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– Veré lo que puedo hacer. Y tú -añadió cogiendo a Sherpa del suelo y besándolo en la nariz- tendrás que salir de aquí, porque esto no es apto para gatitos de tu edad.

Lo dejó en el suelo con cuidado, fuera del dormitorio, y cerró la puerta.

– ¿Y yo? -pregunté-. ¿También tengo que salir?

Adam negó con la cabeza.

* * *

A la mañana siguiente salimos a la misma hora y fuimos juntos al metro. Adam iba a coger un tren para salir de Londres, y me dijo que no volvería hasta las ocho. Yo tuve un día frenético en el trabajo, con varias reuniones que me mantuvieron la mente ocupada. Cuando salí, parpadeando, de Drakon y respiré otra vez aire no filtrado, sentí como si tuviera un enjambre de abejas en la cabeza. De camino a casa compré una botella de vino y comida preparada que bastaba con calentar y sacar del envase de papel de aluminio.

Cuando llegué a casa, la puerta de la calle estaba abierta, pero eso no me sorprendió. En el primer piso vivía una profesora de música, y cuando esperaba a algún alumno solía dejar la puerta abierta. Pero cuando llegué a la puerta de nuestro apartamento solté la bolsa de la compra: la habían forzado. Y había algo pegado en ella con celo. Era el acostumbrado sobre marrón. Tenía la boca seca, y me temblaban los dedos cuando arranqué el sobre y lo abrí. Había un mensaje escrito con letras mayúsculas negras:

¿UN DÍA DIFÍCIL, ADAM? DATE UN BAÑO

Empujé suavemente la puerta y escuché. No oí nada.

– ¿Adam? -dije débilmente, en vano.

No obtuve respuesta. Pensé en marcharme, llamar a la policía, esperar a Adam; cualquier cosa menos entrar en el apartamento. Esperé y escuché un rato más, hasta convencerme de que dentro no había nadie. Movida por un extraño impulso de pulcritud automático, recogí la bolsa del suelo y entré en el apartamento. Dejé la bolsa en la mesa de la cocina. Estuve un rato tratando de convencerme de que no sabía qué tenía que hacer. El cuarto de baño. Tenía que ir al cuarto de baño. Aquella persona había ido más lejos, había entrado y nos había gastado alguna broma, nos había dejado algo, para demostrarnos que si quería podía entrar. Que podía hacernos ver lo que quería que viéramos.

Miré alrededor. No habían tocado nada. De modo que, inevitablemente, fui al cuarto de baño. Me paré frente a la puerta. Quizá fuera una trampa. Empujé la puerta. Nada. La abrí del todo y salté hacia atrás. Nada. Entré. Seguramente no era nada, una estupidez; y entonces miré en la bañera. Al principio pensé que alguien había cogido un gorro de piel, lo había bañado en pintura roja para gastarnos una broma y lo había tirado en la bañera. Pero me incliné y vi que era Sherpa, nuestro gato. Me costó reconocerlo porque lo habían abierto en canal y daba la impresión de que hubieran intentado volverlo del revés. El animal había quedado reducido a un espantoso amasijo de sangre, pero de todos modos me agaché y le toqué la cabeza, para despedirme de él.

Cuando Adam me encontró, yo llevaba una hora, o dos, o tal vez más, tumbada en la cama, completamente vestida, con la cabeza debajo de la almohada. Vi su cara de desconcierto.

– El lavabo -dije-. La nota está en el suelo.

Lo oí marcharse y volver. Su expresión era glacial, pero cuando se tumbó a mi lado y me abrazó vi que tenía lágrimas en los ojos.

– Lo siento mucho, Alice -dijo.

– Sí -dije sollozando-. No, tú no tienes la culpa.

Adam negó con la cabeza.

– Yo… yo… -Se le quebró la voz, y me abrazó con fuerza-. No te hice caso. Estaba… Tenemos que llamar a la policía. ¿Qué hago? ¿Marco el 999?

