Era una mujer de mediana edad, muy corpulenta, que llevaba un gran paraguas negro. Tenía el cabello corto y canoso, arrugas alrededor de los ojos, y marcadas líneas de expresión en la boca. Al verla pensé que parecía muy desgraciada. Era la primera vez que la veía.
– ¿Sí? -pregunté.
– ¿Adam Tallis? -dijo la mujer con marcado acento extranjero.
– Lo siento, no está en casa.
La mujer puso cara de no entender.
– No está -repetí más despacio, observando su expresión afligida y sus hombros caídos-. ¿Puedo ayudarla en algo?
Ella negó con la cabeza, y se puso una mano sobre el pecho.
– Ingrid Benn -dijo-. Soy la mujer de Tomas Benn. -Tuve que esforzarme para entender lo que decía; ella también hacía un gran esfuerzo para hablar-. Lo siento, mi inglés no… -Hizo un gesto de abatimiento-. Quiero hablar con Adam Tallis.
Decidí abrir la puerta del todo.
– Pase, por favor -dije.
Le cogí el paraguas, lo cerré y sacudí las gotas de agua. Ella entró y cerró la puerta con firmeza.
Entonces caí en la cuenta de que unas semanas atrás Ingrid Benn había escrito a Adam y a Greg, diciéndoles que le gustaría hablar con ellos de la muerte de su marido. Se sentó a la mesa de la cocina, con su elegante y sencillo traje y sus mocasines planos, con una taza de té en las manos, pero sin beber, y me miró con gesto de impotencia, como si yo pudiera proporcionarle alguna respuesta, aunque ella, como Tomas, apenas hablaba inglés, y yo no sabía ni una palabra de alemán.
– Lo siento -dije-. Siento mucho lo de su marido.
Ella asintió y rompió a llorar. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, pero no se las secó; permaneció sentada, pacientemente, como una cascada de dolor. Su forma de llorar, silenciosa y sosegada, me impresionó. No le ponía obstáculos a su pena, sino que la dejaba fluir. Le di un pañuelo de papel, y ella lo conservó en la mano como si no supiera para qué servía.
– ¿Por qué? -dijo pasado un rato-. ¿Por qué? Thommy dice… -Buscó la palabra, pero no la encontró.
– Lo siento -repetí, muy despacio-. Adam no está aquí.
No parecía importarle demasiado. Sacó un cigarrillo; fui a buscarle un cenicero, y ella fumó y lloró y habló como pudo, en inglés y también en alemán. Yo contemplaba sus grandes y tristes ojos castaños, me encogía de hombros, asentía con la cabeza. Poco a poco, ella se fue calmando, y nos quedamos un rato calladas. ¿Habría ido ya a ver a Greg? No me hacía mucha gracia imaginármelos juntos. El artículo sobre el desastre de la revista Guy estaba abierto encima de la mesa, e Ingrid lo vio y se lo acercó. Miró la fotografía de grupo de la expedición y tocó la cara de su difunto marido. Me miró con una leve sonrisa en los labios.
– Tomas -dijo, de forma casi inaudible.
Pasó la página y vio el dibujo de la montaña, que mostraba la disposición de las cuerdas fijas. La señaló con el dedo.
– Tommy dice bueno, dice no problema.
Luego empezó a hablar en alemán otra vez, y yo me perdí, hasta que oí una palabra que me sonaba, y que Ingrid repitió varias veces.
– Sí -dije-. Help. -Ingrid puso cara de no entenderme. Suspiré-. Help -dije articulando muy bien la palabra-. Fue lo último que dijo Tomas: «Help».
– No, no -dijo ella con insistencia-. Gelb.
– Help.
– No, no. Gelb. -Señaló el dibujo de la revista-. Rot. Aquí. Blau. Aquí. Und gelb.
Ahora era yo la que no la entendía.
– «Rot» es… rojo, ¿no? Y «blau» es…
– Azul.
– Y «gelb»…
Ella miró alrededor, y señaló un cojín que había en el sofá.
– Amarillo -dije yo.
– Sí, amarillo.
