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– El nuevo diseño todavía no funciona -prosiguió Bill-. Y no creo que llegue a funcionar. Y tú tampoco lo crees. Lo que tendría que hacer es cerrar el departamento. Si crees que tengo alguna alternativa, dímelo ahora.

Me tapé la cara con las manos y por un instante creí que me iba a quedar así hasta que Bill se hubiera marchado. O quizá debía marcharme yo. Ahora, la otra parte de mi vida también era un desastre. Entonces pensé: mierda. Levanté la cabeza y miré el rostro ligeramente sorprendido de Bill. Quizá pensó que me había quedado dormida.

– Verás -dije, ganando tiempo para pensar-. Lo del cobre impregnado fue una pérdida de tiempo. Las ventajas no eran significativas, y de todos modos no han sabido hacerlo. La prioridad de la facilidad de aplicación también fue un error. Eso reduce su eficacia como anticonceptivo. -Bebí un sorbo de agua-. El problema no está en el diseño del Drak IV. El problema está en el diseño de los cuellos uterinos a los que se sujetan.

– Entonces ¿qué hacemos?

Me encogí de hombros.

– Olvidarnos del Drak IV. Darle un par de retoques al Drak III y llamarlo Drak IV. Después, gastarnos dinero en anuncios y en ponerlos en revistas femeninas. Pero no con fotografías difuminadas de parejas contemplando la puesta de sol en la playa, sino con información detallada que explique para qué mujeres es adecuado el DIU y para qué mujeres no. Sobre todo, hay que informarles sobre la aplicación. La aplicación correcta supondría una mejora sobre lo que podría haber aportado el Drak IV si hubiera funcionado. -Entonces tuve una idea-. Y podrías pedirle a Giovanna que organice un programa de reciclaje para médicos de cabecera. No puedo sugerirte nada más. Estoy hecha polvo.

Bill soltó un gruñido y cogió su reloj.

– De todos modos, ya han pasado los cinco minutos -dijo, y se ató el reloj a la muñeca.

Levantó un maletín de piel que había dejado en el suelo, lo colocó sobre la mesa y lo abrió. Supuse que iba a sacar de él mi carta de despido, pero lo que sacó fue una revista. Se llamaba Guy, y saltaba a la vista que era para hombres.

– Mira esto -dijo-. Ahora sé algo más acerca de ti. -Me dio un vuelco el corazón, pero mantuve la sonrisa. Sabía lo que iba a pasar a continuación-. Madre mía -exclamó -. Tu marido es increíble.

Abrió la revista. Vi fotografías de montañas, caras con gafas, algunas de ellas conocidas: Klaus, aquella elegante fotografía de Françoise que, al parecer, era la única que habían encontrado los periodistas; una preciosa de Adam hablando con Greg.

– Sí, es increíble -afirmé.

– Cuando iba al instituto hacía excursionismo, y ahora esquío de vez en cuando, pero esos alpinistas… Eso sí que es fuerte. Es lo que a todos nos gustaría ser capaces de hacer.

– Hombre, murieron muchas personas… -aporté.

– No me refiero a eso. Me refiero a lo que hizo tu marido. Mira, Alice, yo lo dejaría todo, mi carrera, todo, a cambio de saber eso de mí mismo, a cambio de haber demostrado mi valía. Es un artículo interesantísimo. Han entrevistado a todo el mundo, y él lo hizo. Adam fue la pieza clave. Mira, no sé qué planes tienes, pero me marcho el domingo. Quizá podríamos reunimos todos un día.

– Sí, sería genial -repuse con cautela.

– Para mí sería un honor -añadió Bill.

– ¿Me la dejas? -pregunté, señalando la revista.

– Claro -contestó Bill.

TREINTA Y DOS

Era evidente que lo había despertado, aunque eran más de las once: tenía los ojos hinchados y llevaba un pijama arrugado y mal abrochado. Iba muy despeinado, y eso lo hacía parecer aún más peludo de como yo lo recordaba.

– Hola, Greg.

– ¿Sí?

Me miró desde el umbral, y no dio ninguna señal de haberme reconocido.

– Soy Alice. Perdona que te moleste.

– ¿Alice?

– Alice, la mujer de Adam. Nos conocimos en la presentación del libro.

