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A continuación me preparé una taza de té y me puse con las cajas de cartón que había debajo de la cama, donde Adam y yo nos habíamos acostumbrado a meter todo lo que no nos interesaba pero que tampoco queríamos tirar. Estuve a punto de dejarlas junto a las bolsas de basura sin mirar siquiera lo que había dentro. Pero entonces vi una hoja de papel con el número de teléfono de Pauline. No debía tirarlo. Empecé a revolver entre las facturas viejas, las facturas nuevas, las postales, las revistas científicas que todavía no había leído, las fotocopias del Drakloop, los papeles con mensajes que le había dejado a Adam, y que Adam me había dejado a mí. «Llegaré a medianoche. Espérame», leí y se me llenaron los ojos de lágrimas. Sobres vacíos. Sobres por abrir dirigidos al propietario del piso. Me llevé un montón de papeles al escritorio que había en un rincón del dormitorio y empecé a ordenarlos en tres montones. Uno para tirar, otro para resolver inmediatamente y otro para devolver a la caja. Uno de los montones resbaló, y varios papeles cayeron por detrás del escritorio. Intenté cogerlos, pero el espacio era demasiado estrecho. Estuve tentada de dejarlos allí, pero no, me había propuesto limpiarlo todo. Hasta lo que no se veía. Así que, haciendo un esfuerzo enorme, separé el escritorio de la pared. Recogí los papeles que se me habían caído, y, por supuesto, había otras cosas que llevaban tiempo allí: un corazón de manzana reseco, un sujetapapeles, un capuchón de bolígrafo y un trozo de sobre. Miré el sobre para ver si podía tirarlo. Iba dirigido a Adam. Luego le di la vuelta, e inmediatamente sentí como si me hubieran pegado un puñetazo en el estómago, tan fuerte que se me cortó la respiración.

«¿Un día difícil?», leí. Era la letra de Adam, con gruesa tinta negra. Luego, en la línea de abajo, otra vez: «¿Un día difícil, Adam?». Y luego: «¿Un día difícil, Adam? Date un baño». Y por último, bajo esas líneas, en letras mayúsculas que me resultaban familiares: DÍA DIFÍCIL.

Aquellas palabras estaban repetidas varias veces, como si se tratara de un ejercicio de caligrafía infanticlass="underline" DÍA DIFÍCIL DÍA DIFÍCIL DÍA DIFÍCIL DÍA DIFÍCIL.

Y luego: ADAM ADAM ADAM ADAM ADAM ADAM ADAM.

Y por último: ¿UN DÍA DIFÍCIL, ADAM? DATE UN BAÑO.

No debía hacer locuras. No debía obsesionarme. Intenté buscar la explicación más sensata, la más tranquilizadora. Adam debía de haber estado haciendo garabatos, pensando en aquella nota, repitiendo sin darse cuenta aquellas palabras. Pero aquello no era lo que había en aquel papel. Aquello no eran garabatos. Era Adam imitando la letra de las notas anteriores (las notas de Tara), hasta que lo consiguió, de modo que quedara descartada la relación de Tara con los anónimos. Ahora ya lo entendía. Entendía lo de Sherpa y todo lo demás. Entendía lo que ya sabía hacía mucho tiempo. La única verdad que no podía tolerar.

Cogí el sobre. No me temblaban las manos. Lo escondí en el cajón de mi ropa interior, junto con la carta de Adele; volví junto a la cama y metí otra vez en las cajas todo lo que había sacado. Puse las cajas debajo de la cama, y hasta froté las marcas que habían dejado en la alfombra.

Oí pasos que subían por la escalera, y fui, sin prisas, a la cocina. Adam entró y fue a saludarme. Lo besé en los labios y lo abracé con fuerza.

– He hecho limpieza general -dije, con un tono de voz perfectamente normal.

Adam me besó; yo le sostuve la mirada sin estremecerme.

TREINTA Y CINCO

Adam lo sabía. Al menos algo sabía. Porque no se separaba de mí, me vigilaba constantemente. Otra persona habría podido pensar que nos pasaba lo mismo que al principio de nuestra relación, cuando ninguno de los dos soportaba estar lejos del otro. Pero ahora la actitud de Adam se parecía más a la de un médico muy concienzudo que no puede perder de vista a su inestable paciente ni un momento por miedo a que se autolesione.

