulares y con montura negra), me encerré en mi despacho y me puse los auriculares.
– Je suis dans la salle de bain -dijo una voz excesivamente entusiasta en mi oído.
– Je suis dans la salle de bain -repetí, obediente.
– Je suis en haut!
¿Qué significaba «en haut»? No me acordaba.
– Je suis en haut -dije de todos modos.
Sonó el teléfono, y me quité los auriculares. Salí del mundo de sol resplandeciente, campos de espliego y cafeterías con terraza, y volví a la zona portuaria londinense en el mes de enero. Era Julie, que tenía un problema en el piso. Le propuse que nos viéramos para tomar algo después del trabajo. Como ella ya había quedado con dos amigos más, llamé a Jake al móvil para que se reuniera con nosotras en el Vine. Pero no pudo ser, porque Jake estaba fuera de la ciudad. Había ido a ver las obras de un túnel que atravesaba un terreno precioso y sagrado según varias religiones. Yo casi había terminado en la oficina.
Cuando llegué, Julie y Sylvie ya estaban allí, en una mesa situada en un rincón, con Clive. Una parra trepaba por la pared que había tras ellos. En el Vine, la decoración hacía honor al nombre del local.
– Tienes muy mal aspecto -comentó Sylvie-. ¿Resaca?
– No estoy segura -respondí con cautela-. Pero de todos modos no me vendrá mal un remedio para la resaca. Pediré otro para ti.
Clive estaba hablando de una mujer a la que había conocido la noche anterior en una fiesta.
– Es muy interesante -dijo-. Es fisioterapeuta. Le hablé de los problemas que tengo en el codo, no sé si os lo he contado…
– Sí, nos lo has contado.
– Pues ella me lo agarró no sé cómo, y de pronto lo noté mucho mejor. ¿Verdad que es increíble?
– ¿Cómo es?
– ¿A qué te refieres?
– ¿Cómo es? -insistí.
Llegaron las bebidas. Clive bebió un sorbo y dijo:
– Es muy alta. Más alta que tú. Tiene el cabello castaño, largo hasta los hombros. Es guapa, de piel morena, y tiene unos ojos azules increíbles.
– No me extraña que se te curara el codo. ¿La invitaste a salir?
Clive puso cara de indignación, pero su expresión resultaba un tanto sospechosa. Se aflojó el nudo de la corbata y dijo: