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– ¿O un psiquiatra? -la interrumpí, enojada, y luego me controlé. No podía recriminarle que tuviera algunas reservas. Yo también las tenía-. Ya sé que tú no eres amiga mía, pero no puedo hablar de esto con un amigo, ni con un familiar. Y es lógico que desconfíes de mí. Si he acudido a ti es porque sabes cosas que otros no saben.

– ¿Es eso lo que nos une? -preguntó Joanna, casi con desdén; pero luego compuso una sonrisa más comprensiva-. No importa. En el fondo también me halaga que hayas querido hablar conmigo. Veamos, ¿de qué se trata?

Inspiré hondo y le conté, hablando en voz baja, lo que había hecho aquellos últimos días y semanas: los detalles que había intercambiado con Adam sobre nuestro historial sexual, las cartas de Adele que había encontrado, la muerte de su hermana, la visita que le había hecho a su madre. Cuando le expliqué lo de la señora Blanchard, Joanna arqueó las cejas, pero no hizo ningún comentario. Me sentía muy extraña describiéndole todo aquello a otra persona, y mientras hablaba me escuchaba a mí misma, como si oyera hablar a una desconocida. Eso me hizo comprender que había estado llevando una existencia hermética, y que llevaba mucho tiempo dándole vueltas a todo aquello, sin confiarme a nadie. Intenté hacer un relato claro y cronológico. Cuando terminé, le enseñé a Joanna el artículo sobre la desaparición de Adele. Ella lo leyó con gesto de concentración y luego me lo devolvió.

– ¿Y bien? -dije-. ¿Crees que estoy loca?

Joanna encendió otro cigarrillo.

– Mira -dijo con cierto desasosiego-, si no lo tienes claro, ¿por qué no lo dejas y punto?

– Adele abandonó a Adam. Tengo la carta en que cortaba con él. Está datada el 14 de enero de 1990.

Joanna se mostró francamente impresionada, e hizo un esfuerzo para ordenar sus ideas.

– A ver si lo he entendido bien -dijo pasados unos instantes-. ¿Me estás diciendo que cuando esa tal Adele rompió con Adam, tu marido, él la mató y logró deshacerse de su cadáver de modo que no la encontraron?

– Alguien se deshizo de su cadáver.

– Quizá se suicidó. O se marchó de su casa sin decir nada.

– La gente no desaparece por las buenas.

– Ah, ¿no? ¿Sabes cuántos casos de desapariciones no resueltos hay en Gran Bretaña?

– No, claro que no.

– Pues tantos como personas viven en Bristol o Stockport, o cualquier otra ciudad mediana. En este país hay toda una ciudad secreta habitada por desaparecidos. Gente que desaparece por las buenas.

– La última carta que le escribió a Adam no era desesperada. En ella le decía que había decidido quedarse con su marido.

Joanna volvió a llenar las copas.

– ¿Tienes algún tipo de prueba que incrimine a Adam? ¿Cómo sabes que él no estaba escalando en ese momento?

– Era invierno. Además, la carta se la envió a una dirección de Londres.

– Por el amor de Dios, Alice, no se trata sólo de que no tengas ninguna prueba. ¿De verdad crees que tu marido es capaz de matar a una mujer a sangre fría y seguir como si nada?

Reflexioné un momento y respondí:

– Creo que Adam es capaz de hacer cualquier cosa que se proponga.

– No te entiendo -confesó Joanna esbozando una sonrisa-. Por primera vez hoy, da la impresión de que lo amas.

– Claro. Eso no tiene nada que ver. Pero ¿tú qué opinas de lo que te he contado?

– ¿Cómo que qué opino? ¿Qué esperas de mí? En cierto modo me siento responsable de lo que está pasando. Fui yo la que te contó lo de la violación, y la que te metió en esta locura. Creo que yo te metí en este lío, y que ahora tú quieres demostrar algo, lo que sea, para poder estar tranquila. Mira… -Hizo un gesto de impotencia-. La gente no hace esas cosas.

