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De pronto Antonio se dio cuenta de que se había levantado del sofá, por la impaciencia, y estaba recorriendo, nervioso, el cuarto de extremo a extremo, incapaz de dominarse, mientras la señora Ermelina lo observaba complacida. Para la edad que tenía, ¡menudo deseo tenía, pues, el arquitecto!

«Mire», le dijo, «¿no le apetecería un café?»

«No, gracias», dejó escapar él, «ni siquiera he comido».

Ermelina soltó una carcajada:

«Ah, ésta sí que es buena… un hombre como usted… por Laide… ¡saltarse el almuerzo un hombre como usted! ¡Sabe que es un usted muy simpático! ¡Es lo que se dice un niño!»

En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Faltaba un minuto para la una y media.

X

Ella entró pálida, jadeante, con la expresión de un animalito perseguido.

«¡Dios mío, qué cara traes!», dijo la señora Ermelina y le dio un ligero sopapo afectuoso. «Vamos, vamos. ¿Qué te ha ocurrido?»

«He venido corriendo, ¡qué carrera!», respondió Laide sin siquiera saludar a Antonio. «En el teatro había ensayo, no me dejaban marchar».

«Pero, si te vas a Roma una semana», dijo Antonio, «¿qué importaba ya la prueba?».

«Es que en el teatro son así. ¿Qué hora es?»

«Ya es la una y media».

«Vamos, vamos, vayan para allá, no pierdan tiempo», los exhortó la señora Ermelina riendo.

Dorigo, para no entretener a Laide, se desnudó en un instante. Ella, en cambio, no: extrañamente, parecía no tener prisa.

«Vengo en seguida», dijo y se retiró al baño. Él seguía mirando el reloj. Oyó caer el agua largo rato en él. Reapareció a la una y treinta y siete.

«Dime una cosa», se apresuró a preguntarle, en cuanto la tuvo entre los brazos, «¿por qué el otro día en el ensayo fingiste no reconocerme?».

«Discúlpame», se apresuró a responder ella, «pero prefiero evitarlo. Si supieras lo cotillas y maliciosas que son todas allí dentro. Si te hubiese saludado, después se habrían puesto en seguida a preguntarme dónde te había conocido y esto y lo otro».

«Pero, ¡al menos una sonrisa, una seña!»

«No, no, yo para eso soy muy estricta».

«Pero ahora ya sé cómo te llamas».

«¡Vaya, hombre! Laide me llamo».

«No, el apellido».

«¿Sabes mi apellido?»

«Sí».

Ella separó la boca de la de éclass="underline"

«A ver, ¿cómo me llamo?»

«Mazza, te llamas».

Entonces ella, rabiosa, se puso a dar puñetazos a la almohada:

«¡Qué rabia, qué rabia! Ya te dije que no me gusta dar a conocer esas cosas. ¿Y cómo te has enterado?»

«Muy fácil. Se te acercó una y te dijo: "Oye, Mazza"».

«Pues no me hace ninguna gracia».

«¿Porqué? ¿No te fías de mí?»

«¿Qué tiene que ver? Pero siempre es mejor…»

Pero qué hermosa boca tenía: pequeña, viva, neumática.

Él procuró aligerar, tenía interés en mostrarse superior, un auténtico caballero: a las dos menos dieciocho todo había acabado. No se podía llamar a eso hacer el amor precisamente, pero el tren no iba a esperar.

«¿Y las maletas?»

«Están abajo, en la portería».

«Yo estoy listo. ¿Y tú?»

«Sólo un poco de carmín».

Salieron juntos del cuarto.

«¡Huy, Dios mío! ¡Qué cara tienes hoy! Ya es que no pareces tú», volvió a decir la señora Ermelina.

Ella:

«¿Tan fea estoy?»

«¡Qué va! Sólo, que debes de haberte extenuado».

«Ya lo sé. En el teatro ya no puedo más. Además, he decidido dejarlo. Ya no es como solía. Ahora hay un ambiente espantoso».

A él le rogaron que esperara en el rellano. Las dos mujeres debían hacer cuentas, evidentemente. Oyó voces. Poco después apareció ella.

Las maletas eran dos, bastante bonitas. La mayor, de piel blanca y negra, costaba levantarla del suelo.

Con aquel peso él se dirigió hacia el coche, bastante cercano. Eran las dos menos cinco y el sol resplandecía en Milán.

«¿Por qué decías que es un ambiente espantoso?», preguntó él. Le parecía extraño ese comentario por parte de una muchacha como ella.

«Pues sí, pues sí», dijo ella irritada, «te lo ruego, no me hagas hablar de eso. Estoy hasta el moño: tanto, que he decidido marcharme».

Habían llegado hasta el seiscientos de Antonio. Cargaron las maletas.

«¿Y cuándo vas a decidirte a cambiar este cacharro?»

«Ni hablar. Para andar por la ciudad sigue siendo el más cómodo».

«La verdad es que yo estoy acostumbrada a algo mejor».

«¿A qué? ¿Jaguar, Mercedes, Rolls Royce?»

«Anda, no te lo tomes así. Lo he dicho en broma».

Habían salido de Via Velasca, 25, un gran edificio, en cuyo sexto piso vivía la señora Ermelina.

De Via Velasca, 25 -una casa nueva, debía de tener dos o tres años- Dorigo llevó las maletas hasta la plaza Missori, donde había dejado el coche. En el sexto piso había un largo rellano, en penumbra, y al fondo había una puerta, en la que vivía la señora Ermelina.

Dorigo colocó las dos maletas en los asientos traseros; se acercó el guarda del estacionamiento, hombre cordial que se parecía al ministro Pella, y él le dio cien liras de propina. Al sentarse Laide, se le subió la falda y se le vieron las rodillas, llevaba medias de color de humo, las rodillas y algo más, un presentimiento. En casa de la señora Ermelina, la alcoba era limpia, pero desnuda, la cama era grande, no había crucifijos ni vírgenes, sólo un horrible cuadro al óleo con una marina.

Ella dijo:

«Hazme un favor, deberías pasar por Via Larga, tengo que recoger calzado en la zapatería».

Arrancó, había un tráfico de mil demonios, por lo que avanzaban muy despacio; él miró el reloj y ya eran las dos.

Miraba a Laide a su lado, era la primera vez que iba en el coche con él, pero ella no se volvió.

Pensaba que Laide lo miraría. No es que se hiciera la ilusión de ser guapo, pero en el fondo un hombre como él había de gustarle, por vanidad, aunque sólo fuese: debía sentirse protegida por una persona tan respetable; en el fondo, no debía de estar tan habituada al trato con personas así, seguramente no había conocido nunca a alguien tan respetable o, en cambio, sí que las había conocido seguramente y se había acostado con ellas y las había besado, además de todas las demás prácticas carnales, pero ninguna de ellas la había tratado, desde luego, como éclass="underline" todas la habían tratado como una jovencita alegre de veinte mil liras, con todos los cumplidos del caso, tras los cuales había un sumo desprecio -eso pensaba-, mientras que él no hacía diferencia entre decencia e indecencia, la trataba como a una señora, no habría tratado mejor a una princesa, no habría tenido tantos miramientos con ella. Una sonrisa, una mirada de agradecimiento le parecían casi obligados.