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– Londres es una ciudad muy grande.

– Sí, eso mismo pensaba yo -replicó la señora Blanchard-. A mí nunca me ha gustado. Christopher y yo fuimos a ver a Tara, y la verdad es que no lo pasamos nada bien, con tanto ruido, tantos coches y tanta gente. Tampoco nos gustó el piso que nuestra hija tenía alquilado. Pensábamos ayudarla a buscar otro, pero entonces ese… -Le falló la voz.

– ¿Qué opinaba Adele? -pregunté.

La señora Blanchard me miró con extrañeza.

– ¿Qué quieres decir? No te entiendo.

Había metido la pata en algo. De pronto sentí vértigo, como si estuviera al borde de un precipicio y hubiera tropezado. Intenté desesperadamente averiguar qué era lo que había entendido mal. ¿Me había equivocado de familia? ¿Eran Adele y Tara una sola persona? No, ya le había mencionado a Adele a la compañera de piso de Tara. Tenía que decir algo que no me comprometiera.

– Tara hablaba mucho de Adele.

La señora Blanchard asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Esperé, sin atreverme a decir nada más. Ella sacó un pañuelo de su bolsillo, se secó las lágrimas y se sonó.

– Sí, claro, por eso se marchó a Londres. No superó lo de Adele… Y luego murió Tom.

Me incliné hacia delante y puse una mano sobre la de la señora Blanchard.

– Lo siento mucho -dije-. Debió de ser terrible para usted. Una cosa detrás de otra. -Necesitaba más información-. ¿Cuándo ocurrió?

– ¿Lo de Tom?

– No, lo de Adele.

La señora Blanchard compuso una triste sonrisa.

– Supongo que para los demás hace mucho tiempo. Enero del noventa. Antes contaba los días.

– Yo no llegué a conocer a Adele -dije; era la primera frase sincera que pronunciaba ante la señora Blanchard-. Pero creo que conozco… que conocí -me corregí por si acaso- a algunos amigos suyos. Alpinistas. Deborah, Daniel, Adam… ¿cómo se llamaba?

– ¿Tallis?

– Sí, creo que sí -dije-. Ha pasado mucho tiempo.

– Sí, Tom escalaba con él. Pero nosotros lo conocíamos desde que era niño. Éramos amigos de sus padres, hace mucho tiempo.

– Ah, ¿sí?

– Se ha hecho muy famoso. Salvó la vida a unos alpinistas, y ha salido en los periódicos.

– ¿En serio? No lo sabía.

– Mira, te lo podrá contar él mismo. Va a venir esta tarde a tomar el té.

Sentí un interés casi científico por ver cómo me las iba a ingeniar para seguir inclinada hacia delante con expresión afligida, pese a que tenía la sensación de que el suelo de madera se desplazaba hacia mí e iba a chocar contra mi cara. Tenía unos segundos para pensar en algo. ¿O debía simplemente relajarme y dejarme llevar, y permitir que se produjera el desastre? Pero en lo más remoto de mi mente todavía persistía el instinto de supervivencia.

– Me encantaría -dije sin pensarlo más-. Pero desgraciadamente tengo que volver. Me temo que no puedo entretenerme más. Muchas gracias por el té.

– Pero si acabas de llegar -protestó la señora Blanchard-. Antes de que te vayas, tengo que enseñarte una cosa. He estado revisando los objetos personales de Tara, y creo que te interesará ver su álbum de fotografías.

Me quedé mirando su triste rostro.

– Claro que sí, Jean -repliqué.

Miré rápidamente la hora: eran las tres menos veinticinco. Los trenes llegaban a Corrick cada hora en punto, y yo había tardado diez minutos en ir desde la estación hasta la casa a pie, de modo que Adam no podía haber llegado en el último tren. ¿Y si venía en coche? No me parecía probable.

– ¿Sabe a qué hora sale el tren para Birmingham? -pregunté a la señora Blanchard cuando regresó con el álbum de fotografías debajo del brazo.

– Sí, sale cada hora y cuatro… -Miró la hora-. El próximo es el de las tres y cuatro.

– Entonces me queda tiempo -dije esbozando una sonrisa forzada.

– ¿Quieres otra taza de té?

– No, gracias -dije-. Pero me encantaría ver las fotografías. Si a usted no le importa.

– Claro que no.

Acercó más su silla a la mía. Mientras ella hablaba, yo iba haciendo cálculos mentales. Si salía a las tres menos cuarto llegaría a la estación antes de que llegara Adam. Y, por supuesto, quizá él no llegara a las tres; pero, si lo hacía, yo ya estaría a salvo en el otro andén y podría buscar un sitio donde esconderme. La señora Blanchard le comentaría que una chica que lo conocía acababa de marcharse, pero yo no recordaba haber hecho nada que pudiera delatarme. Adam creería que se trataba de una de las tantas chicas que había conocido.

