– ¿Lo has pensado mejor, Alice?
– No, qué va.
La verdad es que no había pensado en absoluto. Desde hacía un par de días ni siquiera me había acordado del Drakloop. Incluso en esos momentos, apenas conseguía reunir la energía para fingir interés.
– En ese caso, puedes hacer lo que quieras. Prepara una lista de lo que necesitas y un programa, y envíamelos por email. Lo he consultado, y todos están preparados. Te he pasado la bola, Alice. Ya puedes empezar a correr con ella.
– Estupendo -dije. Si Bill esperaba que me mostrara emocionada o agradecida, se iba a llevar una decepción-. ¿Qué pasa con Mike, Giovanna y los demás?
– De eso ya me encargo yo.
– Ah.
– Estoy muy contento de tu trabajo, Alice. Estoy seguro de que harás triunfar el Drakloop IV.
Salí del despacho más tarde de lo habitual, para evitar encontrarme con Mike. Más tarde, me dije, lo invitaría a tomar algo, y nos emborracharíamos juntos y maldeciríamos a nuestros superiores y sus repugnantes intrigas, como si nosotros dos no nos dejáramos corromper por sus artimañas. Pero ése no era el momento apropiado. Tenía otras cosas de que ocuparme, y Mike sólo me importaba provisionalmente, por así decirlo. Esa parte de mi vida estaba en suspenso. Me cepillé el cabello y me lo recogí en un moño; luego cogí mi bandeja de correo entrante, llena hasta el borde, y la vacié en la papelera.
Klaus estaba esperando junto a las puertas giratorias, comiéndose un donut y leyendo el periódico del día anterior, que dobló en cuanto me vio.
– ¡Alice! -Me dio dos besos, y luego me miró inquisitivamente-. Pareces un poco cansada. ¿Te encuentras bien?
– ¿Qué haces aquí?
A decir verdad, parecía un poco cortado.
– Adam me ha pedido que te acompañe a casa. Está preocupado por ti.
– Pero si no me pasa nada. Estás perdiendo el tiempo.
Entrelazó su brazo con el mío, y dijo:
– Será un placer. De todos modos, no estaba haciendo nada. Puedes invitarme a un té en tu casa.
Vacilé, sin disimular mi renuencia.
– Se lo he prometido a Adam -insistió Klaus, y empezó a tirar de mí hacia la estación de metro.
– Prefiero ir andando.
– ¿Andando? ¿Desde aquí?
Aquello empezaba a fastidiarme.
– Me encuentro perfectamente, Klaus, y voy a ir a pie. ¿Vienes, o no?
– Adam siempre dice que eres muy testaruda.
– Estamos en primavera. Mira qué cielo. Podemos ir por el West End y Hyde Park. O puedes irte al cuerno, y ya iré yo sola.
– Tú ganas, como siempre.
– ¿Y qué está haciendo Adam que le ha impedido venir a buscarme? -pregunté cuando hubimos cruzado la calle, por el mismo sitio donde había visto a Adam por primera vez.
– Me parece que tenía que ir a ver a un camarógrafo que podría participar en la expedición.
– ¿Has leído el artículo sobre el Chungawat de la revista Guyl
– Hablé con Kaplan por teléfono. Me pareció muy profesional.
– No dice nada nuevo.
– Eso me dijo.
– Salvo una cosa. Tú dijiste que el hombre que sobrevivió toda la noche y al que encontraron moribundo y pidiendo ayuda era Pete Papworth, y Kaplan afirma que era Tomas Benn.
– ¿El alemán? -Klaus frunció las cejas, como si intentara recordar, y luego sonrió-. Quizá tenga razón. Yo no estaba en posesión de todas mis facultades mentales en aquel momento.
– Y tampoco mencionaste que Laura Tipler había compartido la tienda con Adam.
Klaus me miró con extrañeza, sin alterar su paso.
– Me pareció que era una intromisión en su vida privada.
– ¿Cómo era ella?
Klaus adoptó una expresión ligeramente crítica, como si estuviéramos violando alguna regla tácita. Tras una pausa, dijo:
– Eso ocurrió antes de que Adam te conociera, Alice.
