Tuve la impresión de que me lo preguntaba desde muy lejos.
– No -dije-. Pero hay un par de personas a las que quiero ir a ver, personas a las que mentí y engañé. Merecen saber la verdad. Seguramente es por mi bien, tanto como por el de ellas. Pero los demás no me importan. Ya no importa, de verdad.
Deborah se inclinó hacia delante e hizo chocar su vaso con el mío.
– Querida Alice -dijo con voz forzada-. Te lo digo con estas palabras porque estoy citando la carta que intenté escribirte pero que cada vez acababa tirando a la papelera. Querida Alice, un poco más y habría sido cómplice de un secuestro y de Dios sabe qué más. Lo siento muchísimo. ¿Me dejas invitarte a cenar?
Asentí en respuesta a la pregunta que no me había formulado y a la que sí había hecho.
– Será mejor que me cambie -dije-. Tengo que estar a tu altura. Hoy he tenido un día muy duro en la oficina.
– Ah, ya me he enterado. Felicidades.
Un cuarto de hora más tarde caminábamos cogidas del brazo por la calle. No hacía ni pizca de frío, y empecé a creer que al final llegaría el verano, que nos traería calor, largas veladas y frescos amaneceres. Caminábamos con soltura, bien sincronizadas. Deborah me llevó a un restaurante italiano nuevo que había visto anunciado en una revista, pidió pasta y ensalada y una botella de vino tinto del caro. Para redimir su culpa, dijo. Los camareros eran morenos y atractivos, y nos atendieron estupendamente. Cuando Deborah sacó un cigarrillo del paquete, dos de ellos acudieron inmediatamente para ofrecerle un encendedor. Entonces Deborah me miró a los ojos y me preguntó:
– ¿Qué está haciendo la policía?
– La semana pasada pasé todo un día hablando con detectives de diferentes cuerpos. Les conté más o menos la misma historia que les había contado antes de que llegarais Adam y tú. -Deborah hizo una mueca-. Pero esta vez me hicieron caso, y me preguntaron muchas cosas. Parecían muy satisfechos con mi declaración. Supongo que se alegraban de no tener que buscar a otros sospechosos. El inspector Byrne, al que tú conociste, estuvo muy amable conmigo. Me parece que se sentía culpable.
Un camarero nos trajo un cubo de hielo y descorchó una botella de champán.
– Gentileza de los caballeros de aquella mesa -dijo.
Nos dimos la vuelta. Dos jóvenes con traje nos sonreían con las copas levantadas.
– ¿Qué clase de restaurante es éste? -dijo Deborah en voz alta-. ¿Qué se han creído esos gilipollas? Debería ir y tirarles el champán por la cabeza. Dios mío, Alice, lo siento mucho. Supongo que esto es lo último que necesitas.
– No -repuse-. No tiene importancia. -Serví dos copas de champán y esperé a que bajara la espuma-. Ahora estas cosas ya no tienen ninguna importancia, Deborah. Un par de imbéciles dando la lata, batallas estúpidas, riñas ridículas; nada de eso vale la pena. La vida es demasiado corta, ¿no crees? -Hice chocar mi copa contra la de ella-. Por la amistad -dije.
– Por la superación -dijo ella.
Después de cenar, Deborah me acompañó a casa. No le pedí que subiera, y nos despedimos en la puerta. Subí la escalera y entré en el apartamento que iba a dejar la semana siguiente. Aquel fin de semana tendría que recoger mis escasos objetos personales y decidir qué quería hacer con los de Adam. Sus cosas todavía estaban repartidas por las habitaciones: sus vaqueros desteñidos, sus camisetas, sus jerséis, que olían tanto a él que si cerraba los ojos creía que Adam todavía estaba allí, mirándome; su chaqueta de piel, que aún parecía conservar su forma; su mochila llena de material de alpinismo; las fotografías que me había hecho con la Polaroid. Sólo faltaban sus preciosas y gastadas botas de alpinismo: Klaus (mi querido Klaus, con la cara hinchada de tanto llorar) las había puesto en el ataúd. Un par de botas en lugar de flores. Así que Adam no dejaba muchas cosas. Siempre había viajado ligero.