Me encogí de hombros. Las lágrimas corrían por mis mejillas, y no podía hablar. Oí a Adam hablar por teléfono, insistente. Cuando llegaron los dos agentes de policía, una hora y media más tarde, yo ya me había serenado un poco. Eran muy altos, y hacían que el apartamento pareciera pequeño; entraron moviéndose con torpeza, como si temieran tirar algo al suelo. Adam los condujo hasta el cuarto de baño. Uno de los agentes soltó un taco. Cuando salieron, los agentes sacudían la cabeza.

– Maldita sea -dijo uno de ellos-. Qué cerdos.

– ¿Cree que había más de uno?

– Chiquillos -dijo el otro-. Están chalados.

O sea que no había sido Tara, después de todo. Ya no entendía nada. Estaba convencida de que había sido ella. Miré a Adam.

– Mire -dijo él, enseñándoles la nota a los policías-. Hace un par de semanas que recibimos notas como ésta. Y también llamadas.

Los agentes miraron la nota sin excesivo interés.

– ¿Van a buscar huellas dactilares?

Se miraron.

– Les tomaremos declaración -dijo uno de ellos, y sacó un bloc de notas de su chaqueta.

Le dije que había encontrado a nuestro gato abierto en canal en la bañera de nuestra casa. Que habían forzado la puerta. Que habíamos recibido notas y llamadas anónimas, aunque no nos habíamos molestado en denunciarlas, pero que últimamente parecían haber cesado. El policía lo anotó todo con detalle. Cuando iba por la mitad se le terminó la tinta del bolígrafo, y yo le di uno que llevaba en el bolsillo.

– Esto es cosa de chiquillos -dijo cuando hube terminado.

Al salir, los policías miraron la puerta con desaprobación.

– Deberían instalar una puerta más robusta -dijo uno de ellos-. Mi hijo de tres años podría abrir ésta de una patada.

Y se marcharon.

Dos días más tarde, Adam recibió una carta de la policía. «Querido señor Tallis -rezaba el encabezamiento, escrito a mano; pero el texto era fotocopiado. Continuaba así-: Ha denunciado usted un delito. No se ha realizado ninguna detención, pero el caso sigue abierto. Si tiene alguna otra información, le rogamos que se ponga en contacto con el oficial de servicio de la comisaría de Wingate Road. Si necesita asistencia de un Grupo de Apoyo para Víctimas, le rogamos que acuda al oficial de servicio de la comisaría de Wingate Road. Atentamente.» La firma era un garabato. Un garabato fotocopiado.

VEINTIOCHO

Mentir cada vez resulta más fácil. En parte es cuestión de práctica. Me convertí en una actriz que interpretaba con seguridad su papel de Sylvie Bushnell, la periodista o la amiga consternada. También descubrí que generalmente la gente da por sentado que lo que uno le dice es verdad, sobre todo si uno no intenta venderles un seguro de vida ni una aspiradora industrial.

Pues bien, tres días después de revolver en el cubo de basura de una mujer asesinada a la que no había conocido, estaba sentada en una casa de un pueblo del centro de Inglaterra, bebiéndome el té que me había preparado su madre. Había sido muy fácil llamarla por teléfono, decir que había conocido a Tara, que me encontraba en la región, que me gustaría pasar a saludarlos. La madre de Tara se había mostrado encantada, casi efusiva.

– Es usted muy amable, señora Blanchard -dije.

– Llámame Jean, por favor -repuso ella.

Jean Blanchard tenía cincuenta y tantos años, más o menos la edad de mi madre, y llevaba pantalones y una rebeca. Tenía una melena corta y entrecana y profundas arrugas en la cara, que parecían talladas en madera, y me pregunté cómo pasaría las noches. Me ofreció un plato de galletas. Cogí una pequeña y delgada y la mordisqueé, intentando no pensar en que se la estaba robando.

– ¿De qué conocías a Tara?

Inspiré hondo. Pero lo tenía todo planeado.

– No la conocía muy bien -dije-. Teníamos un grupo de amigos comunes en Londres.

Jean Blanchard asintió con la cabeza.

– Cuando se marchó a Londres sufrimos mucho por ella. Era la primera de la familia que se iba a vivir lejos de aquí. Sin embargo, yo sabía que era una joven madura, capaz de cuidar de sí misma.