Aquel malentendido me hizo reír, e Ingrid también sonrió con tristeza. Pero entonces fue como si alguien hubiera hecho girar un disco en mi cabeza; como si hubieran marcado el último número de una cerradura de combinación y ésta hubiera encajado. Las puertas se abrieron de par en par. Amarillo. Gelb. Claro. ¿Cómo iba a pedir ayuda en inglés estando moribundo? Claro que no. Precisamente él, que había dificultado la expedición porque no sabía ni una sola palabra de inglés. La última palabra que dijo fue un color. ¿Por qué? ¿Qué intentaba decir? Fuera llovía sin cesar. Entonces volví a sonreír. ¿Cómo podía haber sido tan tonta?
– ¿Sí? -Ingrid me miraba fijamente.
– Señora Benn -dije-. Ingrid. Lo siento mucho.
– Sí.
– Creo que se debería marchar.
– ¿Marchar?
– Sí.
– Pero…
– Adam no puede ayudarla.
– Pero…
– Váyase a su casa, con sus hijos -dije.
No tenía ni idea de si tenía hijos, pero me pareció, por su aspecto, que debía de tenerlos. De hecho se parecía un poco a mi madre.
Se levantó, obediente, y cogió su impermeable.
– Lo siento mucho -dije una vez más, le puse el paraguas en la mano, y ella se marchó.
Cuando llegamos, Greg estaba borracho. Me abrazó con excesiva efusividad, tal vez, y luego abrazó también a Adam. Eran los de siempre: Daniel, Deborah, Klaus, otros alpinistas. Pensé que parecían soldados gozando de un permiso, reunidos en un refugio exclusivo porque sabían que los civiles nunca podrían entender realmente lo que ellos habían sufrido. No era más que un intermedio antes de regresar a la vida real de peligro y situaciones límite. Me pregunté, y no por primera vez, qué pensarían de mí. ¿Me verían como un simple capricho, como una de aquellas aventuras locas que los soldados tenían durante los permisos de fin de semana en la Segunda Guerra Mundial?
La atmósfera era muy jovial. Adam estaba un poco distraído, pero quizá fuera sólo una impresión mía, producto de mi susceptibilidad; enseguida participó en la conversación. En cambio, respecto a Greg no había ninguna duda: tenía muy mala cara. Iba de un grupo a otro, pero sin decir gran cosa, y rellenaba constantemente su vaso. Al cabo de un rato, me quedé a solas con él.
– Me siento un poco desplazada -confesé.
– Yo también -repuso Greg-. Mira. Ha dejado de llover. Déjame enseñarte el jardín de Phil y Marjorie.
La fiesta se celebraba en la casa de un viejo amigo suyo, que después de la universidad había dejado el alpinismo y se había dedicado a las finanzas. Los antiguos colegas de Phil todavía eran unos vagabundos que viajaban por todo el planeta, reuniendo dinero como podían, buscando patrocinadores; en cambio, él tenía aquella casa preciosa junto a Ladbroke Grove. Salimos al jardín. El césped estaba húmedo, y noté que se me enfriaban y humedecían los pies, pero el ambiente era agradable. Fuimos hasta el muro bajo que había al fondo del jardín y miramos la casa que había al otro lado. Me di la vuelta. Vi a Adam por la ventana del primer piso, entre un grupo de gente. Nos miró un par de veces. Greg y yo levantamos nuestros vasos, y él nos devolvió el saludo.
– Esto me gusta -dije-. Me gusta saber que esta noche va a oscurecer más tarde que ayer, y que mañana oscurecerá más tarde que hoy.
– Si Adam no estuviera allí mirándonos, me gustaría besarte, Alice -dijo Greg-. Mejor dicho, me gustaría besarte y, si Adam no estuviera allí mirándonos, te besaría.
– En ese caso, me alegro de que esté mirándonos, Greg -repliqué-. Mira. -Agité una mano delante de su cara, exhibiendo mi anillo de casada-. Fidelidad eterna, sinceridad… ya sabes.
– Lo siento, tienes razón. -Greg volvió a adoptar una expresión taciturna-. ¿Conoces la historia del Titanic?