– Sí -gemí.
– Pero -prosiguió, y su tono de voz se endureció, aunque seguía hablando en susurros- no quiero que te metas en lo que no te importa, porque me fastidia mucho. ¿Entendido?
– No -dije-. No entiendo nada. No estoy de acuerdo.
– Alice -dijo Adam en tono de reproche, acariciándome la espalda-. No tiene que importarte mi mundo particular, mi pasado. Lo que importa es que estamos juntos, aquí, en esta cama.
De pronto sentí una punzada de dolor.
– Me haces daño -grité.
– Espera -dijo él-. Espera, lo único que tienes que hacer es relajarte.
– No, no puedo -protesté, retorciéndome, pero él me apretó contra la cama, impidiéndome casi respirar.
– Relájate y confía en mí -insistió Adam con dureza-. Confía en mí.
Noté un fuerte dolor que recorrió todo mi cuerpo, como un destello de luz que podía ver además de sentir, y que me recorría y que no podía detener, y oí un grito que parecía proceder de otro sitio. Pero era yo la que gritaba.
Mi médica de cabecera, Caroline Vaughan, sólo tiene cuatro o cinco años más que yo, y cuando voy a verla, generalmente para que me recete algo o me ponga alguna vacuna, siempre tengo la sensación de que si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias seríamos buenas amigas. Lo cual hacía que en esta ocasión me sintiera un tanto incómoda. La había llamado por teléfono y le había pedido que me hiciera un hueco. Sí, era urgente. No, no podía esperar hasta mañana. La exploración interna resultó muy dolorosa, y tuve que morderme los nudillos para no gritar. Caroline había estado charlando conmigo, pero de pronto enmudeció. Al cabo de un rato se quitó los guantes y noté sus tibios dedos sobre mi hombro. Me dijo que ya podía vestirme, y oí cómo se lavaba las manos. Cuando salí de detrás del biombo, ella ya estaba sentada a su mesa, anotando algo. Levantó la cabeza.
– ¿Puedes sentarte? -me dijo.
– Creo que sí.
– Estoy sorprendida. -Su expresión era muy seria, casi sombría-. Supongo que no te sorprenderá saber que tienes una fisura anal considerable.
Intenté mirar a Caroline con serenidad, como si se tratara de una gripe.
– ¿Entonces?
– Seguramente se curará sola, pero tienes que comer mucha fruta y mucha fibra durante unos días, para que no empeore. También te voy a recetar un laxante suave.
– ¿Y ya está?
– ¿Qué quieres decir?
– Me duele mucho.
Caroline meditó durante un momento y anotó algo más en la receta.
– Esto es un gel anestésico que te aliviará el dolor. Ven a verme la semana que viene. Si no se ha curado, quizá tengamos que hacer una dilatación anal.
– ¿Qué es eso?
– No te preocupes. Es una operación muy sencilla, pero hay que practicarla con anestesia general.
– Dios mío.
– No te preocupes.
– Vale.
Dejó el bolígrafo en la mesa y me entregó las recetas.
– Alice, no voy a soltarte un sermón. Pero, por favor, trata tu cuerpo con más respeto.
Asentí. No se me ocurría nada que decir.
– Tienes cardenales en la parte interna del muslo -continuó-. En las nalgas, en la espalda e incluso en el lado izquierdo del cuello.
– Ya te habrás fijado en que llevo una camisa de cuello alto.
– ¿Quieres contarme algo?
– No es lo que parece, Caroline. Acabo de casarme. Se ve que se nos fue un poco la mano.
– Supongo que tengo que felicitarte -dijo Caroline, pero no sonrió al decirlo.
Me levanté para marcharme, e hice una mueca de dolor.
– Gracias -dije.
– Alice.
– ¿Sí?
– El sexo violento…
– No es eso, de verdad…
– Como te decía, el sexo violento puede ser una espiral de la que resulta muy difícil salir. Es como los malos tratos.
