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– No, no estoy nada serena -dije, malhumorada y agresiva-. Y no creo que lo haya estado nunca. En cambio, tú estás maravillosa.

Pauline sonrió satisfecha.

– Es el embarazo -susurró-. Deberías probarlo, algún día.

* * *

Cuando llegué a casa, Adam no estaba. A medianoche dejé de esperarlo y me acosté. Permanecí despierta hasta la una, leyendo, atenta al ruido de sus pasos en la escalera. Al final me quedé dormida, pero me despertaba de vez en cuando y miraba las agujas luminosas del despertador. Adam no llegó hasta las tres. Lo oí quitarse la ropa y ducharse. No pensaba preguntarle dónde había estado. Se metió en la cama y se pegó a mi espalda, limpio y cálido e impregnado de olor a jabón. Me puso las manos sobre los pechos y me besó en el cuello. ¿Por qué se ducha uno a las tres de la madrugada?

– ¿Dónde estabas? -le pregunté.

– Dejando respirar nuestra relación, por supuesto.

* * *

Suspendí la cena. Compré la comida y las bebidas, pero después no me vi con fuerzas. El sábado por la mañana entré con las bolsas de la compra; Adam estaba en la cocina, bebiéndose una cerveza. Se levantó de un brinco y me ayudó a guardar las cosas. Me quitó el abrigo y me frotó los dedos, entumecidos de transportar las bolsas desde el supermercado. Me hizo sentar mientras él ponía el pollo asado y los quesos en la pequeña nevera. Me preparó té, me quitó los zapatos y me frotó los pies. Me abrazó como si me adorara, me besó el cabello, y en voz baja me dijo:

– Alice, ¿saliste de Londres la semana pasada?

– No. ¿Por qué?

Me sentía demasiado asustada para pensar con claridad. Notaba los latidos de mi corazón, y estaba convencida de que él debía de notarlos también a través de mi camisa de algodón.

– ¿Seguro? -Me besó la barbilla.

– La semana pasada trabajé todos los días, ya lo sabes.

Adam había descubierto algo. Mi cerebro trabajaba a toda velocidad.

– Sí, claro.

Me puso las manos sobre las nalgas. Me sujetó con fuerza y volvió a besarme.

– Un día fui a una reunión en Maida Vale, pero nada más.

– ¿Qué día?

– No me acuerdo. -Quizá había llamado a la oficina aquel día, quizá fuera eso. Pero ¿por qué me lo preguntaba ahora?-. El miércoles, si no recuerdo mal. Sí, el miércoles.

– El miércoles. Qué casualidad.

– ¿Qué quieres decir?

– Hoy tienes la piel tan sedosa…

Me besó los párpados, y empezó a desabrocharme lentamente los botones de la camisa. Me quedé quieta mientras él me quitaba la camisa. ¿Qué había descubierto? Me desabrochó el sujetador y también me lo quitó.

– Ten cuidado, Adam. Las cortinas están abiertas. Alguien podría vernos.

– No importa. Quítame la camisa. Así. Y ahora el cinturón. Quítame el cinturón de los vaqueros.

Le obedecí.

– Ahora busca en mi bolsillo. Vamos, Alice. No, en ése no, en el otro.

– Aquí no hay nada.

– Sí. Es que es pequeño.

Toqué un pedazo rígido de papel y lo saqué del bolsillo.

– Mira, Alice. Es un billete de tren.

– Sí, ya lo veo.

– Del miércoles de la semana pasada.

– Sí. ¿Y qué?

¿Dónde lo había encontrado? Debía de habérmelo dejado en el abrigo o en el bolso.

– Del mismo día que fuiste a una reunión en… ¿dónde has dicho?

– Maida Vale.

– Eso, Maida Vale. -Empezó a desabrocharme los vaqueros-. Pero ese billete es para Gloucester.

– ¿Qué pasa, Adam?

– Dímelo tú.

– ¿A qué viene tanto revuelo por un billete de tren?

– Espera. Quítate los pantalones. Estaba en el bolsillo de tu abrigo.

– ¿Y qué hacías tú registrándome los bolsillos del abrigo?

– ¿Qué hacías tú yendo a Gloucester, Alice?

