– Hmm -dijo Joanna en señal de aprobación, casi voraz-. Tienes un problema, Alice.
– ¿Sí?
– Te has enamorado de un héroe, un hombre extraordinario al que no puedo comparar con nadie que conozca. Es extraño e imprevisible, y supongo que a veces preferirías que fuera un abogado que vuelve a casa todos los días a las seis para cenar, hacerte unos cuantos arrumacos y, una vez por semana, pegar un polvo en la postura del misionero. ¿Cómo fue tu anterior relación?
– Dejé al hombre con el que vivía por Adam.
– ¿Cómo era él?
– Muy buena persona. Pero no como el abogado que dices tú. Era divertido, considerado, éramos amigos, compartíamos los mismos intereses, lo pasábamos bien juntos. Y nos entendíamos en la cama.
Joanna se inclinó sobre la mesa y me miró fijamente.
– ¿Lo echas de menos?
– Con Adam todo es muy diferente. No hacemos cosas juntos, como solía hacer con otros novios. Nunca estamos juntos sin hacer nada, tranquilamente, como hacía con Jake. Además, todo es tan… tan intenso, tan agotador, en cierto modo. Y el sexo… Sí, lo paso muy bien, pero también me inquieta. Me preocupa. Es como si ya no conociera las reglas del juego.
– ¿Echas de menos a Jake? -insistió Joanna.
Nunca me había planteado aquella pregunta. La verdad es que nunca había tenido tiempo para planteármela.
– No lo he echado de menos ni un solo segundo -dije sin pensarlo.
VEINTITRÉS
Era mediados de marzo, y pronto iban a cambiar de nuevo la hora. Los parques estaban llenos de narcisos y azafranes de primavera, la gente parecía más animada, y el sol cada día se alzaba un poco más. Joanna Noble tenía razón: yo nunca sabría lo que había ocurrido en el pasado. Todo el mundo tiene sus secretos y sus traiciones. Todo el mundo tiene algo de que avergonzarse. Es mejor dejar esos episodios oscuros en la oscuridad, donde pueden curarse y desvanecerse. Es mejor alejar los tormentos de los celos y de la curiosidad paranoide.
Sabía que Adam y yo no podíamos pasar el resto de nuestras vidas juntos, encerrados en nuestro mundo particular y explorando mutuamente nuestros cuerpos en habitaciones oscuras y extrañas. Teníamos que abrir una ventana al exterior. Todos los amigos y familiares de los que nos habíamos alejado, obligaciones que habíamos abandonado, películas que no habíamos visto, periódicos que no habíamos leído. Teníamos que comportamos un poco más como personas normales. Así que salí a comprarme ropa. Fui al supermercado y compré alimentos normales y corrientes: huevos, queso, harina y actividades así. Organicé actividades, como había hecho hasta entonces.
– Mañana iré al cine con Pauline -le dije a Adam cuando llegó a casa.
– ¿Por qué? -me preguntó arqueando las cejas.
– Necesito ver a mis amigos. Y he pensado que podríamos invitar a alguien a cenar el sábado.
Adam me miró inquisitivamente.
– Podríamos invitar a Sylvie y a Clive -insistí-. ¿Y qué te parece si invitáramos también a Klaus, o a Daniel, o a Deborah? A quien quieras.
– ¿A Sylvie, Clive, Klaus, Daniel y Deborah? ¿A todos?
– ¿No te parece bien?
Adam me cogió la mano y me tocó la alianza.
– ¿Por qué haces esto? -me preguntó.
– ¿Por qué hago qué?
– Ya sabes.
– No ha de ser todo tan… -busqué la palabra-… intenso. No hay que olvidar las cosas normales de la vida.
– ¿Por qué?
– ¿Nunca te apetece sentarte a mirar la televisión, sin más? ¿O meterte en la cama temprano con un libro? -De pronto me asaltó el recuerdo de mi último fin de semana con Jake: aquella felicidad doméstica y corriente que yo había echado por la borda alegremente-. Ir a hacer volar una cometa, o a jugar a los bolos.
– ¿Bolos? ¿Qué es eso?
– Ya sabes a qué me refiero.
Se quedó callado. Lo abracé, pero él se resistía.