Inmediatamente después pensé que no podría seguir en aquel apartamento ni una sola hora más, ni un solo minuto. Pero lo cierto es que me resultó extrañamente difícil marcharme de allí. Con todo, el lunes cerraría definitivamente la puerta nueva, y le entregaría las llaves al empleado de la inmobiliaria. Me llevaría mis bolsas y todas mis cosas y cogería un taxi que me llevaría a mi nuevo hogar, un cómodo apartamento de una sola habitación muy cerca de la oficina, con un pequeño patio, lavadora, microondas, calefacción central y gruesas alfombras. En una ocasión, después de superar la peor parte de su drama personal, Pauline me había dicho que si uno se comporta como si estuviera bien, acaba estándolo. Para sobrevivir hay que cumplir con las formalidades de la supervivencia. El agua acaba llegando a las acequias que uno ha cavado para recogerla. Así que pensaba comprarme un coche. Quizá me comprara un gato. Volvería a estudiar francés y me compraría ropa. Me presentaría en la oficina temprano todas las mañanas y haría bien mi trabajo, como sabía que podía hacerlo. Vería a todos mis viejos amigos. Al final la vida llegaría a aquellos espacios que yo había preparado; y esa vida no estaría nada mal. Al mirarme, la gente nunca sospecharía que para mí aquellas cosas tenían escaso valor; que me sentía tan vacía y tan triste como el cielo.
Nunca volvería a ser como era antes de conocer a Adam. Los demás no lo sabrían. Jake, ahora feliz con su nueva novia, no lo sabría. Cuando recordara el desenlace de nuestra relación vería dolor, fracaso y pena, pero sería un recuerdo vago que acabaría perdiendo el poder de hacerle daño, si es que no lo había perdido ya. Pauline, cuyo embarazo estaba ya muy avanzado, tampoco lo sabría. Superando una intensa timidez, me había preguntado si quería ser la madrina de su hijo, y yo le di dos besos y le contesté que no creía en Dios, pero que sí, que sería un honor para mí. Clive, que iba de romance en romance, pensaría en mí como una mujer que había conocido el verdadero amor romántico; me pediría consejo cada vez que quisiera salir con una chica, o romper con ella. Tampoco podría contárselo a mi familia, ni a la de Adam, ni a Klaus, ni a sus amigos alpinistas, ni a mis colegas de la oficina.
Para todos ellos yo era la trágica viuda del héroe que había muerto prematuramente, que se había suicidado. Hablaban conmigo, y seguramente también de mí, en un tono de voz que denotaba respeto y lástima. Sylvie lo sabía, por supuesto, pero yo no podía hablar con ella de lo ocurrido. Pobre Sylvie, que creyó que hacía lo mejor para mí. Asistió al funeral, y después, en un susurro desesperado, me suplicó que la perdonara. Le dije que la perdonaba (¿qué otra cosa podía decirle?); luego me di la vuelta y seguí hablando con otra persona.
Estaba cansada, pero no tenía sueño. Preparé té y me lo bebí en una de las tazas de peltre de Adam, una taza que él llevaba colgada de su mochila cuando fuimos a pasar la luna de miel a Lake District, aquella noche oscura y estrellada. Me senté en el sofá, en bata, con las piernas recogidas, y pensé en él. Pensé en la primera vez que lo había visto, al otro lado de la calle, mirándome fijamente, atrapándome con su mirada, atrayéndome como un imán. Pensé en la última vez, en la comisaría de policía, cuando me había sonreído con aquella dulzura, dejándome marchar. Él debía de saber que todo había terminado. No nos habíamos despedido. Nuestra historia había empezado con éxtasis, había terminado con terror, y ahora quedaba una profunda soledad.
Unos días atrás Clive me había invitado a comer, y, después de las afligidas exclamaciones y de las muestras de apoyo, me preguntó: «¿Cómo vas a encontrar a alguien que esté a su altura, Alice?».
Nadie podía estar a su altura. Adam había matado a siete personas. Me habría matado a mí, aunque lo hubiera hecho llorando. Cada vez que me acordaba de su forma de mirarme, con aquel amor tan concentrado; o cuando recordaba su cuerpo oscilando lentamente, colgado de la cuerda amarilla, recordaba también que Adam era un violador y un asesino. Mi Adam.