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Pero, aunque él se volvía continuamente a mirarla, ella no lo hacía. Miraba hacia delante, a la calle, con expresión tensa y casi ansiosa, ya no era la chiquilla arrogante y segura de sí misma.

No llevaba casi carmín, ya no estaba hermosa, era un animalito atemorizado, como cuando había aparecido en casa de la señora Ermelina.

«Ya estamos. ¿Puedes parar aquí?»

«Pero date prisa, que, si no, van a ponerme una multa».

Ya no era la muchacha insolente y orgullosa, era una criatura perseguida y que buscaba salvación. Se apeó del coche y entró en un portalito antiguo. Él encendió un cigarrillo. Eran ya las dos y cinco.

Reapareció poco después con una bolsita de celofán en la mano que contenía dos zapatos.

«¿Son nuevos?»

«No, no, los he llevado para reponer los tacones».

Corriendo hacia la estación y él seguía mirándola, no podía evitarlo. Ella, no. Ella miraba adelante, la nariz ya no era caprichosa y petulante, se había vuelto la cosa más importante de la cara, parecía que husmeara un peligro.

No hablaba, estaba encerrada en sí misma, un pensamiento impaciente y preocupante la mantenía absorta, no era miedo a perder el tren, era algo más: como si todo, a su alrededor, fuera enemigo y ella debiese resguardarse, como si lo que le esperaba, al cabo de cinco minutos, de una hora o el día siguiente, fuera una amenaza, como si el viaje que estaba a punto de hacer no fuese una alegría y un descanso, sino una corvée ingrata, a la que debía someterse.

No estaba hermosa, estaba pálida, tenía un secreto y cavilaba. Él seguía mirándola y ella no respondía.

Pero cuanto más miraba ella en derredor, casi oteando, más distante, inalcanzable, se volvía, personaje de un mundo vedado para él, y Dorigo la deseaba cada vez más, aunque no fuera suya, aunque fuese de otros hombres desconocidos, de muchísimos otros hombres a los que odiaba y se esforzaba por imaginar: altos, desenvueltos, con bigote, al volante de coches potentes, que la trataban como una cosa propia, como una de las muchísimas a su completa disposición, sin pensar siquiera en ella y en el momento idóneo de la noche, después de salir del night-club, algo piripis, llevársela a la habitación y ni siquiera mirarla mientras se desnudaba, como los sátrapas antiguos, ellos ahí, en el baño, orinando y enjuagándose las encías con Odol, seguros de encontrársela en la cama, completamente desnuda, y, después, si se terciaba, si les venían ganas, estrujarle las tetitas un poco y, en el mejor de los casos, inclinarse, separarle los muslos con los brazos y hundirle la jeta en la entrepierna, suprema condescendencia para ellos, tipos selectos con Ferrari y yate en Cannes, pero, la mañana siguiente, en el golf de Monza, ni siquiera le habrían hecho un saludo con la cabeza, una putilla cualquiera como tantas a las que no se debía hacer el menor caso, ni más ni menos que una bebida tomada en un bar de pueblo, en el que se hace una parada durante un largo viaje en coche descapotable al sol, únicamente para calmar la sed y después en marcha. Ese bar quedará olvidado para siempre y también la camarera que no estaba nada mal y que en determinado momento, al ir a coger la botella de seltz, se ha inclinado hacia delante y entonces, en el amplio escote del vestido descuidado, pero veraniego, se han vislumbrado o, mejor dicho, se han visto perfectamente las dos redondas y firmes tetas de campesina y por un instante se ha pensado en lo bonito que sería quedarse allí y en la cálida noche punteada de mosquitos, mientras fuera pasan de vez en cuando los camiones con su mastodóntico estruendo, tumbarla en la cama y desnudarla, descubriendo sus musculosos miembros morenos, tan naturales, con ese buen olor a sudor y a jabón de lavar, ella abandonada al macho rico y forastero, con la ingenua vanidad de una campesina que tal vez crea vivir así un episodio de novela en forma de historieta leída dos horas antes, mientras el señor Frazzi y Viscardoni jugaban a la brisca en el rincón de ahí, al fondo.

