Pasados unos minutos volví a respirar con normalidad. Me eché agua fría en la cara, me peiné, extraje una píldora de su envase y me la tomé. El dolor que sentía en el vientre empezó a desaparecer; ahora sólo me sentía frágil, nerviosa. Afortunadamente, nadie había visto nada. Saqué un café y una chocolatina de la máquina del segundo piso, porque de pronto tenía un hambre voraz, y fui hacia mi despacho. Retiré el envoltorio y el papel de plata de la chocolatina con dedos torpes y temblorosos, y me la comí a bocados. Inicié la jornada de trabajo. Abrí el correo y lo tiré casi todo a la papelera; escribí un memorándum a Mike y luego telefoneé a Jake a su oficina.
– ¿Cómo te va el día? -le pregunté.
– Acabo de empezar.
Yo tenía la impresión de que habían pasado horas desde que había salido de casa. Si me hubiera tumbado y hubiera cerrado los ojos, habría podido dormir varias horas.
– Anoche lo pasé muy bien -dijo Jake bajando la voz. Quizá estaba con más gente.
– Ya. Pero esta mañana me sentía un poco rara, Jake.
– ¿Te encuentras mejor? -Jake parecía preocupado. Nunca me pongo enferma.
– Sí, me encuentro muy bien. Estupendamente. ¿Y tú? ¿Estás bien?
Ya no se me ocurría nada más que decir, pero aun así me resistía a colgar el teléfono. De pronto Jake adoptó un tono preocupado, y le oí decir algo que no entendí a otra persona.
– Bueno, cariño, tengo que dejarte. Adiós.
Pasaron las horas. Fui a otra reunión, esta vez con el departamento de marketing; derramé una jarra de agua en la mesa y no dije nada. Leí el trabajo de investigación que Giovanna me había enviado por email. Vendría a verme a las tres y media. Llamé a la peluquería y pedí hora para la una. Bebí un montón de té amargo y tibio en vasos de plástico. Regué las plantas de mi despacho. Aprendí a decir: «Je voudrais quatre petits pains» y « Ça fait combien?».
Un poco antes de la una cogí mi abrigo, dejé un mensaje para mi ayudante diciendo que iba a estar fuera cerca de una hora y bajé a la calle. Empezaba a lloviznar, y no llevaba paraguas. Miré las nubes, me encogí de hombros y eché a andar a buen paso por Cardamom Street, donde podría coger un taxi para ir a la peluquería. De pronto me paré y se me nubló la vista. Sentí una sacudida en el estómago, y tuve la impresión de que me iba a doblar en dos.
Estaba allí, a pocos metros de mí. Como si no se hubiera movido en toda la mañana. Llevaba la misma chaqueta y los mismos vaqueros negros, y seguía sin sonreír. Estaba allí plantado, mirándome. Tuve la sensación de que nadie me había mirado bien hasta entonces, y de pronto tomé plena conciencia de mí misma: de los latidos de mi corazón, del ritmo de mi respiración, de la superficie de mi cuerpo, por donde se extendía un picor que era mezcla de pánico y emoción.
Tenía más o menos mi edad, unos treinta años. Supongo que era guapo, con sus pálidos ojos azules, su cabello castaño alborotado y sus pómulos altos y planos. Pero yo sólo me daba cuenta de que me miraba con tal intensidad que no podía apartarme de su campo de visión. Me oía respirar con una especie de jadeo entrecortado, pero no me moví, no podía alejarme de allí.
No sé quién dio el primer paso. Quizá yo me acerqué a él dando traspiés, o quizá me quedé esperando a que él se acercara, y cuando nos quedamos plantados frente a frente, sin tocarnos, con los brazos pegados a los costados, él dijo en voz baja:
– Te estaba esperando.
Debería haber soltado una carcajada. Aquélla no era yo; aquello no podía estar ocurriéndome a mí. Yo era Alice Loudon, e iba a cortarme el pelo un día lluvioso de enero. Pero no pude reír, ni sonreír. Sólo pude seguir mirándolo: los ojos azules y separados, la boca ligeramente entreabierta, los labios carnosos. Iba sin afeitar. Tenía un arañazo en el cuello. Llevaba el pelo bastante largo, y despeinado. Sí, ya lo creo: era muy guapo. Me dieron ganas de acariciarle la boca con el pulgar, de sentir el roce de su barbilla en el hueco de mi cuello. Intenté decir algo, pero lo único que logré articular fue un ahogado y remilgado «¡Oh!».