– Adam, te quiero más que a nada en el mundo. Quiero pasar el resto de mis días a tu lado. Pero el matrimonio también consiste en cosas ordinarias: tareas domésticas, obligaciones aburridas, trabajo, peleas, reconciliaciones. Todo. No sólo deseo y pasión.
– ¿Por qué? -se limitó a decir Adam. No era una pregunta, sino una declaración-. ¿Quién lo dice?
Dejé de abrazarlo y fui a sentarme en la butaca. No sabía si estaba enfadada o triste; no sabía si gritar o llorar.
– Quiero tener hijos algún día, Adam. Quiero comprarme una casa y ser una mujer mediocre de mediana edad. Quiero estar contigo cuando sea vieja.
Adam cruzó la habitación, se arrodilló a mis pies y puso la cara en mi regazo. Le acaricié el despeinado cabello.
– Siempre estarás conmigo -dijo.
A Pauline se le empezaba a notar el embarazo, y su cara, normalmente tan pálida y severa, tenía un aspecto sonrosado y regordete. Llevaba el cabello suelto, cuando antes solía llevarlo recogido. Estaba guapa y rejuvenecida, y parecía feliz. Ambas nos sentíamos un poco incómodas, tímidas, y teníamos que esforzarnos por conversar con naturalidad. Intenté recordar de qué hablábamos cuando nos veíamos antes de que yo conociera a Adam: de todo y de nada en particular, supuse; cotilleos sin importancia, pequeñas confidencias, sencillas intimidades que eran como actos verbales de cariño. Nos reíamos, nos quedábamos calladas, nos peleábamos y hacíamos las paces. Esa noche, en cambio, teníamos que esforzarnos mucho para que nuestra conversación no decayera, y, cada vez que había una pausa, una de las dos se apresuraba a llenarla.
Al salir del cine fuimos a un pub. Ella pidió un zumo de tomate, y yo ginebra. Saqué un billete de mi cartera para pagar las bebidas, y al hacerlo se me cayó la fotografía que me había hecho Adam el día que me pidió que me casara con él.
– Qué fotografía tan rara -comentó Pauline al recogerla-. Parece que hayas visto un fantasma.
Guardé rápidamente la fotografía entre las tarjetas de crédito y el carné de conducir. No quería que la viera nadie: era sólo para mí.
Hablamos un poco de la película, que no nos había gustado, hasta que de pronto no pude aguantar más.
– ¿Cómo está Jake? -pregunté, como hacía siempre.
– Muy bien -contestó Pauline, al parecer sin comprender.
– No, Pauline. Me refiero a cómo está de verdad. Quiero saberlo.
Pauline me miró con sagacidad. Yo no aparté la mirada, ni sonreí inocentemente, y cuando ella habló fue como una especie de victoria.
– El plan era que os ibais a casar y tener hijos. De pronto cambió todo. Jake me dijo que todo iba bien, y que ocurrió de repente. ¿Es eso cierto?
– Sí -confirmé.
– Está destrozado. Se equivocó contigo. -No dije nada-. Se equivocó, ¿verdad? ¿Lo querías?
Intenté recordar cómo era mi vida con Jake. Ya casi no me acordaba de su cara.
– Claro que lo quería. Y también estabais tú, y la Panda, Clive, Sylvie y los demás, como una gran familia. Creo que pensé lo mismo que Jake. Tenía la sensación de que os estaba traicionando a todos. Todavía lo pienso. Es como si me hubiera convertido en una extraña.
– Entonces se trata sólo de eso, ¿no?
– ¿De qué?
– De ser una extraña. Elegir al héroe solitario y dejarlo todo por él. Una gran fantasía. -Hablaba con un tono monótono y ligeramente desdeñoso.
– Eso no es lo que yo quiero.
– ¿Te ha dicho alguien que has cambiado mucho en estos últimos tres meses?
– No.
– Pues te lo digo yo.
– ¿En qué sentido?
Pauline me miró con aire pensativo, y con una expresión bastante dura, más bien colérica. ¿Qué pretendía? ¿Arremeter contra mí?
– Estás más delgada -dijo-. Cansada. No vas tan pulida como antes. Siempre llevabas la ropa impecable, y el cabello arreglado, y tenías un aire muy sereno. Ahora -me miró fijamente, y me acordé, abochornada, del cardenal que tenía en el cuello- tienes un aspecto un poco… consumido. Enfermizo.