Oí llegar otro tren. El mío. Recordé, horrorizada, que mi tren salía del otro andén. Tendría que cruzar el puente. No te des la vuelta, Adam, no te des la vuelta. Colgué el auricular, salí corriendo de la cabina y choqué con la mujer que esperaba fuera, que soltó un grito de enojo. Fue a decirme algo, pero yo ya había desaparecido. ¿Se habría dado la vuelta Adam? Las puertas automáticas del tren se estaban cerrando cuando llegué al andén. Metí un brazo entre sus fauces. Supuse que algún mecanismo electrónico inteligente lo advertiría y volvería a abrirlas. ¿O seguiría el tren su camino? De pronto me imaginé arrastrada bajo las ruedas, y encontrada completamente desfigurada en la estación siguiente. Entonces sí que Adam tendría un enigma que resolver.
Las puertas se abrieron. No me lo merecía. Me senté en un extremo del vagón, lejos de los otros pasajeros, y rompí a llorar. Entonces me miré el brazo. La goma de la puerta me había dejado una marca negra, como un brazalete de luto. Eso me hizo reír. No pude evitarlo.
VEINTINUEVE
Estaba sola. Al fin me daba cuenta de lo sola que estaba, y entonces llegó el miedo.
Adam aún no había vuelto a casa cuando yo regresé de visitar a la señora Bíanchard, por supuesto, aunque me imaginé que no tardaría en llegar. Me puse rápidamente una camiseta y me metí en la cama, como si me sintiera culpable de algo. Me quedé tumbada a oscuras. No había comido nada en todo el día, y de vez en cuando me hacía ruido el estómago, pero no quería levantarme e ir a la cocina. No quería que Adam entrara en casa y me encontrara inspeccionando la nevera o comiendo en la mesa de la cocina, ni en ninguna otra situación doméstica normal y corriente. ¿Qué le iba a decir? Lo único que se me ocurría eran preguntas, pero eran preguntas que no podía formularle. Con cada nueva mentira, me había acorralado en un rincón, y ya no sabía cómo escapar de allí. Pero él también me había mentido. Me estremecí al recordarme escondida en aquella cabina telefónica mientras él pasaba por mi lado. Qué farsa tan horrenda. Nuestro matrimonio se basaba en el deseo y la mentira.
Cuando llegó, silbando débilmente, me quedé inmóvil y fingí que dormía. Lo oí abrir la puerta de la nevera, sacar algo y volver a cerrarla. Lo oí abrir una lata de cerveza y beber. Ahora se estaba quitando la ropa y la dejaba en el suelo. Retiró el edredón y se acostó a mi lado, y noté aire frío. Sus manos se deslizaron por mi cintura. Suspiré, como si estuviera profundamente dormida, y me aparté un poco de él. Adam siguió mi movimiento y pegó su cuerpo contra el mío. Mantuve el ritmo de la respiración. Adam no tardó en quedarse dormido, echándome el cálido aliento en el cuello. Entonces intenté pensar.
¿Qué sabía? Sabía que Adam había tenido una relación amorosa secreta con una mujer a la que, evidentemente, le había ocurrido algo. Sabía que esa mujer tenía una hermana que había recogido artículos de periódico sobre Adam y a la que unas semanas atrás habían hallado muerta en un canal. Sabía, por supuesto, que otra de sus amantes, Françoise, la del largo cabello negro, había muerto en la montaña, y que Adam no había logrado rescatarla. Pensé en esas tres mujeres mientras él dormía a mi lado. Cinco personas en la cama.
Adam siempre había vivido rodeado de pérdida y violencia. Pero, al fin y al cabo, vivía en un mundo donde hombres y mujeres sabían que podían morir prematuramente, y donde el riesgo era parte del juego. Me escabullí con cuidado de su abrazo y me di la vuelta, de modo que pudiera verlo. La luz de las farolas de la calle apenas me permitía verle la cara, serena y dormida, con los carnosos labios resoplando débilmente al respirar. Sentí una profunda lástima por él. No era de extrañar que a veces fuera raro y lúgubre, ni que expresara el amor con violencia.
Me desperté cuando empezaba a clarear, y me levanté de la cama. El parqué crujió, pero Adam no se despertó. Tenía un brazo por encima de la cabeza. Parecía totalmente confiado, allí desnudo y soñando, pero no me sentí capaz de permanecer a su lado por más tiempo. Cogí lo primero que encontré (pantalones negros, botas, un jersey naranja de cuello alto que tenía los codos gastados) y me vestí en el cuarto de baño. No me molesté en lavarme los dientes ni en ducharme. Ya lo haría más tarde. Ahora tenía que salir de allí, estar sola para pensar y, sobre todo, evitar que Adam me encontrara a su lado al despertarse. Salí del apartamento y cerré la puerta con cuidado.
No sabía adonde iba. Caminaba a buen paso, sin chaqueta, dejando que el aire me llenara los pulmones. Ahora que se había hecho de día me sentía más tranquila: seguro que de un modo u otro lo solucionaría. Paré en una cafetería cerca de Shepherd's Bush y me tomé un café solo y sin azúcar. El olor a grasa y a tocino me mareó un poco. Eran casi las siete, y ya había mucho tráfico en las calles. Me puse a andar de nuevo, recordando las instrucciones que Adam me había dado cuando estuvimos en Lake District. Coge un ritmo, paso a paso, respira bien, no mires muy lejos. No pensaba en nada: sólo caminaba. Los quioscos ya estaban abiertos, así como algunas tiendas de comida. Al cabo de un rato me di cuenta de adonde me llevaban mis pasos, pero no me detuve, aunque cada vez iba más despacio. Quizá no fuera tan mala idea, al fin y al cabo. Necesitaba hablar con alguien, y no quedaban muchos candidatos.
Llegué allí a las ocho y diez, llamé con decisión a la puerta y de pronto me puse terriblemente nerviosa. Pero ya era demasiado tarde para huir. Oí unos pasos, y luego apareció ante mí.
– Hola, Alice.
No parecía sorprendido de verme, pero tampoco daba la impresión de que se alegrara demasiado. No me pidió que entrara.
– Hola, Jake.
Nos miramos fijamente. La última vez que nos habíamos visto yo lo había acusado de poner arañas en mi botella de leche. Jake todavía iba en bata, pero era una bata desconocida, posterior a mí.
– ¿Pasabas por aquí? -dijo con un vestigio de su antigua ironía.
– ¿Puedo entrar? Sólo será un momento.
Abrió la puerta del todo y se retiró.
– Está todo muy cambiado -comenté mirando alrededor.
– ¿Qué esperabas?
El sofá y las cortinas eran nuevos, y también unos enormes cojines que había en el suelo, junto a la chimenea. En las paredes (ahora pintadas de verde, y no de color hueso) había un par de cuadros que no había visto nunca. No había ninguna fotografía mía con Jake.
Aunque no había llegado a pensar en ello, ahora me daba cuenta de que me había imaginado que entraría en mi antiguo hogar, el hogar que había rechazado, y que lo encontraría esperándome, pese a que yo había dejado muy claro, casi con crueldad, que no pensaba volver allí. Para ser sincera conmigo misma, tenía que admitir que en cierto modo también había imaginado que Jake estaría esperándome, sin que importara lo que yo le hubiera hecho. Que me rodearía con el brazo y me pediría que me sentara, y me prepararía té y tostadas, y me dejaría contarle mis penas matrimoniales.
– Me he equivocado -dije al fin.
– ¿Quieres una taza de café, ya que estás aquí?
– No. Bueno, sí.