– Por favor -dijo él entonces, sin dejar de mirarme-, ¿quieres venir conmigo?
Podía ser un atracador, un violador, un psicópata. Asentí sin pensarlo, y él bajó de la acera y paró un taxi. Me sostuvo la puerta, pero no me tocó. Una vez dentro, le dio una dirección al taxista, y luego se volvió hacia mí. Vi que debajo de la chaqueta de piel sólo llevaba una camiseta verde oscuro. En el cuello lucía una tira de cuero, con una pequeña espiral de plata. No llevaba anillos. Miré sus largos dedos, las uñas pulidas y limpias y una cicatriz blanca en un pulgar. Eran unas manos prácticas, fuertes, peligrosas.
– ¿Cómo te llamas?
– Alice -contesté. No reconocí mi propia voz.
– Alice -repitió él-. Alice.
Cuando él pronunció aquella palabra no me resultó familiar. Levantó las manos y, suavemente, cuidando de no tocarme la piel, me quitó la bufanda. Olía a jabón y a sudor.
El taxi se detuvo; miré por la ventanilla y vi que estábamos en el Soho. Había un quiosco, una charcutería, restaurantes. Olía a café y a ajo. El desconocido bajó del taxi y, una vez más, me sostuvo la puerta. Notaba la sangre latiendo por mis venas. Empujó una puerta vieja junto a una tienda de ropa, y lo seguí por una estrecha escalera. Sacó un llavero del bolsillo y abrió dos cerraduras. La puerta daba a un pequeño apartamento. Vi estantes, libros, cuadros, una alfombra. Me quedé en el umbral. Era mi última oportunidad. El ruido de la calle entraba por las ventanas: el murmullo de voces, el estruendo de los coches. Cerró la puerta y echó el cerrojo.
Debería haberme asustado, y me asusté, pero no de él, no de aquel extraño. Estaba asustada de mí misma. Ya no me reconocía. Me sentía deshacer de deseo, como si todos los contornos de mi cuerpo se estuvieran desvaneciendo. Empecé a quitarme el abrigo, desabrochando con torpeza los botones de terciopelo, pero él me detuvo.
– Espera -dijo-. Déjame a mí.
Primero me quitó la bufanda y la colgó con cuidado en el perchero. Después el abrigo, tomándose su tiempo. Luego se arrodilló y me quitó los zapatos. Puse una mano en su hombro para no caerme. Volvió a levantarse y empezó a desabrocharme la rebeca, y me fijé en que le temblaban ligeramente las manos. Me desabrochó la falda y me la quitó; la tela hizo un ruido áspero al caer rozándome las piernas. Me quitó las medias, e hizo con ellas una bola endeble que dejó junto a mis zapatos. Apenas me había tocado la piel todavía. Me quitó la blusa y las bragas, y me quedé desnuda en aquella habitación, temblando ligeramente.
– Alice -dijo él con una especie de gemido-. Dios mío, eres preciosa, Alice.
Le quité la chaqueta. Tenía unos brazos fuertes y bronceados, y había otra cicatriz, larga y fruncida, que iba desde el codo hasta la muñeca. Lo imité y me arrodillé para quitarle los zapatos y los calcetines. En el pie derecho sólo tenía tres dedos; me incliné y besé el espacio donde faltaban los otros dos. Él exhaló un débil suspiro. Le saqué la camiseta de los vaqueros; él levantó los brazos, como un niño pequeño, y se la quité por la cabeza. El vientre era liso, y una línea de vello discurría por él. Le desabroché los pantalones y se los quité con cuidado. Tenía las piernas nudosas y muy bronceadas. Le quité los calzoncillos y los dejé en el suelo. Alguien gimió, pero no sé si fue él o si fui yo. Levantó una mano y me puso un mechón de cabello detrás de la oreja; luego me acarició los labios con el dedo índice, muy lentamente. Cerré los ojos.
– No -dijo él-. Mírame.
– Por favor -dije yo-. Por favor.
Me quitó los pendientes y los dejó caer. Oí cómo rebotaban en el parqué.