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– ¿Te molesta que todo el mundo os considere a él el héroe y a ti el villano?

– ¿El villano? Creía que yo sólo era el cobarde, el pelele, un personaje de Elisha Cook Júnior.

– ¿De quién?

– Era un actor que interpretaba a cobardes y peleles.

– Lo siento, no era mi intención…

– No me importa que la gente piense que Adam fue el héroe, porque lo fue. Su valor, su fortaleza, su frialdad; todo eso fue extraordinario aquel día. -Me miró de soslayo-. ¿Es eso lo que quieres oír? Respecto a lo demás, no sé si me apetece hablar contigo de cómo me siento por mi fracaso. Al fin y al cabo eres la esposa del héroe.

– Eso no tiene nada que ver, Greg.

– Yo creo que sí. Y por eso esta mañana me has encontrado en pijama y con resaca. Pero no lo entiendo, y eso es lo que me atormenta. ¿Qué dice Adam?

Inspiré hondo antes de contestar:

– Me parece que Adam cree que en aquella expedición había gente que no pintaba nada en el Chungawat.

Greg soltó una risotada que se convirtió en una fuerte tos.

– No me extraña -dijo cuando se hubo recuperado-. Carrie Frank, la médica, era una buena excursionista, pero nunca había practicado alpinismo. No sabía ni cómo ponerse los crampones. Y recuerdo que avisé a Tommy Benn porque se había asegurado mal a la cuerda. Estuvo a punto de despeñarse. No me contestó, y entonces me acordé de que no entendía ni una palabra de inglés. Ni una sola palabra. Madre mía, ¿qué hacía ese hombre allí? Tuve que bajar hasta donde estaba él y asegurarlo bien. Pero yo pensaba que ya había resuelto los problemas, que había ideado un sistema infalible. Sin embargo, falló, y cinco personas que dependían de mi protección perdieron la vida. -Le puse una mano en el brazo, pero él continuó-: A la hora de la verdad, el héroe fue Adam, no yo. Tú dices que hay cosas en tu vida que no entiendes. A mí me pasa lo mismo.

– Pero tengo miedo.

– A mí me pasa lo mismo, Alice -repitió Greg, sonriendo.

De pronto, al otro lado del canal apareció un jardín que parecía fuera de lugar, con hileras de tulipanes rojos y morados.

– ¿Es algo concreto lo que te da miedo? -me preguntó tras una pausa.

– No lo sé. Su pasado, supongo. Es tan misterioso…

– Y lleno de mujeres -añadió Greg.

– Sí.

– Debe de resultarte difícil.

Nos sentamos juntos en un banco.

– ¿Te ha hablado de Françoise? -me preguntó.

– No.

– Yo estaba liado con ella.

No me miró cuando pronunció esas palabras, y me dio la impresión de que era la primera vez que se lo contaba a alguien. Para mí fue como un golpe, algo totalmente imprevisto.

– ¿Estabas liado con Françoise? No. No, no lo sabía. Dios mío, Greg. ¿Lo sabía Adam?

Greg tardó un momento en contestar:

– Nos liamos durante la expedición. Era muy graciosa. Y muy guapa.

– Sí, eso dicen.

– Lo suyo con Adam ya había terminado. Cuando llegamos todos a Nepal, Françoise le dijo que no quería seguir saliendo con él. Estaba harta de sus infidelidades.

– ¿Fue ella la que rompió?

– ¿No te lo ha dicho Adam?

– No. No me ha dicho nada.

– No le sientan bien los rechazos.

– A ver si lo he entendido bien -dije-. Françoise puso fin a su relación con Adam, y pocos días después tú y ella os enrollasteis, ¿no?

– Sí. Y si quieres continúo yo: unas semanas más tarde, ella murió en la montaña porque yo me hice un lío con las cuerdas fijas, y Adam me salvó la vida a mí, al amigo que le había robado a la novia.

Intenté pensar en algo que decir, algo que lo consolara, pero desistí.

– Tendríamos que volver.

– Oye, Greg, ¿sabía Adam lo tuyo con Françoise?

