Lo abrí allí mismo, en la portería, descalza sobre el felpudo. El papel era el mismo de siempre, y también la letra, aunque un poco más pequeña porque el mensaje era más largo:
Felicidades por la boda, señora Tallis.
Tenga cuidado.
P. D.: ¿Por qué no le lleva un té a la cama a su marido?
Me llevé la nota arriba y se la enseñé a Adam, que estaba en la cama. Él la leyó con expresión sombría.
– Nuestro corresponsal no sabe que he conservado mi apellido -dije intentando adoptar un tono desenfadado.
– En cambio sabe que estoy en la cama -observó Adam.
– ¿Qué significa eso del té?
Fui a la cocina y abrí el armario. Sólo había dos paquetes de bolsas de té: uno de Kenya para Adam, y otro más exótico, Lapsang Souchong, para mí. Los puse en la encimera para examinarlos, pero no les encontré nada raro. Vi que Adam se había levantado y estaba detrás de mí.
– ¿Por qué querrá que te lleve el té a la cama, Adam? ¿Tendrá algo que ver con la cama? ¿O con el azúcar?
Adam abrió la nevera. Había dos botellas de leche en la puerta, una empezada y la otra por abrir. Sacó las dos. Abrí el armario que había debajo del fregadero y cogí un gran cuenco de plástico rojo. Le quité las botellas de las manos a Adam.
– ¿Qué haces? -me preguntó.
Vacié la primera botella en el cuenco.
– Yo creo que es leche -dije. Abrí la otra botella y empecé a verterla también.
– Y esto… ¡Madre mía!
En la leche había unas manchas oscuras, que enseguida asomaron a la superficie del líquido. Insectos, moscas, arañas. Estaba lleno. Con mucho cuidado puse la botella boca abajo en el fregadero y la vacié en el desagüe. Tuve que concentrarme mucho para no vomitar. Al principio me asusté, pero luego me puse furiosa.
– Alguien ha estado aquí -grité-. Ha entrado en el apartamento.
– ¿Hmm? -dijo Adam, distraído, como si hubiera estado reflexionando sobre otra cosa.
– Alguien ha forzado la puerta.
– No, no lo creo. La leche la dejan junto a la puerta. Nos han dado el cambiazo.
– ¿Qué podemos hacer? -pregunté.
– Señora Tallis -dijo Adam, pensativo-. El sobre iba dirigido a ti. ¿Quieres llamar a la policía?
– No -dije en voz alta-. Todavía no.
Lo abordé cuando salía por la puerta de la calle, con el maletín en la mano.
– ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué?
Él se apartó de mí, como si yo fuera una atracadora.
– Pero ¿qué demonios…?
– No me vengas con cuentos, Jake. Sé perfectamente que has sido tú. Llevo mucho tiempo intentando convencerme de que era otra persona, pero ahora sé que has sido tú. ¿Quién más sabe que me dan miedo los insectos?
– Alice. -Intentó ponerme una mano encima del hombro, pero no me dejé-. Tranquilízate. Te está mirando la gente.
– Quiero que me digas por qué metiste arañas en mi leche, maldita sea. ¿Para vengarte de mí? Vamos, dímelo. ¿Qué más has pensado hacerme? ¿Quieres que me vuelva loca poco a poco?
Jake me miró, y aquella mirada glacial me hizo sentir enferma.
– Ya que me lo preguntas -dijo-, creo que ya estás loca.
Dio media vuelta y echó a andar por la calle con paso decidido, alejándose de mí.
Adam no mostraba ningún interés, pero yo, cada vez que pasaba por un quiosco, me paraba a mirar si ya habían publicado el artículo del Participant. Apareció el sábado siguiente. Lo vi enseguida: había una fotografía pequeña de una montaña en la primera página: «Alpinismo sociaclass="underline" montañas y dinero. Sección 2». Separé rápidamente el suplemento para ver qué había escrito Joanna. El artículo ocupaba varias páginas, de modo que no podía leerlo allí mismo. Compré el periódico y me lo llevé a casa.
