Había pasado de ser la Alice de Jake a ser la Alice de Adam. Ahora era sencillamente Alice. Nadie me decía qué aspecto tenía ni me preguntaba cómo estaba. No tenía a nadie con quien hacer planes, cotejar ideas; nadie que me protegiera, nadie en quien perderme. Si sobrevivía estaría sola. Me miré las manos, que yacían inertes sobre mi regazo. Escuché mi respiración, regular y silenciosa. Quizá no sobreviviera. Antes de conocer a Adam, nunca me había asustado demasiado la muerte, básicamente porque la muerte siempre parecía muy lejana; era algo que le iba a ocurrir a una dulce ancianita de cabello blanco con la que no acababa de identificarme. Me pregunté quién me echaría de menos. Mis padres, por supuesto. ¿Mis amigos? En cierto modo sí; pero para ellos yo ya había desaparecido cuando abandoné a Jake y mi antigua vida. Sacudirían la cabeza, como si me consideraran un bicho raro. «Pobrecilla», dirían. En cambio, Adam sí me echaría de menos. Lloraría por mí, sinceras lágrimas de dolor. Siempre me recordaría y siempre me lloraría. Qué extraño. Casi sonreí.
Saqué otra vez la fotografía del bolsillo y la miré. En aquella imagen estaba tan feliz ante el milagro de mi nueva vida que parecía una loca. Detrás de mí había una mata de espino, hierba y cielo, pero nada más. ¿Y si no me acordaba? Intenté recordar la ruta desde la iglesia, pero al hacerlo me invadió una sensación de vacío total. Ni siquiera lograba visualizar la iglesia. Intenté no pensar en ello, como si pensando fuera a alejar los últimos fragmentos de memoria. Volví a mirar la fotografía y oí mi propia voz que decía: «Para siempre». Para siempre, había dicho yo. ¿Qué había dicho Adam entonces? No me acordaba, pero sí recordaba que había llorado. Recordaba que había notado sus lágrimas en mis mejillas. Estuve a punto de llorar yo también, en aquel frío coche de policía que me llevaba a un sitio donde iba a averiguar quién había ganado y quién había perdido, si viviría o moriría. Ahora Adam era mi enemigo, pero me había amado, aunque yo no supiera exactamente qué significaba eso. Yo también lo había amado. Tuve un momento de confusión y me entraron ganas de decirle a la agente Mayer que diera media vuelta y me llevara a casa; todo aquello era un terrible error, una aberración.
Sacudí la cabeza y volví a mirar por la ventana. Ya habíamos salido de la autopista, y estábamos atravesando un pueblecito gris. No recordaba nada de aquel viaje. Dios mío, quizá no recordara nada una vez allí. El cuello de la agente Mayer seguía rígido. Cerré los ojos de nuevo. Tenía tanto miedo que casi estaba tranquila, paralizada. Cambié de postura y tuve la sensación de que mi columna vertebral era delgada y quebradiza; noté los dedos fríos y rígidos.
– Ya hemos llegado.
El coche se detuvo ante la iglesia de Saint Eadmund, un edificio bajo de color gris. Había un letrero que anunciaba con orgullo que los cimientos de aquella iglesia tenían más de mil años. Sentí un gran alivio, porque lo recordaba. Pero allí era donde empezaba la prueba. La agente Mayer bajó del coche y me abrió la puerta. Salí y vi que nos esperaban tres personas. Otra mujer, un poco mayor que la agente Mayer, ataviada con pantalones y una gruesa chaqueta de piel de borrego, y dos hombres con chaquetas amarillas parecidas a las que utilizan los obreros de la construcción. Llevaban palas. Me temblaban las rodillas, pero intenté caminar deprisa, como si supiera perfectamente adonde quería ir.
Cuando nos acercamos a ellos, apenas me miraron. Los dos hombres estaban hablando; me miraron un momento y siguieron con su conversación. La mujer vino hacia nosotras y se presentó como la detective Paget; cogió a Mayer por el codo y se la llevó un poco lejos de mí.
