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Y de pronto, mientras Antonio seguía con los ojos la ejemplificación de Vassilievski, irrumpieron por la derecha los duendes. En un primer momento ni siquiera se dio cuenta.

Eran ocho bailarinas. Después de haber avanzado con rapidísimos pasitos de puntillas, se pusieron a girar sobre sí mismas con cabriolas laterales, apoyando ora los pies ora las manos, para dar un giro completo.

Inmediatamente Antonio la vio. Llevaba el pelo recogido en un moño sobre la nuca, tampoco ella llevaba los labios pintados, con esa cara trastornada y diferente, insignificante incluso, que tienen las mujeres cuando se levantan por la mañana. Por la cara probablemente él no la habría reconocido y tampoco la identificó por el cuerpo, que podía confundirse fácilmente con el de sus compañeras, de igual estatura e igualmente delgadas.

La reconoció por su porte característico: ágil, orgulloso y arrogante. De las ocho era la única que ejecutaba las cabriolas aproximadamente, casi con desgana, sin proyectar verticalmente los brazos y las piernas en alto, con sucesión alterna, sino esbozándolas apenas. Como si quisiera decir: "Para mí, esto son tonterías, no tengo por qué esforzarme, yo sé hacer esto y muchas otras cosas".

Estaba mirándola fijamente, pero ella miraba todo el tiempo en otra dirección. Era ella, pero no exactamente ella. Con aquel atavío, que no lo era de verdad, le cambiaba incluso la expresión de la cara. Con las zapatillas sin tacón, le parecía también más baja.

Llevaba unos leotardos negros de mangas largas y medias negras de punto grueso que le llegaban hasta la ingle y no se entendía cómo podían mantenerse estiradas y, entre la extremidad inferior del jersey y el borde de las medias, quedaba al descubierto, lateralmente, una media luna de piel. No era la única que se había vestido así: evidentemente, era una costumbre admitida. Pero aquella franja de muslo desnudo que aparecía tenía un sentido especial, una alusión, una referencia a otras cosas prohibidas.

Ella no llevaba leotardos, llevaba un mono de mangas largas que se pegaba a la espalda, a los pechitos de niña y al trasero. En las piernas, un par de medias negras que la cubrían enteramente, pero de costado el borde horizontal no acababa de coincidir con el límite inferior del jersey, que, por la tensión de las carnes, formaba una curva, por lo que una franja de carne blanqueaba ese negro: casi una provocación, una coquetería, un guiño, una invitación.

Terminadas las cabriolas, pasaría junto a él, a menos de dos metros, y volviendo la cabeza ora a un lado ora al otro lo vería, sus miradas se habían paseado exactamente por su cara, pero no había habido un guiño, una modificación, ni siquiera mínima, de las facciones, una señal de reconocimiento: como si nunca lo hubiese visto, como si él ni siquiera existiese.

No. Los decorados, los trajes, su trabajo no le importaban nada: que se fueran a la porra. Dorigo la seguía a ella, con la esperanza de que se distinguiese, de que lo hiciera mejor, pero, en realidad, ella no estaba ni mejor ni peor que las otras, se veía que podría haberlo hecho mejor, pero ostentaba su falta de voluntad. Hacía indolentemente el mínimo necesario para no romper la armonía con sus compañeras.

Dos veces más pasó por delante de él y sin duda lo vio, pero era como si mirara al vacío.

Después Vassilievski dio un pisotón en el suelo e hizo una seña con la mano derecha y la música del piano se interrumpió: era la señal de que el coreógrafo concedía una pausa. Bailarines y bailarinas se dispersaron.

«No, no, chicas, quedaos aquí: sólo cinco minutos. No hay tiempo para ir a los camerinos», gritó la directora de la escuela, porque alguna hacía ademán de querer alejarse.

En aquel momento apareció el director del montaje escénico, escenógrafo célebre, gran señor, quien se acercó a Dorigo y lo felicitó por los bocetos. Empleó términos entusiásticos, probablemente exagerados, pero no era hipocresía, más bien el deseo de que Antonio, nuevo en aquel ambiente y manifiestamente desplazado, se sintiera más cómodo.

