– Adele Blanchard estaba casada y vivía en Corrick. Es un pueblo del centro de Inglaterra, cerca de Birmingham. Su marido y ella eran excursionistas, alpinistas, y formaban parte de un grupo de amigos en el que también estaba Adam. Ella tuvo una aventura con Adam, pero rompió con él en enero del noventa. Un par de semanas más tarde desapareció.
– ¿Y usted cree que la mató su marido?
– Entonces no era mi marido. Nos hemos conocido este año.
– ¿Hay alguna razón para pensar que mató a esa otra mujer?
– Adele Blanchard rechazó a Adam, y murió. Él tuvo otra relación larga y estable, con una doctora y alpinista llamada Françoise Colet.
– ¿Y dónde está ella? -preguntó Byrne adoptando una expresión un tanto sarcástica.
– Murió el año pasado en la montaña, en Nepal.
– Y supongo que también la mató su marido.
– Sí.
– Por el amor de Dios.
– Espere, deje que se lo explique todo.
El inspector ya debía de estar convencido de que estaba chiflada.
– Señora… Mire, tengo mucho trabajo. Tengo que… -Señaló vagamente el montón de papeles que había encima de la mesa.
– Ya sé que no es fácil -dije, intentando disimular el pánico que empezaba a invadirme y que amenazaba con arrastrarme como una riada-. Le agradezco mucho que haya querido escucharme. Sólo le pido que me conceda unos minutos más, para que pueda explicárselo todo. Después, si usted quiere, me iré y lo olvidaremos todo.
Detecté una clara expresión de alivio en su rostro. Sin duda aquélla era la mejor noticia que el inspector había oído desde mi llegada.
– De acuerdo -concedió-. Pero sea breve.
– Se lo prometo -dije.
Pero no fui breve, por supuesto. Había cogido la revista, y con todas las preguntas, las repeticiones y las explicaciones, el relato duró casi una hora. Le expliqué los detalles de la expedición, le hablé de la distribución de las cuerdas de colores, de Tomas Benn, que no hablaba inglés; del caos que generó la tormenta, de los diversos descensos y ascensos que hizo Adam mientras Greg y Claude yacían inconscientes. Hablé sin parar, intentando anular mi sentencia de muerte. Mientras él me escuchara, yo seguiría viva. Cuando se lo hube contado todo, y no tuve más remedio que quedarme callada, una sonrisa iluminó lentamente el rostro del inspector Byrne. Por fin me prestaba atención.
– Así pues -concluí-, la única explicación posible es que Adam lo organizó todo deliberadamente para que el grupo de Françoise bajara por el lado equivocado de la cresta Géminis.
Byrne sonrió abiertamente.
– ¿«Gelb»? ¿Así es como se dice amarillo en alemán?
– Sí -confirmé.
– No está mal -dijo el inspector-. Hay que reconocer que no está nada mal.
– Entonces ¿me cree?
Byrne se encogió de hombros.
– No sé qué decirle. Es posible. Pero quizá lo oyeran mal. O quizá gritó «Help», verdaderamente.
– Pero ya le he explicado por qué no puede ser.
– No importa. Eso es asunto de las autoridades de Nepal, o de donde sea.
– Ya, pero no se trata de eso. Yo he descubierto un patrón de conducta. ¿No cree usted que, teniendo en cuenta lo que le he contado, vale la pena investigar los otros dos asesinatos?
Me pareció que Byrne se sentía acorralado; guardó silencio mientras reflexionaba sobre lo que yo le había contado y decidía qué contestarme. Me sujeté a la mesa, como si estuviera a punto de caerme.
– No -dijo finalmente. Quise protestar, pero el inspector agregó-: Señora Loudon, no me negará que le he hecho el favor de escuchar lo que usted quería contarme. Lo único que puedo decirle es que, si quiere seguir adelante con esto, se dirija a las autoridades competentes. Pero, a menos que tenga algo más concreto que ofrecerles, no creo que ellos puedan ayudarla.
