– Has sido muy sincera -dije.
Pero ella esperaba algo más de mí. Tenía una cara regordeta e infantil, y me miraba con apremio. Sentí lástima de ella, y también de mí misma. Michelle levantó al bebé y hundió la cara en el mullido acordeón de su cuello. Me puse de pie.
– Y también muy valiente -agregué haciendo un esfuerzo.
Ella alzó la cabeza y me miró.
– ¿Piensas hacer algo con esto?
– Hay algunos problemas legales. -Lo último que quería era que se hiciera ilusiones.
– Ya -dijo ella con tono fatalista. Por lo visto no tenía grandes esperanzas-. ¿Qué habrías hecho tú, Sylvie?
La miré a los ojos. Era como si mirara por el otro extremo de un telescopio. De pronto me abrumó la doble traición que estaba cometiendo.
– No sé qué habría hecho -contesté. Entonces se me ocurrió una cosa, y pregunté-: ¿Vas mucho a Londres?
Ella frunció el entrecejo, desconcertada.
– ¿Con éste? -preguntó -. ¿Para qué iba a ir?
Me pareció sincera; además, las llamadas telefónicas y las notas habían cesado.
El bebé se puso a llorar, y Michelle lo apoyó contra su pecho; el niño se quedó allí con las manos apoyadas en el pecho de su madre, como un pequeño escalador pegado a una pared rocosa. Sonreí y dije:
– Tu hijo es precioso. Tienes mucha suerte.
Michelle esbozó una sonrisa de agradecimiento y dijo:
– Sí, ¿verdad?
VEINTIDÓS
– ¿Que has hecho qué?
Siempre había creído que la expresión «quedarse boquiabierto» era una metáfora o una exageración poética, pero no había ninguna duda: Joanna Noble se quedó con la boca abierta.
En el tren, en el viaje de regreso, horrorizada y afligida, tuve una especie de ataque de pánico, pues de pronto me di cuenta de lo que había hecho. Me imaginé a Michelle llamando al Participant y preguntando por Sylvie Bushnell para añadir algo a su relato, y enterándose de que allí no trabajaba nadie que se llamara así, y luego preguntando por Joanna. No les costaría mucho descubrirme. ¿Qué pensaría Michelle de lo que le habían hecho? Por otra parte estaba la cuestión, no del todo irrelevante, de qué me pasaría a mí. Aunque no hubiera violado la ley exactamente, me imaginaba explicándole a Adam lo que había hecho.
Solucioné el asunto, en la medida de lo posible, inmediatamente. Llamé a Joanna Noble desde una cabina telefónica antes de ir a mi casa, y al día siguiente, a la hora del desayuno, fui a verla a su piso de Tufnell Park.
– Se te va a caer la ceniza -dije mirando a Joanna.
– ¿Qué? -preguntó ella, estupefacta.
Cogí un platillo que había en la mesa y lo coloqué bajo el cilindro de ceniza que colgaba del cigarrillo que la periodista sujetaba con la mano derecha. Yo misma le di un golpecito al cigarrillo, y la ceniza cayó en el platillo. Me preparé para ampliar mi escueta confesión. Tenía que ser todo lo clara que pudiera.
– Estoy muy arrepentida, Joanna. Déjame contarte lo que hice, y luego me dices lo que piensas de mí. Llamé por teléfono a Michelle Stowe y me hice pasar por una colega tuya del periódico. Fui a su casa a hablar con ella, y me contó lo que le había pasado con Adam. Necesitaba saberlo, y no se me ocurrió ninguna otra forma de averiguarlo. Pero me equivoqué. Lo siento mucho.
Joanna apagó el cigarrillo y encendió otro. Se pasó una mano por el cabello. Todavía iba en bata.
– Pero ¿qué coño te creías que hacías?
– Investigar.
– Ella creía que hablaba con una periodista. Creía que estaba haciendo una valerosa declaración en defensa de las víctimas de violación, y en realidad sólo satisfacía tu curiosidad respecto lo que hacía tu «maridito» -pronunció la palabra con desdén- con su polla antes de casarse contigo.
– No intento defenderme.