Adam ya se había marchado, y por una vez me alegré. Me preparé café. Quería ponerme cómoda y dedicarle a aquello todo el tiempo que merecía. La portada del suplemento del Participant consistía en una sublime fotografía del Chungawat iluminado por el sol, destacado contra un cielo azul. Debajo había un pie de foto, que simulaba un anuncio: «Se alquila pico del Himalaya, 30.000 £. No se requiere experiencia». Una vez más, quedé fascinada por la belleza solitaria de aquella montaña. ¿Cómo era posible que Adam hubiera estado en esa cima? Bueno, no exactamente en la cima. Abrí el suplemento. Cuatro páginas. Había varias fotografías de Greg, Klaus y Françoise (muy guapa, con unas gruesas botas; sentí celos de ella). También salían otros dos alpinistas que habían muerto. Y Adam, por supuesto, pero ahora ya me había acostumbrado a ver fotografías suyas publicadas. También había un mapa y varios esquemas. Bebí un sorbo de café y empecé a leer.
En realidad, al principio no leía; me limitaba a recorrer el texto con la mirada, comprobando qué nombres se mencionaban y con qué frecuencia. Adam aparecía sobre todo al final. Leí esa parte, para ver si decía algo sorprendente que yo no supiera. Pero no, no había nada nuevo. Más tranquila, volví al principio del texto y empecé a leer poniendo mucha atención. Joanna contaba la historia que yo ya conocía a través del libro de Klaus, pero desde otro punto de vista. La versión que ofrecía Klaus de la tragedia del Chungawat incluía sus propios sentimientos de emoción, fracaso, admiración, desilusión y temor, y eso complicaba el relato. Yo lo respetaba porque Klaus admitía la confusión que había sentido allí arriba, mientras otras personas morían a su alrededor, y su incapacidad para reaccionar como le habría gustado.
Joanna lo entendía como una fábula sobre los efectos corruptores del dinero y sobre el culto al heroísmo. Por una parte había personajes heroicos que necesitaban dinero; por otra, había gente rica que quería escalar picos difíciles, o, mejor dicho, que querían alardear de haber escalado picos difíciles, ya que era discutible si, estrictamente hablando, los habían escalado o no. Nada de todo aquello era nuevo para mí. La víctima trágica de la historia era, por supuesto, Greg, con quien Joanna no había logrado hablar. Tras iniciar el artículo con los terribles sucesos del Chungawat, que todavía me hacían estremecer por muy melodramáticamente que los describiera, Joanna hablaba de la carrera de Greg. Sus hazañas eran sorprendentes. No se trataba simplemente de los picos que había escalado (el Everest, el K2, el McKinley, el Annapurna), sino de las condiciones en que los había escalado: en invierno, sin oxígeno, atacando la cima con el mínimo material.
Era evidente que Joanna se había documentado muy bien. En los años ochenta Greg había sido un místico del alpinismo. Un pico importante era un privilegio que había que ganarse mediante años de aprendizaje. A principios de los años noventa, por lo visto, se había convertido: «Antes era un elitista del alpinismo -había afirmado en una ocasión -. Ahora soy un demócrata. El alpinismo es un deporte fabuloso, y quiero que todo el mundo tenga acceso a él». Todo el mundo, aclaraba Joanna secamente, que pudiera desembolsar 50.000 dólares. Greg había conocido a un empresario llamado Paul Molinson, y juntos habían montado su empresa, Peak Experiences. Durante tres años se dedicaron a llevar a médicos, abogados, especuladores y herederas a las cimas de montañas que, hasta ese momento, sólo habían estado al alcance de un grupo selecto de expertos alpinistas.
Joanna se centraba en uno de los miembros de la expedición al Chungawat que había muerto en el accidente, Alexis Hartounian, un agente de bolsa de Wall Street. Citaba, sin dar su nombre, a un alpinista que había comentado con desdén: «Ese hombre hizo algunas de las más arriesgadas escaladas del mundo. No era alpinista ni nada que se le parezca, y sin embargo se jactaba de haber subido al Everest como si fuera una parada de autobús. Pues bien, al final lo pagó».