– No importa -dije con voz monótona, desprovista de toda emoción. Y era la verdad: ya no importaba. No podía hacer nada más.
– ¿Qué quiere decir?
– Ahora Adam ya lo sabe todo. Ésta era mi última oportunidad. Tiene usted razón, desde luego. No tengo ninguna prueba. Sólo lo sé. Porque conozco a Adam. -Iba a levantarme, a despedirme y marcharme, pero tuve un impulso; me incliné hacia delante y le cogí la mano a Byrne. Él se sorprendió-. ¿Cuál es su nombre de pila?
– Bob -me contestó, incómodo.
– Si en las próximas semanas se entera de que me he suicidado, o de que me ha atropellado un tren, o de que me he ahogado, habrá muchos testimonios de que últimamente me he comportado de forma extraña, y será fácil deducir que me he suicidado en un momento de trastorno mental transitorio, o que sufría una crisis nerviosa y podía tener un accidente en cualquier momento. Pero no será verdad. Yo quiero seguir viva. ¿De acuerdo?
Byrne retiró discretamente su mano de la mía.
– No le va a pasar nada -dijo-. Hable con su marido. Seguro que podrán aclarar las cosas.
– Pero si…
Entonces nos interrumpieron. Un agente uniformado llamó a Byrne; hablaron en voz baja, mirándome de vez en cuando. Byrne asintió con la cabeza, y el agente volvió por donde había llegado. El inspector se sentó de nuevo a la mesa y me miró con expresión solemne.
– Su marido está en la entrada.
– Claro -dije amargamente.
– No -aclaró él con delicadeza-, no es lo que usted cree. Ha venido con un médico. Quiere ayudarla.
– ¿Con un médico?
– Tengo entendido que últimamente ha estado usted sometida a una fuerte presión. Se ha comportado de forma irracional. Creo que se hizo pasar por periodista, o algo así. ¿Podemos hacerlos pasar?
– No me importa -dije.
Había perdido. ¿Qué sentido tenía seguir luchando? Byrne descolgó el auricular del teléfono.
El médico resultó ser Deborah. Adam y ella, altos y bronceados, parecían una aparición cuando entraron en la sórdida oficina, llena de pálidos y mediocres detectives y secretarias. Al verme, Deborah esbozó una sonrisa vacilante, pero yo no le sonreí.
– Hola, Alice -me dijo-. Hemos venido a ayudarte. Todo irá bien. -Le hizo una seña a Adam y, dirigiéndose a Byrne, preguntó-: ¿Es usted el oficial responsable?
Byrne puso cara de estar confundido, y respondió:
– Soy la persona con quien tienen que hablar.
Deborah hablaba en un tono sereno, como si Byrne también fuera uno de sus pacientes.
– Soy médica de cabecera y, de acuerdo con la sección cuatro de la Ley de Salud Mental del ochenta y tres, voy a hacer una intervención de emergencia para hacerme cargo de Alice Loudon. He hablado con el señor Tallis, su marido, y estoy convencida de que necesita ingresar urgentemente en un hospital y someterse a un examen médico, por su propia seguridad.
– ¿Me vais a meter en un manicomio? -pregunté.
Deborah bajó la mirada, casi furtivamente, hacia una libreta que tenía en la mano.
– No se trata de eso -dijo-. No tienes que planteártelo así. Sólo queremos lo mejor para ti.
Miré a Adam. La expresión de su rostro era blanda, casi cariñosa.
– Alice, cariño -se limitó a decir.
Byrne estaba un tanto incómodo.
– Todo esto es un poco exagerado, pero… -dijo.
– Es una actuación médica -replicó Deborah con firmeza-. De todos modos, el que tiene que valorar la situación es el psiquiatra. Entretanto, le agradecería que entregara a Alice Loudon a la custodia de su marido.