"Y tal vez él, después de haberme gozado, comprenda la clase de bombón que soy y me lleve con su maravilloso coche a Milán, me compre una casa y me lleve al teatro y yo enseñaré mi tipazo a esas marisabidillas del pecho fláccido y las haré babear de envidia".

"Pero, ahí fuera, en el coche, está Claudia esperando, esa tía sofisticada que ha acabado aburriéndome el alma, pero no se la puede plantar así, por las fortísimas convenciones burguesas que imponen compostura".

Conque él desecha el deseo de la criada, ni siquiera se despide de ella, sale al sol, vuelve a montar en el coche y en marcha por la autopista, mientras ella, Claudia, dormita y de vez en cuando pregunta despacio:

«¿Dónde estamos?»

Laide, aquella criatura humana sentada a su lado en el pequeño automóvil, con todos sus recuerdos de niña, sueños, pálpitos, inquietudes escolares, deseos de juguetes y vestidos bonitos, días de fiesta iniciados con bellísimas esperanzas y acabados con la desilusión de la noche en un sórdido cuartito sin ventanas, con todo el inmenso mundo de recuerdos, realidades, esperanzas, zapatitos raídos, combinación hecha en casa, la ilusión de ser especial, destinada a la atención de los señores, capaz de hacerlos enamorarse y, en cambio, nada: esa criatura maravillosa, expuesta a la oferta y la demanda del mercado.

La alcahueta dice:

«Tengo una nena de las que le gustan a usted, ¿sabe?»

Y él va y dice:

«A ver si no es como la última: la de la última vez era tan chunga, que ni siquiera sabía besar».

Y entonces mandan entrar a Laide y él, sin preguntarle siquiera el nombre, la hace sentársele sobre las rodillas, empieza a palparla y después le abre, distraído, la cremallera a lo largo de la espalda y ella se deja hacer; él le quita el vestido y abre el broche del sostén por la espalda y después con los dedos le hace cosquillas en sus pequeños senos descubiertos, virginales, como un jueguecito proverbial y entretanto con la otra mano le busca la entrepierna para probar sus reacciones.

¡No, no basta! Era absurdo, era de locura: ¿qué le importaba en el fondo lo que hiciera aquella chiquilla, adónde fuese y con quién? Era una de tantas, un hombre como él, a su edad, no tenía la menor intención de enredarse con una semejante, faltaría más, que le diera por saco quien quisiese y cuanto deseara, él tenía cosas mucho más importantes en la cabeza. Desde luego, le gustaba, eso sí, no sólo la cara y el cuerpo, sino también la forma de hablar, esas afloraciones del dialecto milanés, cómo se movía y andaba. Llevarla a su lado en el coche le gustaba, no es que aquel día estuviera en su mejor momento, estaba hecha polvo, la verdad, pálida y cansada, parecía fea incluso. No, la verdad es que su cercanía le gustaba y que hubiese montado en el coche con él era, al fin y al cabo, una prueba de confianza, en el fondo se sentía halagado; más ridículo no podía ser, pero así era: halagado como con la deferencia de alguien superior a él. Por lo demás, esa criatura de momento, en aquel fugaz momento, iba sentada a su lado en el automóvil; si no era suya, tampoco lo era de ningún otro; dentro de poco, dentro de tres horas, esa noche, sí, estaría desnuda, abrazada, apretada y poseída por otro cuerpo de hombre, joven, viril y musculoso tal vez, pero ahora, durante el corto trayecto que faltaba, no. Y él iba pensando, pero no decía nada y ella cavilaba, se veía perfectamente que estaba cavilando sobre algo que no le incumbía a él, Antonio, a saber sobre qué líos iría cavilando para conseguir un poco de dinero.