– Por eso deberías escalar -terció Daniel; se nos acercó con dos tazas de café y se sentó con nosotras en el suelo-.Hace unos años fui al Annapurna. Había habido problemas con las provisiones. Siempre surge algún tipo de contingencia. Uno está a veinte mil pies y se da cuenta de que tiene dos mitones izquierdos, por ejemplo. Pero esta vez alguien había encargado cincuenta pares de calcetines en lugar de cinco. Eso significaba que cada vez que entraba en la tienda podía ponerme un par de calcetines limpios y deleitarme con ese lujo. Si nunca has estado en la montaña, no te imaginas lo que significaba para mí poder meter los pies mojados y fríos en aquellos calcetines secos. Imagínate todos los baños calientes que te has dado en la vida, y ponlos todos juntos.
– Árboles.
– ¿Qué? -preguntó Daniel.
– ¿Por qué no escaláis árboles? ¿Por qué tienen que ser montañas?
Daniel sonrió abiertamente.
– Creo que esa pregunta se la dejaré al famoso alpinista pirata Adam Tallis.
Adam caviló un momento, y finalmente dijo:
– En la copa de un árbol no puedes posar para que te hagan fotografías. Por eso la mayoría de la gente escala montañas, para que les hagan fotografías en la cima.
– Pero tú no, cariño -dije, y hasta a mí me sorprendió la seriedad con que lo dije.
Nos quedamos callados contemplando el fuego. Bebí un poco de café. Luego, sin pensarlo, me incliné, le cogí el cigarrillo a Deborah, di una calada y se lo devolví.
– No me costaría nada volver a fumar -comenté-. Sobre todo en una noche así, tumbada en el suelo frente a la chimenea, un poco borracha, rodeada de amigos y después de una cena estupenda. -Miré a Adam, que también me estaba mirando. La luz del fuego se reflejaba en su cara-. El verdadero motivo de que no me guste el alpinismo no tiene nada que ver con la comodidad. Creo que a mí también me habría gustado hacer algo así antes de conocer a Adam. Eso es lo más curioso. Adam me ha hecho entender lo maravilloso que es escalar montañas, y al mismo tiempo ha hecho que se me quiten las ganas de probarlo. Si tuviera que hacerlo, me gustaría cuidar de los demás. No me gustaría que tuvieran que cuidar de mí todo el tiempo. -Miré alrededor-. Si escaláramos juntos, vosotros tendríais que arrastrarme. Seguramente Deborah se caería en una grieta, y Daniel tendría que darme sus guantes. A mí no me pasaría nada, pero vosotros pagaríais el pato.
– Esta noche estabas preciosa.
– Gracias -repuse con voz somnolienta.
– Y eso que has dicho de los árboles ha tenido gracia.
– Gracias.
– Casi consigues que te perdone por interrogar a Debbie sobre mi pasado.
– Ah.
– ¿Sabes qué es lo que quiero? Quiero que sea como si nuestras vidas hubieran empezado en el momento en que nos vimos por primera vez ¿Crees que es posible?
– Sí -contesté.
Pero pensé: no.
VEINTICINCO
La historia que me habían enseñado en el colegio, pero que ahora ya había olvidado en gran parte, estaba organizada en cómodas épocas: la Edad Media, la Reforma, el Renacimiento, los Tudor y los Estuardo. Para mí, la vida anterior de Adam estaba organizada de forma parecida: franjas de tiempo separadas, como las de la arena de colores de esas botellas decorativas. Estaba la época Lily, la época Françoise, la época Lisa, la época Penny. Ahora nunca hablaba con Adam de su pasado: era un tema prohibido. Pero pensaba en él. Recogía pequeños detalles sobre las mujeres a las que había amado, y las encajaba en el cuadro general. Al hacerlo me di cuenta de que había un vacío en la cronología: un hueco donde debería haber habido una mujer que no aparecía. Quizá significaba que había habido un año en que Adam no tuvo ninguna relación estable, pero eso no coincidía con lo que yo empezaba a considerar el patrón de conducta de Adam.