– Eso no es cierto -la contradije. Sentía una extraña serenidad-. Tú lo sabes mejor que nadie. Pero ¿qué debo hacer?

– Aunque lo que dices fuera cierto, y seguro que no lo es, no tienes ninguna prueba, ni forma de encontrarla. No vas a averiguar nada más de lo que ya sabes, que no es nada. Y eso significa que tienes dos opciones. La primera es dejar a Adam.

– No puedo. No me atrevo. No lo conoces, Joanna. Si estuvieras en mi lugar, sabrías que eso es imposible.

– Si piensas seguir con él, no puedes pasarte el resto de la vida viviendo como una agente doble. Lo estropearías todo. Si estás decidida a seguir adelante, tienes que contárselo todo, por el bien de los dos. Tienes que confesarle tus temores a Adam.

Me reí. No tenía ninguna gracia, pero no pude evitarlo.

* * *

– Tienes que ponerte un poco de hielo.

– ¿Dónde, Bill? Me duele todo.

Se rió.

– Pero piensa en el favor que le has hecho a tu sistema cardiovascular.

Bill Levenson parecía un socorrista retirado, pero en realidad era el director de nuestro departamento en Pittsburgh. Había llegado a principios de aquella semana y llevaba varios días dirigiendo reuniones y haciendo valoraciones. Yo temía que me sometiera a un interrogatorio en la sala de juntas, pero Bill me invitó a reunirme con él en su gimnasio para jugar un partido de racquetball. Le dije que nunca había oído hablar de ese juego.

– ¿Has jugado al squash alguna vez?

– No.

– ¿Has jugado al tenis?

– En el colegio.

– Pues es lo mismo.

Me presenté con unos pantalones cortos a cuadros que me quedaban bastante bien, y me reuní con Bill delante de lo que parecía una pista de squash normal. Bill me dio unas gafas protectoras y una raqueta que parecía una raqueta de nieve. Resultó que el racquetball no tenía nada que ver con el tenis. Recordé algunas escenas de cuando jugaba al tenis en el colegio: unas cuantas carreras por la línea de fondo, unos cuantos golpes delicados con la raqueta, muchas risas y mucho coqueteo con el entrenador. El racquetball consistía en perseguir sin cesar la pelota para golpearla, lo cual me produjo rápidamente un silbido de tuberculoso y una intensa sudoración, mientras los músculos de mis brazos y mis muslos empezaban a estremecerse y a sufrir misteriosos espasmos. Al principio no me importó concentrarme en una actividad física que alejaba de mi mente todas mis preocupaciones. Lástima que mi cuerpo no soportara semejante presión.

Cuando sólo habían pasado veinte minutos de la media hora programada, caí de rodillas, dije «¡Basta!», y Bill me sacó de la pista. Al menos no tuve ocasión de observar cómo reaccionaban los otros miembros del gimnasio de Bill, ágiles y bronceados. Me llevó hasta la puerta del vestuario de señoras. Cuando me reuní con él en el bar, mi aspecto había mejorado un tanto, pero tenía que concentrarme mucho para caminar, como si acabara de aprender a hacerlo.

– He pedido dos botellas de agua -anunció Bill, al tiempo que se ponía en pie para recibirme-. Necesitas hidratarte.

Lo que necesitaba era un gintonic doble y una cama, pero acepté el agua cobardemente. Bill se quitó el reloj y lo dejó sobre la mesa.

– He leído tu informe -dijo-, y vamos a dedicarle cinco minutos, ni uno más y ni uno menos.

Abrí la boca con intención de protestar, pero por una vez no se me ocurrió nada que decir.

– Son sandeces, como tú ya sabes. El Drakloop se está estrellando, y nosotros vamos a pagar el pato. A juzgar por el tono… ¿cómo lo diría?… distante de tu informe, deduzco que eres consciente de ello.

Lo único que habría podido decir para ser sincera era que el tono de mi informe era distante porque desde hacía unos meses tenía la mente en otros asuntos. Así que no dije nada.