– Con un par de horas bastará -le oí decir.
De modo que nadie creía ni una palabra de lo que yo había dicho. Me miré los pies. Llevaba unos botines con tacón totalmente inadecuados, que no me iban a servir para caminar por aquellos campos embarrados. Sabía en qué dirección debíamos ir: había que seguir por la carretera, dejando atrás la iglesia. Ésa era la parte más fácil; el problema vendría después. Pillé a los dos hombres observándome, pero los miré y bajaron la vista, como si mi presencia los incomodara. Yo era la loca. Me puse el pelo detrás de las orejas y me abroché el último botón de la chaqueta.
Las dos mujeres regresaron, con aire resuelto.
– Muy bien, señora Tallis -dijo la detective Paget haciéndome una seña con la cabeza-. Si quiere, puede mostrarnos el camino.
Me costaba tragar saliva, como si tuviera la garganta obstruida. Eché a andar por la carretera. Un pie y luego el otro, en silencio, mientras en mi mente resonaba la cantinela: «Izquierda, derecha, izquierda, derecha». La detective Paget caminaba a mi lado, y los otros tres se quedaron un poco rezagados. No oía lo que decían, pero de vez en cuando los oía reír. Notaba las piernas muy pesadas, como de plomo. La carretera se extendía ante mí, inacabable, monótona. Quizá aquél fuera mi último paseo.
– ¿Falta mucho? -me preguntó la detective Paget.
No tenía ni idea. Pero después de una curva la carretera se bifurcaba, y vi un monumento de guerra con un águila de piedra en lo alto.
– Es por aquí -dije, intentando disimular la euforia-. Por aquí es por donde vinimos.
La detective Paget debió de detectar el tono de sorpresa de mi voz, porque me lanzó una mirada burlona.
– Sí, es aquí -repetí. Hasta ese momento no me había acordado del monumento, pero al verlo lo recordé perfectamente.
Los guié por el estrecho camino. Notaba las piernas más ligeras, como si mi cuerpo me indicara el camino que debía seguir. Un poco más adelante tenía que haber un sendero. Miraba ansiosamente a derecha e izquierda, y de vez en cuando me paraba para escudriñar la maleza, por si la hierba había cubierto el sendero. Notaba la creciente impaciencia del grupo. Pillé a la agente Mayer y a uno de los excavadores (un joven delgado con el cuello largo y lleno de granos) mirándose y encogiéndose de hombros.
– Es por aquí cerca -afirmé.
Unos minutos más tarde, dije:
– Debemos de habernos pasado.
Nos paramos en medio del camino, mientras yo intentaba decidir hacia dónde tirar.
– Creo que un poco más arriba hay un desvío -observó la detective Paget -. ¿Quiere que nos acerquemos a mirar?
Era el sendero que yo andaba buscando. Estuve a punto de abrazarla para expresarle mi gratitud; me puse en marcha con aire decidido, y los demás me siguieron. Las zarzas se nos enganchaban en la ropa y nos arañaban las piernas, pero no me importaba. Allí era adonde me había llevado Adam. Esta vez no vacilé: me aparté del sendero y entré en el bosque, porque había visto un abedul del que me acordaba, blanco y recto, rodeado de hayas. Subimos por una cuesta, y recordé que Adam me había dado la mano y me había ayudado a subirla, porque había hojas caídas que me hacían resbalar. Estaba lleno de narcisos, y oí cómo la agente Mayer exclamaba admirada, como si estuviéramos haciendo una excursión campestre.
Al final de la cuesta había una planicie sin tantos árboles, casi un páramo. Me pareció oír la voz de Adam diciendo: «Un prado al que se llega por un sendero al que se llega por un camino al que se llega por una carretera».
De pronto no sabía hacia dónde ir. Recordaba una mata de espino, pero desde allí no la veía. Di unos cuantos pasos vacilantes; me detuve y miré alrededor, desanimada. La detective Paget se me acercó y se quedó esperando, sin hacer nada. Saqué la fotografía de mi bolsillo.