«Se lo agradezco», dijo Antonio. «Es usted muy amable. Mire, es la primera vez que hago decorados tan arduos, pero cuento con su ayuda. A veces a partir de simples esbozos puestos en una hoja de papel, ustedes son capaces de obtener obras maestras…»

Mientras hablaba así, vio a Laide, que estaba bromeando con un bailarín, un buen mozo que le sacaba la cabeza; estaba pegada a él y en determinado momento le pegó, riendo, un puñetazo en pleno pecho. Era ella enteramente en aquel gesto: descarada, pícara, coqueta, vulgarota, segura de sí misma.

Fue como si le hubieran clavado un alfiler, como una punzada dolorosa. Aquel puño, alegre y compañeril, entrañaba una prolongada intimidad oculta o por lo menos una relación libre y desenvuelta entre iguales, con cantidad de recuerdos comunes, trabajo, esperanzas, bromas, noches locas por Milán, cotilleos profesionales, chistes verdes, confidencias, noches de amor tal vez, y una relación semejante entre Antonio y Laide nunca la habría, lo comprendía perfectamente: bastaba con pensar en la diferencia de edad, en el fondo él habría podido ser su padre.

Después acudió la señora Novi, junto con Clara Fanti, para hablarle de la modificación del traje.

«¿No le gusta?», preguntó Dorigo a la primera bailarina.

«Sí, sí, me gusta mucho, pero es imposible bailar con ese penacho en la cabeza».

Él la miraba. Vista así, de cerca, en leotardos, la famosa no era precisamente esa como minúscula y trémula hada que se había acostumbrado a ver desde la platea o en las páginas de las revistas, pero también a ella la ropa de batalla la hacía resultar sexualmente mucho más atractiva. Tenía una cara precisa y bien dibujada de niña concienzuda, sólo los brazos, con los músculos marcados, parecían tener al menos treinta años; en cambio, las piernas eran perfectas y ella las volvía aún más provocativas, al ponerse sobre los leotardos negros un par de largas medias rosa que le llegaban hasta lo alto de las piernas y por abajo acababan en los tobillos. Sin perder esbeltez, los muslos y en particular las pantorrillas resultaban así más fuertes, firmes y autoritarios, con lo que absorbían la personalidad total de la figura, de una ligereza y casi fragilidad infantiles, por lo demás, pero, curiosamente, a Antonio no le inspiraba el menor deseo.

«No es un penacho», dijo. «Debería ser muy ligero, como una filigrana».

«¿De qué debería estar hecho?»

«Ah, eso no puedo decírselo, confieso que yo de eso no entiendo, pero sin el penacho, como dice usted, habría que cambiar todo el traje».

«No, si el traje me gusta».

«Pues entonces es necesario el penacho».

«Pero, ¿cómo voy a poder bailar con ese trasto en la cabeza? Dígame usted cómo voy a poder hacerlo».

Intervino la señora Novi, siempre alegre y dueña de la situación. Propuso hacer el penacho un poco más pequeño, el material sería muy ligero, Clara ni siquiera se daría cuenta de que lo llevaba puesto.

Entretanto, algunos bailarines y bailarinas se habían agrupado alrededor, para mirar el boceto del traje, pero Laide no estaba entre ellos.

La conversación duró pocos segundos, Novi y Fanti se fueron.

Él se encontró solo y desplazado en medio del escenario, que de nuevo estaba llenándose, porque estaba a punto de reanudarse el ensayo, y se quedó un momento indeciso, mirando en derredor.

Entonces se dio cuenta de que a un paso de él, dándole la espalda, estaba Laide. Tenía las manos en jarras y estaba charlando con dos bailarines, entre los cuales no estaba el de antes.

Fue una escena muy rápida, una partícula de tiempo que, sin embargo, se le quedó grabada en el recuerdo para siempre.

Otra bailarina, rubia, se acercó a Laide y le dijo: