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Cuando me disponía a poner el resto de las cartas sobre las de Adele, respetando el orden cronológico, me di cuenta de que Adele había escrito su última carta, a diferencia de todas las demás, en una hoja de papel con membrete familiar, como si con ello hubiera querido destacar el compromiso que tenía con su marido. Tom Funston y Adele Blanchard. Me pareció recordar algo vagamente. Blanchard: aquel apellido me sonaba.

– ¿Alice?

Cerré la caja y la dejé en su sitio, sin atarla con la cinta.

– ¡Alice! ¿Dónde estás?

Me puse en pie. Tenía los pantalones llenos de polvo, y el abrigo sucio.

– Alice.

Estaba por allí, llamándome, cada vez más cerca. Fui hacia la puerta sin hacer ruido, alisándome el cabello. Sería mejor que no me encontrara allí. En un rincón de la habitación, a la izquierda de la puerta, había una butaca rota, con un montón de cortinas de damasco amarillas. Retiré un poco la butaca y me agaché detrás, esperando a que se alejaran los pasos. Aquello era ridículo. Si Adam me encontraba en medio de la habitación podría decir que estaba echando un vistazo. En cambio, si me encontraba escondida detrás de una butaca, yo no podría decir nada. Sería una situación más que bochornosa, violenta. Conocía a mi marido. Iba a levantarme cuando de pronto la puerta se abrió, y oí a Adam entrar en la habitación.

– ¿Alice?

Contuve la respiración. Quizá me viera a través del montón de cortinas.

– ¿Estás ahí, Alice?

La puerta se cerró. Conté hasta diez y me levanté. Volví a donde estaba la caja de las cartas, la abrí y saqué la última carta de Adele, añadiendo el robo a mi lista de delitos matrimoniales. Luego cerré la caja, y esta vez la até con la cinta. No sabía dónde poner la carta. No podía guardármela en los bolsillos. Intenté ponérmela en el sujetador, pero llevaba un suéter de canalé ceñido, y se notaba el bulto del papel. ¿Y en las bragas? Al final me quité un zapato y la escondí allí.

Inspiré hondo y fui hacia la puerta. Estaba cerrada con llave. Adam debía de haberla cerrado al salir, por supuesto. Empujé con fuerza, pero no conseguí nada. Miré alrededor, presa de pánico, buscando alguna herramienta. Descolgué la vieja cometa de la pared y saqué la varilla central de la tela. Introduje un extremo de la varilla en la cerradura, aunque no sé qué esperaba conseguir. Oí cómo la llave caía en el suelo, al otro lado de la puerta.

El cristal inferior de la ventana estaba roto. Si retiraba los restos que quedaban enganchados en el marco, quizá pudiera pasar por el hueco. Empecé a quitar cristales. Luego tiré mi abrigo por el hueco. Puse un baúl debajo de la ventana, me subí a él y pasé una pierna. La ventana era demasiado alta: no alcanzaba a tocar el suelo al otro lado. Metí la parte inferior del cuerpo por el hueco de la ventana, hasta que toqué el suelo con la punta de los pies. Noté cómo un cristal que no había retirado me cortaba los vaqueros y me arañaba el muslo, pero seguí deslizándome, hasta que llegué al otro lado. Si alguien me veía ahora, ¿qué pensaría? Ya tenía las dos piernas fuera. Ya estaba. Me agaché y recogí mi abrigo. Me sangraba la mano izquierda. Estaba cubierta de tierra, telarañas y polvo.

– ¿Alice?

Oí la voz de Adam a lo lejos. Inspiré hondo.

– ¡Adam! -Me pareció que controlaba bastante bien la voz-. ¿Dónde estás, Adam? Te he buscado por todas partes. -Me limpié el polvo, me lamí el dedo índice y me limpié con él la cara.

– ¿Dónde te habías metido, Alice? -Apareció por la esquina, tan guapo, tan ansioso.

– Dónde estabas tú, querrás decir.

– Te has cortado la mano.

– No es nada grave. Pero tendría que lavármela.

En el lavabo de las visitas -donde se guardaban las armas, así como las gorras de tweed y las botas de agua verdes- me lavé las manos y la cara.

