El relato que hacía Joanna de lo ocurrido en la montaña no era más que una versión resumida de la narración de Klaus, acompañada de un diagrama que mostraba la situación de la cuerda fija, en el lado oeste de la cresta. Describía una situación caótica, con alpinistas inexpertos, gente enferma, y una persona que no hablaba ni una sola palabra de inglés. Citaba a anónimos profesionales del alpinismo que afirmaban que a más de ocho mil metros las condiciones eran demasiado extremas para alpinistas que no supieran valerse por sí mismos. No se trataba sólo de que se estuvieran jugando la vida, sino que también ponían en peligro la de los demás. Klaus le había dicho que en parte estaba de acuerdo con eso, pero un par de personas consultadas, de las que no daba los nombres, iban más allá. Un pico como el Chungawat exigía una entrega y una concentración absolutas, sobre todo con mal tiempo. Insinuaban que Greg estaba tan ocupado con las complicaciones del negocio y con las necesidades especiales de sus clientes no cualificados, que eso había afectado a su criterio y, peor aún, a su comportamiento. «Cuando uno gasta toda su energía en lo que no debe -comentaba una de esas personas -, las cosas salen mal en el momento más inoportuno: las cuerdas fijas se sueltan, y la gente se equivoca de camino.»
Era una historia cínica sobre la corrupción y la desilusión, y Adam aparecía hacia el final como símbolo del idealismo perdido. Todo el mundo sabía que se había mostrado crítico respecto a la expedición, e incluso respecto a su participación en ella, pero a la hora de la verdad fue él quien subió y bajó varias veces la montaña para salvar a unas personas que estaban indefensas. Joanna había hablado con un par de supervivientes, quienes afirmaban que le debían la vida a Adam. Como era lógico, Adam todavía parecía más seductor por su negativa a culpar a nadie y, más aún, a hacer cualquier tipo de comentario. A ello se añadía la nota trágica de que su propia novia se contara entre las víctimas. Adam no le había hablado mucho de ese aspecto de la tragedia, pero otro miembro de la expedición le había contado que Adam salió una y otra vez en su busca hasta que se desplomó inconsciente en la tienda.
Cuando Adam volvió a casa, no mostró ningún interés por el artículo. Se limitó a echarle un vistazo a la portada y decir: «Qué cono sabrá ésa». Más tarde, en la cama, le leí las críticas que hacían de Greg.
– ¿Qué opinas de eso, cariño? -le pregunté.
Adam me arrebató el periódico y lo tiró al suelo.
– Creo que son chorradas -respondió.
– ¿Te refieres a que es una descripción inexacta de lo que pasó?
– Se me olvidaba -dijo riendo-. Eres investigadora científica. A ti te interesa la verdad -añadió con tono burlón.
Era como estar casada con Lawrence de Arabia o con el capitán Scott. En los días siguientes, todas las personas que conocía encontraron un motivo u otro para llamarme por teléfono. Personas que habían criticado la indecorosa precipitación con que me había casado, de pronto lo entendían. Hasta mi padre me llamó, y charló conmigo de nada en particular; al cabo de un rato mencionó de pasada que había leído el artículo, y me propuso que fuéramos a verlos pronto. El lunes por la mañana, en la oficina, todo el mundo parecía tener algún asunto urgente que comentar conmigo. Mike entró en mi despacho con su café y me entregó un documento sin importancia.
– En realidad, la vida nunca nos pone a prueba, ¿no crees? -comentó con aire pensativo-. O sea, que nunca nos conocemos de verdad a nosotros mismos, porque no sabemos cómo reaccionaríamos en una situación crítica. Debe de ser maravilloso para tu… eh… tu marido haber vivido una catástrofe y haber salido como salió.
– ¿Qué quieres decir con «mi… eh… marido», Mike? Es mi marido. Si quieres puedo enseñarte el documento que lo acredita.
– No quería decir nada, Alice. Lo que pasa es que lleva tiempo acostumbrarse. ¿Cuánto hace que lo conoces?
– Un par de meses, más o menos.