– En su momento no se lo dijimos. Creímos que lo distraería. Y él tampoco permanecía célibe. Y después… -No terminó la frase.

– ¿Nunca se lo comentaste?

– No. ¿Piensas hablar de eso con él?

– No.

Qué va. Ni de eso, ni de nada más. Habíamos alcanzado un punto en que ya no podíamos decirnos nada.

– No te lo calles por mí -dijo Greg-. Ya no me importa.

Regresamos, me quité la chaqueta y se la devolví a Greg.

– Cogeré algún autobús por aquí -dije-. Gracias, Greg.

– No tienes que darme las gracias.

Movida por un impulso, le eché los brazos al cuello y lo besé en la boca.

– Cuídate -dije.

– Adam es un hombre con suerte.

– Creía que era yo la afortunada.

TREINTA Y TRES

A veces tenía la impresión de que cuando estaba con Adam me sentía tan ofuscada que no alcanzaba a verlo tal como era, y mucho menos podía analizarlo o hacer juicios sobre él. Hacíamos el amor, dormíamos, teníamos conversaciones incompletas, comíamos, y de vez en cuando intentábamos hacer algún plan, pero incluso eso lo hacíamos en una atmósfera de urgencia, como si tuviéramos que actuar deprisa, antes de que se hundiera el barco, antes de que el fuego consumiera la casa con nosotros dentro. Yo me había entregado sin oponer ninguna resistencia, agradecida al principio de librarme de mis responsabilidades, de no tener que pensar ni hablar. La única forma de valorar a Adam racionalmente era a través de lo que la gente decía de él. Ese Adam, más distante, podía ser un alivio, y también podía resultar útil, como una fotografía del sol que se puede mirar directamente para saber cómo es esa cosa que hay encima, a la que no es posible dirigir la mirada y que quema.

Cuando volví de hablar con Greg, Adam estaba viendo la televisión. Tenía un cigarrillo en la mano y se estaba tomando un whisky.

– ¿Dónde has estado? -me preguntó.

– Trabajando -contesté.

– Te he llamado. Me han dicho que no estabas en la oficina.

– Tenía una reunión -dije sin concretar.

Cuando se miente, lo importante es no ofrecer información innecesaria que después pueda delatarlo a uno. Adam giró la cabeza y me miró, pero no dije nada más. El movimiento que hizo fue un poco extraño; me pareció que era demasiado lento o demasiado rápido. Quizá estuviera un poco borracho. Cambiaba continuamente de canaclass="underline" miraba un programa durante unos minutos, luego ponía otro, lo miraba unos minutos y volvía a cambiar.

Me acordé de la revista que Bill Levenson me había prestado.

– ¿Has visto esto? -dije mostrándosela a Adam-. Hay otro artículo sobre ti.

Adam se giró un momento, pero no hizo ningún comentario. Yo ya conocía todos los detalles del desastre del Chungawat, pero quería volver a leer la historia teniendo en cuenta lo que había descubierto sobre Adam, Françoise y Greg, para ver si había alguna diferencia, así que me senté a la mesa de la cocina y pasé con impaciencia los anuncios de zapatillas de deporte, colonia, máquinas de fitness, trajes italianos, páginas y más páginas de artículos masculinos. Hasta que llegué al artículo que buscaba, titulado «La zona mortaclass="underline" sueños y desastre a 8.000 metros».

El artículo de la revista Guy era mucho más largo y detallado que el de Joanna. El autor, Anthony Kaplan, se había entrevistado con todos los miembros supervivientes de la expedición, incluido Adam, lo cual me sorprendió. ¿Por qué nunca me contaba esas cosas? Debía de haber sido una de aquellas largas conversaciones telefónicas, o una de aquellas citas en bares, que le habían ocupado tanto tiempo durante los últimos dos meses.

– No sabía que hubieras hablado con este periodista -comenté intentando adoptar un tono desenfadado.

– ¿Cómo se llama? -me preguntó Adam mientras se servía otro whisky.

– Anthony Kaplan.

Adam bebió un sorbo, y luego otro. Arrugó ligeramente la cara.