– Ya me acuerdo. -Hizo una pausa-. Pasa, ¿quieres? Como verás, no esperaba visitas esta mañana. -De pronto sonrió, y volvieron a destacarse sus dulces ojos azules en aquella cara arrugada y sin lavar.

Me había imaginado que Greg viviría en una leonera, pero la casa, pequeña, estaba muy limpia y ordenada. Había fotografías de montañas por todas partes: fabulosas cumbres nevadas en blanco y negro o a todo color en todas las paredes blancas. Me sentí un poco extraña, plantada en aquella casa exageradamente limpia, y rodeada de unos paisajes tan colosales.

Greg no me pidió que me sentara, pero de todos modos lo hice. Había cruzado toda la ciudad para verlo, aunque no sabía por qué. Quizá porque recordaba que me había caído bien cuando lo conocí, y me aferré a eso. Carraspeé, y de pronto Greg volvió a sonreír.

– Mira, Alice -dijo-. Te sientes incómoda porque acabas de presentarte en mi casa sin que yo te haya invitado, y no sabes por dónde empezar. Y yo también me siento incómodo porque no voy vestido, como iría cualquier persona respetable a estas horas, y porque tengo una resaca de miedo. Así que ¿por qué no vamos a la cocina? Te enseñaré dónde están los huevos, y puedes preparar unos huevos revueltos y una cafetera mientras yo me visto. Luego podrás contarme a qué has venido. Porque me imagino que esto no es una simple visita de cortesía, ¿verdad?

Me quedé muda.

– Y da la impresión de que llevas semanas sin comer nada.

– No he comido mucho -reconocí.

– ¿Te apetecen unos huevos?

– Vale.

* * *

Batí cuatro huevos y los puse a freír a fuego lento, removiendo todo el rato. Los huevos revueltos hay que cocinarlos despacio, y servirlos poco hechos. Hasta yo sé eso. Preparé el café (me quedó demasiado fuerte, pero seguramente a ambos nos sentaría bien un exceso de cafeína) y tosté cuatro rebanadas de pan. Cuando Greg volvió a la cocina, el desayuno esperaba en la mesa. Me di cuenta de que estaba muerta de hambre, y los huevos, salados y jugosos, y las tostadas con mantequilla me tranquilizaron. El mundo dejó de oscilar ante mis ojos. Acompañé la comida con grandes sorbos de café amargo. Greg, sentado enfrente de mí, comía con placer metódico, repartiendo los huevos uniformemente sobre las tostadas, y cortando cuadrados perfectos con el cuchillo. Me sentí extrañamente sociable. No dijimos nada mientras comíamos.

Cuando hubo terminado, Greg dejó el tenedor y el cuchillo y apartó su plato. Me miró, expectante. Inspiré hondo, le sonreí y noté el calor de mis lágrimas en las mejillas. Eso me desanimó. Greg me acercó una caja de pañuelos de papel y esperó.

– Pensarás que estoy loca -dije, y me soné la nariz-. Creí que a lo mejor tú me ayudabas a entender.

– A entender ¿qué?

– A Adam, supongo.

– Ya.

Greg se levantó bruscamente y dijo:

– Vamos a dar un paseo.

– No he cogido el abrigo. Me lo he dejado en la oficina.

– Te prestaré una chaqueta.

Bajamos y echamos a andar a buen paso por la ajetreada calle que conducía al Shoreditch y, más allá, al Támesis. De pronto Greg me guió por una escalera, y llegamos al camino de sirga de un canal. Desde allí no se veían los coches, y daba la impresión de que uno estaba en el campo. Era una sensación tranquilizadora, pero entonces me acordé de Tara. ¿Era en este canal donde habían encontrado su cadáver? No lo sabía. Greg caminaba deprisa, como Adam, y con la misma agilidad. Se detuvo y me miró.

– ¿Por qué has acudido a mí, precisamente?

– Todo ocurrió muy deprisa -intenté explicarle-. Me refiero a Adam y yo. Yo creía que el pasado no importaba, que nada importaba. Pero las cosas no son así.

Volví a pararme. No podía revelarle a Greg todos mis temores. Adam le había salvado la vida. Greg era, en cierto modo, amigo de Adam. Miré el agua, que estaba inmóvil. En los canales el agua no fluye igual que en los ríos. Quería hablar de Adele, de Françoise, de Tara. Pero lo que dije fue: