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El señor Tallis había sido acusado de violar a la señorita X, una joven cuyo nombre no podemos revelar por motivos legales, después de una fiesta en la zona de Gloucester. Tras someter a la señorita X a un breve interrogatorio, centrado en sus antecedentes sexuales y en su estado durante la fiesta, el abogado defensor, Jeremy McEwan, solicitó la desestimación, que el juez Clark aceptó inmediatamente.

El juez Clark dijo que lamentaba que «la señorita X disfrutara del beneficio del anonimato, mientras arrastraba por el barro el nombre y la reputación del señor Tallis». A la salida de la sala del tribunal, el portavoz del señor Tallis, Richard Vine, comentó que su cliente estaba encantado con el veredicto del juez y que lo único que deseaba era volver lo antes posible a la vida normal.

Cuando terminé de leerlo, cogí mi taza de café con mano firme y bebí un sorbo.

– ¿Y qué? -dije. Joanna seguía callada-. ¿Qué pasa? ¿Piensas escribir algo sobre esto?

– ¿Escribir? ¿Qué?

– Tú has puesto a Adam en un pedestal. A lo mejor ahora quieres derribarlo.

Joanna encendió otro cigarrillo.

– Me parece que no me merezco esto -dijo fríamente-. Ya he dicho todo lo que tenía que decir sobre sus aventuras en la montaña. No tengo ninguna intención de ponerme en contacto con esa mujer. Pero… -Hizo una pausa, como si vacilara-. Más que nada es por ti. No sabía qué hacer. Al final decidí que mi obligación era enseñártelo. Quizá sea una pedante y una entrometida. Olvídalo todo, si quieres.

Inspiré hondo e intenté dominar mi tono de voz.

– Perdona que te haya dicho eso.

Joanna esbozó una sonrisa y exhaló una nube de humo.

– Perfecto -dijo-. Ahora te voy a dejar.

– ¿Puedo quedarme con esto?

– Sí, claro. Sólo son fotocopias. -Era evidente que se moría de curiosidad-. ¿Qué piensas hacer?

– Nada -dije-. Lo absolvieron, ¿no?

– Sí.

– Y quedó libre de toda acusación, ¿no?

– Así es.

– Entonces no voy a hacer nada.

DIECINUEVE

Pero no era tan sencillo, claro. Me decía a mí misma que Adam había sido absuelto. Me decía que me había casado con él y había prometido confiar en él. Ésta era la primera vez que mi confianza se ponía a prueba. No pensaba decirle nada a Adam; no pensaba hacer caso de aquella difamación. No quería ni pensar en ello.

¿A quién pretendía engañar? Pensaba en ello constantemente. Pensaba en aquella chica desconocida, aquella mujer desconocida, o lo que fuera, borracha, y con Adam borracho. Pensaba en Lily quitándose la camiseta para enseñarme su pálido cuerpo de sirena y su espalda amoratada. Y pensaba en cómo era Adam conmigo: me ataba, me estrangulaba, me ordenaba que siguiera sus instrucciones. Le gustaba hacerme daño. Le gustaba sentir el contraste de mi debilidad y su fuerza. Me miraba atentamente para detectar y calibrar mi dolor. A medida que las analizaba, nuestras relaciones sexuales, que hasta entonces parecían el fruto de una pasión delirante, se convirtieron en otra cosa. Cuando estaba sola en mi despacho, cerraba los ojos y recordaba diversos excesos. Al evocarlos sentía un extraño e inquietante placer. No sabía qué hacer.

La primera noche después de mi cita con Joanna le dije a Adam que no me encontraba bien. Estaba a punto de venirme la regla y tenía dolor de espalda.

– Pero si aún faltan seis días -dijo él.

– Pues será que se me va a adelantar -repliqué.

Por Dios, mi marido conocía mejor que yo mis ciclos menstruales. Intenté restar importancia a mi desasosiego.

– Eso demuestra lo necesario que es el Drakloop.

– Te daré un masaje. Te sentará bien. -Adam estaba ayudando a un amigo suyo de Kennington a arreglar un parqué, y tenía las manos más encallecidas de lo habitual-. Estás muy tensa -me dijo-. Relájate.