Pero ¿y si me equivocaba? ¿Y si Adam llegaba mientras yo todavía estaba allí? Hice varios intentos de planear algo que pudiera decir, pero lo descarté todo. Necesitaba toda mi concentración sólo para mantenerme erguida, para seguir hablando. Yo no sabía nada de Tara Blanchard, salvo que habían encontrado su cadáver en un canal de East London. Ahora tenía todo su pasado ante mí: una niñita de rostro angelical jugando en el cajón de arena de su parvulario. Con dos coletas y blazer. En traje de baño y con vestidos de fiesta. Adele también salía en muchas fotografías. De niña parecía seria y regordeta, pero al crecer se fue haciendo esbelta y hermosa. Tenía que admitir que Adam tenía buen gusto. Pero aquello se estaba alargando demasiado. Consulté mi reloj varias veces seguidas. A las tres menos dieciocho minutos todavía íbamos por la mitad del álbum. Entonces la señora Blanchard hizo una pausa para contarme una historia que yo ni siquiera podía escuchar. Fingía tan bien que me interesaba, que tuve que pasar la página para ver qué venía a continuación. Menos cuarto. Todavía no habíamos llegado al final. Las tres menos trece.

– Éste es Adam.

Hice un esfuerzo y miré. Se parecía mucho al Adam que yo conocía. Llevaba el cabello más largo. Iba sin afeitar. Posaba, sonriente, con Adele, Tara, Tom y un par de personas más a las que yo no conocía. Intenté descubrir algún gesto de complicidad entre él y Adele, pero no lo vi.

– No, no lo conozco -dije-. Debo de haberlo confundido con otra persona.

Quizá así la señora Blanchard no le mencionara mi visita a Adam. Pero no debía confiar excesivamente en eso. Las tres menos diez. Sentí un violento alivio al ver que la señora Blanchard llegaba a una página en blanco del álbum. Tenía que mostrarme firme. Le cogí la mano.

– Jean, ha sido… -Me interrumpí, como si las emociones que sentía no pudieran expresarse con palabras-. Ahora tengo que irme.

– Deja que te lleve en coche -se ofreció ella.

– No -dije, intentando dominar mi tono de voz para no gritar-. Después de todo esto, prefiero dar un paseo.

Jean dio un paso hacia delante y me abrazó.

– Vuelve cuando quieras, Sylvie -dijo.

Le prometí que lo haría, y unos segundos más tarde salía por el camino de la casa. Pero por lo visto el camino era más largo de lo que yo creía. Faltaban seis minutos para las tres. Me planteé ir en la dirección opuesta, pero eso quizá fuera todavía peor. En cuanto dejé el camino de la casa y llegué a la calle, eché a correr. Mi cuerpo no estaba preparado para aquello. Cuando sólo había recorrido unos cien metros, empecé a jadear y a notar fuertes pinchazos en el pecho. Doblé otra esquina y vi la estación a lo lejos, demasiado lejos. Seguí corriendo, pero en cuanto llegué al aparcamiento, lleno de coches, vi que un tren llegaba a la estación. No podía arriesgarme a entrar en la estación y encontrarme a Adam. Miré alrededor, desesperada. No veía dónde esconderme. Lo único que había era una cabina telefónica. Me metí dentro y descolgué el auricular. Me coloqué de espaldas a la estación, pero estaba justo junto a la entrada. Miré mi reloj. Las tres y un minuto. Oí cómo arrancaba el tren. El mío llegaría dentro de uno o dos minutos. Esperé. ¿Y si Adam salía de la estación y quería hacer una llamada?

Pensé que todo aquello era una estupidez. Lo más probable era que Adam no hubiera cogido aquel tren. La tentación de darme la vuelta se hizo casi irresistible. Oí pasos de gente que salía de la estación y bajaba a la grava del parque. Unos pasos se detuvieron detrás de mí. Vi la imagen incompleta reflejada en el cristal, delante de mí, de alguien que esperaba fuera de la cabina a que yo terminara. No la distinguía bien. Dieron unos golpecitos en la puerta. Me acordé de que tenía que disimular, y dije unas cuantas frases inconexas por el auricular. Me volví ligeramente. Allí estaba, un poco más arreglado que de costumbre. Se había puesto una chaqueta. No me fijé en si llevaba corbata. Había pasado por delante de la cabina y se dirigía al aparcamiento. Paró a una anciana y le dijo algo. Ella se volvió y señaló calle arriba. Adam echó a andar.