Joanna dio una fuerte calada al cigarrillo.
– ¿Le diste un nombre falso?
– Sí, dije que me llamaba Sylvie Bushnell.
– ¿Sylvie Bushnell? ¿De dónde sacaste ese nombre? Eres…
Pero aquello era demasiado para Joanna. Empezó a reír discretamente, y acabó soltando unas sonoras carcajadas. Apoyó la cabeza en la mesa y dio un par de golpecitos con la frente. Dio otra calada al cigarrillo y se puso a toser y a reír al mismo tiempo. Finalmente se controló y dijo:
– No te cortas, ¿eh? Deberías hacer mi trabajo. Necesito un café. ¿Quieres uno?
Asentí, y, mientras seguíamos hablando, Joanna hirvió agua y puso el café molido en la cafetera.
– ¿Y qué te contó?
Le hice un resumen de lo que me había dicho Michelle.
– Hmm -dijo Joanna. No parecía muy desconcertada. Llenó dos tazas de café y nos sentamos frente a frente en la mesa de la cocina-. Y tú ¿cómo te sientes después de su aventura?
Bebí un sorbo de café antes de contestar:
– Todavía estoy intentando ordenar mis ideas. Por una parte estoy conmocionada.
Joanna me miró con escepticismo.
– ¿De verdad? -dijo.
– Sí, claro.
Encendió otro cigarrillo.
– ¿Crees que difiere en algo de lo que leíste en el periódico? Según lo que me cuentas, yo seguiría absolviendo a Adam. Hasta me sorprende que el caso llegara a los tribunales.
– No me importan los tecnicismos legales, Joanna. Lo único que me importa es lo que pasó. Lo que pudo pasar.
– Vamos, Alice, por el amor de Dios. Somos adultas. -Se sirvió un poco más de café-. Mira, yo no me considero una persona particularmente promiscua. Pero a veces me he acostado con un hombre sencillamente para librarme de él, o porque estaba harta de que me persiguiera. A veces me he emborrachado y me he acostado con hombres con los que jamás me habría acostado estando sobria. A veces lo he hecho sin querer hacerlo, y me he arrepentido a la mañana siguiente, o al cabo de diez minutos. En un par de ocasiones me he humillado y me he sentido muy mal. ¿A ti no te ha pasado nunca?
– Alguna vez.
– Lo que quiero decir es que la mayoría de nosotras hemos entrado en esa zona gris y hemos tonteado con lo que de verdad queremos hacer. Mira, es difícil, ya lo sé, pero lo único que digo es que no es lo mismo que cuando un tipo se cuela por tu ventana con una máscara y una navaja.
– Lo siento, Joanna, pero yo no lo veo tan claro.
– No tienes por qué verlo claro. De eso se trata. Mira, yo no sé cómo es tu relación con Adam. ¿Cómo os conocisteis?
– Bueno, digamos que no estábamos tomando el té en casa del párroco, precisamente.
– Ya. Cuando conocí a Adam, él fue bastante antipático conmigo. Un poco grosero, me atrevería a decir. Me imagino que su actitud hacia mí era una combinación de desinterés, desconfianza y desdén; y, en cambio, a mí me gustó. Es muy atractivo.
Hubo un silencio que no intenté llenar.
– Lo es, ¿no?
– Es mi marido -dije remilgadamente.
– Alice, por favor, no me vengas con cursilerías. Adam es un fuera de serie. En aquella expedición salvó la vida de varias personas sin ayuda de nadie. Klaus me habló de su vida. Se marchó de Eton cuando tenía dieciséis años y se fue a los Alpes. Pasó dos años allí, y luego se fue al Himalaya, donde estuvo varios años haciendo trekking y alpinismo. ¿Cómo te atreviste a encontrar a ese tipo antes que yo?
– Todo eso ya lo sé, Joanna. Pero es duro descubrir ese otro aspecto suyo.
– ¿Qué otro aspecto?
– Que puede ser violento, peligroso.
– ¿Ha sido violento contigo?
– Bueno… Verás… -Me encogí de hombros.
– Ah, ya. Sí, pero agradablemente.
– No sé si «agradablemente» es la palabra adecuada.