– No. Te equivocas. -Estaba acalorada. Me sentía furiosa y humillada-. Muchas veces el sexo está relacionado con el dolor, ¿no? Y con el poder, y la sumisión, y esas cosas.
– Sí, por supuesto. Pero no con las fisuras anales.
– No.
– Ten cuidado, ¿vale?
– Sí.
VEINTIUNO
No me costó mucho localizarla. Tenía la carta, que había leído infinidad de veces, hasta dolerme los ojos. Sabía su nombre; su dirección aparecía en el membrete del papel de carta. No tuve más que llamar a información desde la oficina, una mañana, y me dieron su número de teléfono. Pasé unos minutos contemplando los dígitos que había anotado en el dorso de un sobre usado, y preguntándome si de verdad iba a llamarla. ¿Por quién podía hacerme pasar? ¿Y si contestaba otra persona? Fui a la máquina de bebidas, cogí una taza de té y me senté en mi despacho, con la puerta cerrada por dentro. Me puse un cojín blando debajo, pero aun así me dolía.
El teléfono sonó bastante rato. Debía de haber salido; seguramente estaría en el trabajo. En parte sentí alivio.
– Hola.
No, no había salido. Carraspeé y dije:
– Hola, ¿es usted Michelle Stowe?
– Sí.
Tenía una voz aguda y débil, con un ligero acento del West Country.
– Me llamo Sylvie Bushnell. Soy una compañera de Joanna Noble, del Participant.
– ¿Sí? -La voz adoptó un tono cauteloso, vacilante.
– Joanna me ha pasado su nota, y pensé que quizá querría hablar conmigo de ello.
– No -me contestó-. No debí escribirla. Estaba enfadada.
– Sólo queríamos conocer su versión de la historia.
Hubo un silencio.
– Michelle… -insistí-. Sólo tendría que contarme lo que a usted le parezca.
– No.
– Si quiere puedo ir a donde usted me diga.
– No quiero que publique usted nada en el periódico, a menos que yo lo autorice.
– Délo por hecho -dije.
Michelle parecía reacia, pero al fin accedió, y le dije que iría a verla al día siguiente. Vivía a sólo cinco minutos de la estación. Resultó muy fácil.
En el tren no leí nada. Iba maldiciendo cada sacudida del vagón, y mirando por la ventana cómo la ciudad dejaba paso a un paisaje campestre. Hacía un día frío y húmedo. La noche anterior Adam me había dado un masaje con aceite. Había tenido mucho cuidado con la herida, y me había acariciado los hinchados y amoratados rasguños, como si fueran gloriosas heridas de guerra. Me bañó y me envolvió con dos toallas, y me puso una mano en la frente. Estaba enormemente solícito, orgulloso de mí por mi sufrimiento.
El tren entró en un largo túnel, y vi mi cara reflejada en la ventana: delgada, los labios hinchados, con ojeras, despeinada. Saqué un cepillo y una goma de mi bolso y me hice una cola de caballo. Entonces caí en la cuenta de que ni siquiera había cogido una libreta ni un bolígrafo. Ya los compraría cuando llegara a la estación.
Michelle Stowe me abrió la puerta con un bebé agarrado al pecho. El niño estaba mamando; tenía los ojos cerrados y la carita arrugada y colorada. La boca trabajaba con voracidad. Cuando crucé el umbral, el niño se soltó un segundo, y lo vi hacer un movimiento instintivo: abrió la boca, aflojó los puños y buscó a tientas con los dedos. Entonces volvió a encontrar el pezón y siguió mamando rítmicamente.
– Enseguida acabo de darle de mamar -dijo Michelle.
Me condujo a una pequeña habitación con un enorme sofá marrón. Había un radiador encendido. Me senté en el sofá y esperé. Oí a Michelle arrullando al bebé, y al bebé lloriqueando. Había un dulce aroma a polvos de talco. En la repisa de la chimenea vi fotografías del bebé, a veces con Michelle, y a veces con un hombre delgado y calvo.