El padre de Adam estaba sentado en el salón, como si llevara mucho rato allí y nosotros no nos hubiéramos dado cuenta. Tenía un vaso de whisky a su lado. Me acerqué a él y le estreché la mano; noté los delgados huesos bajo la arrugada piel.

– Así que te has buscado una esposa, Adam -comentó-. ¿Os quedáis a comer?

– No -contestó Adam-. Alice y yo nos vamos a un hotel.

Me ayudó a ponerme el abrigo, que yo todavía llevaba hecho un fardo bajo el brazo. Lo miré y sonreí.

VEINTISÉIS

Una noche fueron unas quince personas a casa a jugar al póquer. Se sentaron en el suelo, con cojines, bebieron gran cantidad de cerveza y whisky, y fumaron hasta que todos los ceniceros que teníamos quedaron llenos de colillas. Hacia las dos de la madrugada yo había perdido tres libras, y Adam había ganado veintiocho.

– ¿Cómo es que juegas tan bien? -le pregunté a Adam cuando todos se hubieron marchado; sólo quedaba Stanley, que estaba tumbado en nuestra cama, con los rizos rastafaris esparcidos por la almohada y los bolsillos muy aligerados.

– Son muchos años de práctica. -Enjuagó un vaso y lo puso en el escurridero.

– A veces tengo una sensación muy extraña cuando pienso en todos esos años que pasaron antes de que nos conociéramos -dije. Cogí un vaso que quedaba por allí y lo vacié-. Que cuando yo estaba con Jake, tú estabas con Lily. Y que antes estabas con Françoise, con Lisa, y… -me detuve-. ¿Con quién estabas antes de estar con Lisa?

Él me miró fríamente, sin dejarse engañar.

– Con Penny.

– Ya. -Intenté adoptar un tono indiferente y añadí-: ¿No hubo nadie entre Lisa y Penny?

– No, nadie en particular.

Se encogió de hombros, como hacía él.

– Por cierto, hay un hombre en nuestra cama. -Me levanté y bostecé-. Me temo que tendremos que dormir en el sofá.

– Me da lo mismo, con tal de que estés a mi lado.

Hay una gran diferencia entre no contar una cosa y ocultarla deliberadamente. La llamé desde el despacho, entre dos acaloradas reuniones sobre el retraso con el Drakloop. Me prometí que era la última vez que husmeaba en el pasado de Adam. Sólo quería resolver aquel detalle, y luego lo olvidaría todo.

Cerré la puerta, me senté de cara a la ventana, con vistas a un muro, y marqué el número que figuraba en el membrete de la carta. No conseguí establecer comunicación. Volví a intentarlo, por si acaso. Nada. Llamé a información y me dijeron que aquel número ya no existía. Así que pregunté si podían darme el número de A. Blanchard, en West Yorkshire. No figuraba ningún Blanchard. ¿Y T. Funston? Tampoco. La telefonista me dijo que lo sentía mucho. Casi grité de frustración.

¿Qué se hace para localizar a una persona? Volví a leer la carta, buscando pistas pese a saber que no las había. La carta estaba muy bien escrita; era sencilla y sincera. En ella Adele decía que Tom era su marido, y amigo de Adam. Su sombra estaba presente en todos sus encuentros secretos. Tarde o temprano acabaría descubriéndolo, y ella no podía hacerle tanto daño. Tampoco podía seguir viviendo con el sentimiento de culpa que la embargaba. Le decía a Adam que lo adoraba, pero que no podía seguir viéndolo y que iba a pasar unos días en casa de su hermana; le pedía que no intentara hacerla cambiar de opinión ni ponerse en contacto con ella. Estaba decidida. Aquella aventura permanecería en secreto: él no debía contárselo a nadie, ni siquiera a sus amigos más íntimos; ni siquiera a las mujeres que vinieran después de ella. Afirmaba que jamás lo olvidaría, y confiaba en que Adam la perdonara algún día. Le deseaba mucha suerte.

Era la carta de una persona madura. La dejé en mi mesa y me froté los ojos. Quizá debía zanjar aquel asunto. Adele le había suplicado a Adam que nunca se lo contara a nadie, ni siquiera a sus futuras novias. Adam no estaba haciendo más que cumplir sus deseos. Eso cuadraba con su carácter. Sabía mantener una promesa. Adam hacía las cosas al pie de la letra, a veces exageradamente.