* * *

Aguanté dos días. El jueves por la noche Adam llegó a casa con una gran bolsa de comida y anunció que iba a cocinar, para variar. Había comprado pez espada, dos chiles rojos, un nudoso trozo de jengibre, un manojo de cilantro, arroz basmati en una bolsa de papel marrón y una botella de vino tinto. Encendió todas las velas que encontró y apagó las luces, y la pequeña y deprimente cocina se convirtió de pronto en la cueva de una bruja.

Me puse a leer el periódico mientras él limpiaba cuidadosamente el cilantro, asegurándose de que no quedara arenilla en las hojas. Puso los chiles en un plato y los cortó en juliana. Cuando se dio cuenta de que yo lo miraba, dejó el cuchillo, vino hacia mí y me besó, sin acercar las manos a mi cara.

– No quiero que el chile te haga escocer los ojos -dijo.

Preparó el adobo para el pescado, lavó el arroz y lo dejó reposar en una olla con agua. A continuación se lavó bien las manos, abrió la botella de vino y sirvió dos copas que no hacían juego.

– Tardará una hora -dijo. Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó dos delgadas correas de cuero-. Llevo todo el día pensando en atarte.

– ¿Y si digo que no? -le espeté. De pronto tenía la boca seca, y me costaba tragar saliva.

Adam se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo de vino. Me miró con aire pensativo.

– ¿Cómo, no? ¿Qué tipo de no?

– Quiero enseñarte una cosa -dije.

Cogí mi bolso y extraje las fotocopias de la carta y el artículo. Se las enseñé.

Adam dejó la copa de vino en la mesa y leyó atentamente y dijo:

– ¿Y qué?

– Yo… La periodista me lo dio y… -No terminé la frase.

– ¿Qué quieres saber, Alice? -No contesté-. ¿Quieres saber si la violé?

– No, claro que no. Ya he visto lo que dijo el juez, y… Mierda, estamos casados, ¿no? ¿Por qué no me lo contaste? Debió de ser importante para ti. Quiero saber qué pasó. Claro que quiero saberlo. ¿Qué te imaginabas? -Me sorprendí dando un puñetazo en la mesa que hizo saltar las copas.

En lugar de enfurecerse, que era lo que yo esperaba que pasara, Adam adoptó una expresión triste.

– Pensaba que confiabas en mí -dijo en voz baja, como si hablara solo-. Y que estabas de mi lado.

– Lo estoy. Claro que lo estoy. Pero…

– Pero quieres saber qué pasó, ¿no?

– Sí.

– ¿Con detalle?

Inspiré hondo y dije, con firmeza:

– Sí, con detalle.

– Tú lo has querido. -Se sirvió más vino y se sentó en la silla, enfrente de mí-. Estaba en una fiesta, en casa de un amigo en Gloucestershire. Ocurrió hace unos ocho años, si no recuerdo mal. Acababa de llegar de América; había estado escalando en Yosemite con un amigo. Estábamos muy quemados, y teníamos ganas de divertirnos. En la fiesta había mucha gente, pero yo no conocía a nadie, excepto al que la había organizado. Había mucha bebida. Y drogas. Todo el mundo bailaba y se besaba. Era verano, y fuera hacía calor. Entre los arbustos había varias parejas. Se me acercó una chica y me llevó a bailar. Estaba muy borracha. Intentó desnudarme en medio de la pista de baile. La llevé afuera. Ella se quitó el vestido mientras cruzábamos el jardín. Nos escondimos detrás de un árbol; yo oía a otra pareja que follaba a unos metros de nosotros. La chica no paraba de hablarme de su novio; me contó que se habían peleado, y que quería follar conmigo, y que yo le hiciera cosas que su novio no le hacía. Y eso fue lo que hice. Entonces ella dijo que la había violado.

Nos quedamos callados.

– ¿Quería que lo hicieras? -pregunté en voz baja-. ¿O te pidió que no lo hicieras?

– Mira, Alice, ésa es una pregunta muy interesante. Dime, ¿alguna vez me has dicho que no?