Era como si estuviera mirando a un ser querido que cruzaba el paisaje y se acercaba a mí cada vez más, y de pronto desaparecía en la niebla. Calculé que aquel paréntesis debía de haberse producido ocho años atrás. No quería interrogar a nadie sobre ello, pero cada vez sentía una mayor necesidad de llenar el lapsus. Le pregunté a Adam si tenía fotografías de cuando era más joven, pero me dijo que no. Intenté averiguar, mediante preguntas sin trascendencia, qué hacía él en aquella época, como si al final, uniendo los detalles insignificantes, fuera a obtener una respuesta significativa. Descubrí nombres de picos y rutas peligrosas, y sin embargo no di con la mujer que ocupaba el espacio entre Lisa y Penny. Pero yo era la gran experta en Adam. Tenía que saberlo.
Un fin de semana de finales de marzo volvimos a la casa del padre de Adam. Adam tenía que recoger parte de su material, que guardaba en uno de los grandes edificios anexos de la casa, y había alquilado una furgoneta.
– No tengo que devolverla hasta el domingo. Podríamos buscar un hotel para pasar la noche del sábado.
– Con servicio de habitaciones -sugerí. Ni se me ocurrió proponerle que nos quedáramos en casa de su padre-. Y con cuarto de baño en la suite, por favor.
Salimos temprano. Era una hermosa mañana de primavera, fría y despejada. Algunos árboles ya estaban brotando, y la niebla empezaba a levantarse de los campos por los que pasamos en nuestro camino hacia el norte. Todo parecía nuevo y prometedor. Paramos en una estación de servicio de la autopista para desayunar. Adam bebió café y no se comió el pastelito danés que había pedido; yo me comí un enorme bocadillo de beicon (unas fibrosas lonchas rosas entre dos rebanadas de pan blanco) y me bebí una taza de chocolate caliente.
– Me gustan las mujeres con apetito -comentó Adam.
Y me comí también su pastelito.
Llegamos hacia las once, y, como en un cuento de hadas, todo estaba igual que en nuestra visita anterior. Nadie fue a recibirnos, y no había ni rastro del padre de Adam. Entramos en el oscuro vestíbulo, donde montaba guardia el reloj de pie, y nos quitamos los abrigos. En el frío salón había un único vaso vacío en una mesita. Adam llamó a su padre, pero nadie contestó.
– Da lo mismo. Podemos empezar -dijo-. No tardaremos mucho.
Nos pusimos otra vez los abrigos y salimos por la puerta trasera. Había varios edificios anexos de diferentes tamaños detrás de la casa, porque, según me contó Adam, en su día había habido una granja dentro de la finca. La mayoría estaban abandonados y en ruinas, pero había un par a los que les habían hecho algunos arreglos: tenían pizarras nuevas en el techo y no había malas hierbas en la puerta. Al pasar por delante miré por la ventana. En uno de ellos había muebles rotos, cajas con botellas de vino vacías, viejos acumuladores y, encajada en un rincón, una mesa de pimpón sin red. Había varias raquetas de tenis de madera amontonadas en un estante ancho, y un par de bates de criquet. En el estante superior vi varias latas de pintura, con chorretones de diferentes colores. Había otro cobertizo lleno de herramientas: un cortacésped, un par de rastrillos, una guadaña oxidada, palas, horquetas, azadas, grandes sacos de abono y cemento y sierras dentudas.
– ¿Qué es eso? -pregunté, señalando unos artilugios plateados colgados de unos grandes ganchos clavados en la pared.
– Trampas para ardillas.
Me habría gustado entrar en uno de los cobertizos, pues a través del cristal roto de la ventana había visto una preciosa tetera de porcelana a la que le faltaba el pitorro asomando de una gran caja de cartón, y una corneta rota colgada de un gancho. Por lo visto era donde se guardaban todos los objetos inservibles, los que nadie quería, pero que nadie se atrevía a tirar. En el suelo había varios baúles y cajas apiladas. Todo parecía muy ordenado y muy triste. Pensé que allí debían de haber guardado los objetos personales de la madre de Adam, donde nadie habría vuelto a tocarlos. Se lo pregunté a Adam, pero él me apartó de la ventana.