– Increíble. He de confesarte que, cuando me enteré, creí que te habías vuelto majara. No podía creer que me estuvieran hablando de la misma Alice Loudon. Ahora veo que todos nos equivocábamos.
– ¿Todos?
– Me refiero al personal de la oficina.
Estaba perpleja.
– ¿Todos creíais que me había vuelto loca?
– Compréndelo, nos sorprendiste por completo. Pero ahora me doy cuenta de que tú tenías razón y nosotros estábamos equivocados. Es igual que en el artículo: se trata de la capacidad para pensar con claridad cuando uno está sometido a presión. Tu marido tiene esa capacidad. -Mike había estado contemplando su taza de café, mirando por la ventana, a todas partes menos a mí. Ahora se volvió y me miró a los ojos-. Y tú también.
Intenté contener la risa ante aquel cumplido, si es que lo era.
– Muchas gracias, caballero. Y, ahora, déjame trabajar.
El martes tenía la impresión de que había hablado con todo el mundo que tenía mi número de teléfono en la agenda, excepto con Jake. Aun así, me llevé una sorpresa cuando Claudia me dijo que una tal Joanna Noble quería hablar conmigo. Y sí, quería hablar conmigo; no me había llamado para ponerse en contacto con Adam. Además tenía que decirme algo importante y quería verme. Aquel mismo día, a ser posible. Estaba dispuesta a ir a donde yo le dijera, de inmediato. Sólo serían unos minutos. ¿Qué podía hacer? Le propuse que nos encontráramos en la recepción de mi oficina, y una hora más tarde estábamos sentadas en un bar casi vacío que había en la esquina. Joanna se había limitado a estrecharme la mano, y no me había dicho nada.
– Tu artículo me ha hecho famosa de rebote -comenté-. Al menos soy la esposa de un héroe.
Joanna parecía incómoda, y encendió un cigarrillo.
– Es un héroe -afirmó-. No se lo digas a nadie, pero tenía mis dudas respecto al artículo, por el modo en que señalaba a los culpables. Pero lo que hizo Adam allí arriba fue increíble.
– Sí -coincidí-. Adam es increíble, ¿verdad? -Joanna no dijo nada-. Suponía que ahora ya estarías dedicándote a otra historia.
– A varias -repuso ella.
Vi que tenía una hoja de papel en la mano.
– ¿Qué es eso? -pregunté.
Joanna bajó la cabeza, como si aquel papel hubiera aparecido en sus manos sin advertirlo y estuviera sorprendida.
– Lo he recibido esta mañana por correo. -Me pasó la hoja-. Léelo.
Era una carta muy breve.
Querida Joanna Noble:
Lo que ha escrito usted sobre Adam Tallis me ha puesto furiosa. Si quiere, yo puedo contarle la verdad sobre ese hombre. Si le interesa, busque en los periódicos del 20 de octubre de 1989. Si quiere, podemos hablar y le contaré cómo es él de verdad. La chica del artículo soy yo.
Atentamente,
Michelle Stowe
Miré a Joanna, desconcertada.
– Parece escrito por una persona desquiciada -comenté.
Joanna asintió y dijo:
– Recibo muchas cartas de ese estilo. Pero fui a la biblioteca, bueno, al archivo de periódicos y artículos de mi oficina, y encontré esto. -Me entregó otra hoja de papel-. No es una noticia muy importante. Estaba en una página interior, pero pensé… Bueno, a ver qué opinas tú.
Era una fotocopia de una noticia del periódico, titulada «Un juez amonesta a una víctima de violación». Había un nombre subrayado en el primer párrafo: el de Adam.
Ayer un joven quedó absuelto el primer día de su juicio por violación en el tribunal de Winchester cuando el juez Michael Clark instruyó al jurado que lo declarara inocente. «Abandona usted esta sala libre de toda acusación», le confirmó el juez Clark a Adam Tallis, de 25 años. «Lamento que haya tenido que presentarse aquí para defenderse de una acusación tan poco sólida y sin fundamento.»