– No digas tonterías, Adam. No estuve en Gloucester.

Ni se me pasó por la cabeza decirle la verdad. Al menos todavía me quedaba algo de instinto de supervivencia.

– Quítate las bragas.

– No. Basta.

– Gloucester. Qué curioso.

– No estuve en Gloucester, Adam. Mike fue allí hace unos días a visitar unos almacenes. Quizá fuera el miércoles. Quizá ése sea su billete. Pero ¿qué importancia tiene?

– Si es de Mike, ¿qué hacía en tu bolsillo?

– ¡Yo qué sé! Mira, si no me crees, llama a Mike y pregúntaselo. Adelante. Te marco el número.

Lo miré desafiante. Sabía que Mike estaba fuera aquel fin de semana.

– Bueno, olvidémonos de Mike y del billete para Gloucester.

– Yo ya lo había olvidado -dije.

Adam me tumbó en el suelo y se arrodilló encima de mí. Parecía a punto de llorar, y le tendí los brazos. Cuando me pegó con el cinturón, por la parte de la hebilla, ni siquiera me hizo mucho daño. Ni la segunda vez. ¿Era aquella la espiral sobre la que me había prevenido mi médica de cabecera?

– Te quiero muchísimo, Alice -me dijo después-. No tienes idea de cuánto te quiero. No me dejes nunca. No lo soportaría.

Suspendí la cena, y dije a todos que tenía gripe. La verdad es que estaba tan cansada que era como si estuviera enferma. Nos comimos en la cama el pollo que había comprado, y nos fuimos a dormir temprano abrazados.

VEINTICUATRO

Adam se convirtió en un héroe y en un personaje célebre, y empezó a recibir mensajes de admiradores a través de los periódicos y editoriales. La gente le escribía cartas como se las habría podido escribir al doctor Livingstone o a Lawrence de Arabia, complicadas teorías y quejas que ocupaban montones de páginas con una caligrafía minúscula y tinta de colores. Había cartas de adoración escritas por jovencitas que me hacían sonreír y preocuparme un poco. Había una carta de la viuda de Tomas Benn (una de las víctimas del Chungawat), pero estaba en alemán, y Adam no se molestó en traducírmela.

– Quiere verme -dijo con fastidio, y tiró la carta al montón.

– ¿Para qué? -pregunté.

– Para hablar -contestó él, cortante-. Quiere que alguien le diga que su marido era un héroe.

– ¿Piensas hacerlo?

Adam sacudió la cabeza.

– Yo no puedo ayudarla. Tommy Benn era un ricachón que se metió donde nadie lo llamaba, simplemente.

También había gente que quería hacer expediciones. Y gente con proyectos, ideas, obsesiones, fantasías y mucha palabrería. Adam hacía caso omiso de casi todas aquellas cartas. En un par de ocasiones lo convencieron para ir a tomar una copa, y yo me reunía después con él en algún bar del centro de Londres, donde él le aguantaba el rollo a algún editor de una revista o a algún entusiasta investigador.

Un día recibió una propuesta poco prometedora. Un martes lluvioso, por la mañana, contesté al teléfono y le pasé el auricular a Adam, porque se oía mal y además aquel hombre tenía acento extranjero. Adam fue muy maleducado con él, pero el hombre insistió, y Adam le concedió una cita.

– ¿Cómo ha ido? -le pregunté a Adam cuando llegó a casa tarde una noche y fue a coger una cerveza de la nevera.

– No lo sé -dijo, y abrió la botella como lo hacía siempre, golpeando el tapón en el canto de la mesa. Parecía desconcertado, casi pasmado.

– ¿Quién era?

– Un hombre muy trajeado que trabaja para una cadena de televisión alemana. Entiende algo de alpinismo. Dice que quieren hacer un documental sobre una escalada. Les gustaría que la dirigiera yo. Cuando yo quiera, donde yo quiera, con quien yo quiera. Cuanto más difícil, mejor, y ellos se encargan de financiar la expedición.

– Es increíble. ¿No estás encantado?

– Tiene que haber gato encerrado. Tiene que haber algo oculto en el plan, pero todavía no he averiguado qué.