No sería exacto decir que Adam me seguía allá donde yo iba. No me acompañaba al trabajo todos los días, ni iba a buscarme todos los días. No me llamaba al despacho constantemente. Pero lo hacía lo suficiente para que yo supiera que sería demasiado arriesgado proseguir con mis investigaciones. Adam siempre estaba cerca, y yo tenía la certeza de que a veces estaba cerca aunque yo no lo supiera. En un par de ocasiones, cuando iba caminando por la calle, me di la vuelta, convencida de que me observaban, o de que había visto a alguien, pero no llegué a verlo. Con todo, pudo haber estado allí. Aun así, no importaba. Tenía la sensación de que ya sabía cuanto necesitaba saber. Lo tenía todo en la cabeza. Ahora sólo debía pensar en ello. Sólo me faltaba ordenar los datos.

Greg iba a viajar a Estados Unidos, donde pasaría varios meses, y el sábado antes de su partida un par de amigos suyos le montaron una fiesta de despedida. Llovió casi todo el día, y Adam y yo no nos levantamos de la cama hasta pasado el mediodía. Entonces Adam se vistió apresuradamente, y dijo que tenía que salir y que volvería al cabo de un par de horas. Me dejó con una taza de té y con un fuerte beso en la boca. Me quedé tumbada en la cama y me puse a pensar en todo aquello: con claridad, punto por punto, como si Adam fuera un problema que debía resolver. Tenía todos los elementos; lo único que faltaba era ordenarlos. Me tapé con el edredón y, mientras escuchaba el golpeteo de la lluvia en el tejado, el ruido de los coches al pisar los charcos, pensé hasta que me dolió la cabeza.

Repasé una y otra vez lo ocurrido en el Chungawat: la tormenta, la hipoxia de Greg y Claude Bresson, la extraordinaria habilidad con que Adam guió a los alpinistas por la cresta Géminis, el fallo de la cuerda guía y el posterior error de los cinco alpinistas: Françoise Colet, Pete Papworth, Caroline Frank, Alexis Hartounian y Tomas Benn. Françoise Colet, que acababa de romper con Adam, y que tenía una aventura con Greg.

Adele Blanchard había dejado a Adam. ¿Cómo debió de reaccionar el Adam que yo conocía ante aquel rechazo? Debió de desear la muerte de Adele, y ella desapareció. Françoise Colet había dejado a Adam. Debió de desear su muerte, y ella murió en la montaña. Eso no significaba que Adam la hubiera asesinado. Si uno deseaba la muerte de alguien y esa persona moría, ¿quería eso decir que uno era el responsable, aunque no hubiera causado su muerte? Le di vueltas y más vueltas. ¿Y si Adam no se hubiera esforzado mucho para rescatar a Françoise? Pero todo el mundo decía que Adam había hecho mucho más de lo que habría hecho cualquier otra persona en las mismas circunstancias. ¿Y si puso al grupo de Françoise en el último lugar de su lista de prioridades mientras les salvaba la vida a otras personas? ¿Lo hacía eso un poco responsable de la muerte de Françoise y de la de los otros miembros de la expedición? Pero alguien tenía que establecer las prioridades. A Klaus, por ejemplo, no se le podía culpar de aquellas muertes, porque él no estaba en condiciones ni siquiera de salvarse a sí mismo, y mucho menos de decidir el orden en que había que rescatar a los otros. Aquello era una estupidez. Además, Adam no sabía que iba a haber una tormenta.

Sin embargo, había algo que me inquietaba; como un leve picor que ni siquiera es posible localizar exactamente, que no se sabe si está en la superficie de la piel o debajo, pero que impide relajarse. Quizá había algún detalle técnico, pero ningún experto lo había mencionado. El único detalle técnico relevante era que la cuerda fija de Greg se había soltado en un punto crítico, pero eso había afectado a todos los grupos por igual en su descenso. El hecho de que fuera el grupo de Françoise el que se había equivocado de ruta no era más que una casualidad. Con todo, había algo que no me dejaba en paz. ¿Por qué no podía dejar de darle vueltas?

Me rendí. Me di una larga ducha, me puse unos vaqueros y una camisa de Adam, y me preparé una tostada. No tuve tiempo de comérmela porque llamaron a la puerta. No esperaba a nadie, y desde luego no me apetecía ver a nadie, así que al principio no contesté. Pero volvieron a llamar, esta vez con más insistencia, y bajé la escalera.