– Ya lo sé. Pero eso no quiere decir que yo no pueda saber nada de ella. -Klaus permaneció callado-. Ni de Françoise. Ni de ninguna otra. -Me controlé, y luego añadí-: Lo siento. No quería ponerme así.
– Debbie me comentó que estabas un poco obsesionada con esas cosas.
– Ah, ¿sí? Ella también tuvo una aventura con Adam.
Mi voz sonaba más aguda que de costumbre. Empezaba a asustarme.
– Alice, por favor.
– Estoy un poco cansada. Creo que cogeré un taxi.
Sin decir palabra, Klaus bajó a la calzada y paró un taxi negro que pasaba. Me ayudó a entrar, y luego entró detrás de mí, pese a mis protestas.
– Lo siento -volví a decir.
Estuvimos un rato callados, mientras el taxi avanzaba lentamente por las calles embotelladas.
– No tienes motivos para estar celosa -dijo Klaus.
– No estoy celosa. Estoy harta de secretos y misterios, y de enterarme de cosas sobre Adam por los artículos que leo en los periódicos, o por cosas que se le escapan a la gente cuando habla sin pensar. Es como esperar constantemente una emboscada. Nunca sé de dónde va a venir la próxima sorpresa.
– Según tengo entendido -replicó Klaus-, no es que las sorpresas salten sobre ti, sino más bien que tú vas por ahí escarbando para ver si las encuentras. -Puso una mano tibia y callosa sobre la mía-. Confía en él -agregó-. Deja de atormentarte.
Me reí, pero la risa se convirtió en un sollozo entrecortado.
– Lo siento -dije una vez más-. Normalmente no soy así.
– Quizá deberías buscar ayuda -apuntó Klaus.
Me quedé atónita.
– ¿Crees que estoy loca? ¿Es eso lo que crees?
– No, Alice, pero creo que te ayudaría hablar de todo esto con alguien ajeno a la situación. Mira, Adam es mi amigo, pero sé que a veces puede ser muy testarudo. Si tenéis problemas, buscad ayuda para solucionarlos.
– Quizá tengas razón. -Me recosté en el asiento y cerré los ojos. Me dolía todo el cuerpo, y estaba profundamente deprimida-. Quizá haya sido una tonta.
– Todos somos tontos a veces -dijo Klaus. Parecía aliviado ante mi repentina conformidad.
Cuando el taxi se paró, no le ofrecí la taza de té que él mismo se había prometido, y no creo que le importara. Me abrazó frente a la puerta de la calle y echó a andar a buen paso, haciendo ondear su abrigo. Subí la escalera, desanimada y un tanto avergonzada de mí misma. Fui al cuarto de baño, me miré en el espejo y no me gustó lo que vi en él. Luego eché un vistazo al apartamento, que estaba tal como yo lo había dejado aquella mañana. En el fregadero había unos platos que llevaban varios días allí; había cajones abiertos, tarros de miel y mermelada sin tapa, unas rebanadas de pan secándose encima de la tabla, un par de bolsas de basura llenas junto a la puerta, migas y polvo en el suelo de linóleo. En el salón había tazas por todas partes, periódicos y revistas en el suelo, con varias botellas de whisky y de vino vacías, y un ramo de narcisos marchitos en un jarrón. Hacía varias semanas que no pasábamos la aspiradora por la alfombra. La verdad es que ni siquiera habíamos cambiado las sábanas ni habíamos hecho la colada desde hacía semanas.
– Mierda -dije con asco-. Estoy hecha una mierda, y este apartamento también. No puedo más.
Me arremangué y empecé por la cocina. Estaba decidida a tomar de nuevo las riendas de mi vida. Con cada superficie que limpiaba, iba encontrándome mejor. Lavé los platos, tiré toda la comida pasada, todos los cabos de velas, toda la propaganda, y fregué el suelo con agua caliente y jabonosa. Recogí todas las botellas y los periódicos viejos y los tiré, sin detenerme a leer las noticias de la semana anterior. Tiré el cuenco de Sherpa, intentando no recordar la última visión que había tenido de él. Quité las sábanas de la cama y las dejé en un rincón de la habitación, para llevarlas a la lavandería. Ordené los zapatos por pares, apilé los libros. Limpié la bañera y la ducha. Recogí las toallas y las puse en el montón de la ropa sucia.