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Hasta que cesó la tregua y, tras detenerse el coche en la zona reservada a los automóviles de la estación central de Milán, ella se apeó, con la mirada perdida y tensa, buscando con los ojos un mozo que le llevara las maletas. Después se volvió:

«Dame tu dirección».

«¿Para qué?»

«Te mandaré una postal».

Detrás apremiaban los taxis con estrépito. Él volvió a arrancar, la vislumbró una última vez, de espaldas, cuando entraba en el despacho de billetes con su firme, seguro y desdeñoso paso de bailarina, pero, ¿se marcharía de verdad?

XI

¿Por qué se preocupaba tanto? ¿Por qué seguía pensando en ella? ¿Qué temía? ¿Que Laide desapareciera? ¡Ni hablar! Bastaba una llamada de teléfono y ella correría a tomar un taxi y la tendría a su disposición, con la lencería impecable y bien lavada toda ella para que pudiera besarle impunemente todas las partes de su cuerpo.

No. De nada servía ese razonamiento. No bastaba. Ella acudiría -cierto era- a la llamada de la señora Ermelina y se acostaría con él, pero en el fondo todo se reducía a media hora, una hora como máximo: para ella era un breve intermedio de trabajo, que ejercer con amabilidad, pero también con la mayor rapidez posible. (Dorigo se había dado cuenta perfectamente de que no la hacía gozar, cuando le besaba el sexo; Laide mantenía los ojos cerrados, los labios entornados, pero nada más; no había un verdadero pálpito, un suspiro, un gemido: mejor eso, en cualquier caso, que las desagradables comedias de ciertas prostitutas, convencidas de que en asuntos sexuales todos los hombres sin distinción han de ser completamente cretinos.) Media hora, una hora como máximo con él, un par de veces a la semana. Pero, ¿y el resto? ¿Todas las demás horas del día y la noche? ¿Adónde iba? ¿A quién frecuentaba? Su verdadera vida, esperanzas, diversiones, gozos, vanidades, amores, estaban en otra parte, no en el brevísimo tiempo que pasaba con Antonio. Allí era ella de verdad, allí radicaba todo lo que él hubiera querido saber de ella, allí estaba el mundo misterioso, fascinante, tal vez infame y sombrío, que le estaba vedado a él. Qué rabia, por ejemplo, cuando, después de haber hecho el amor, él le proponía acompañarla a su casa en el coche y ella decía que no, debía quedarse aún un poco en casa de la señora Ermelina para probarse un vestido y él comprendía perfectamente que el vestido era un pretexto cualquiera: en realidad, se quedaba a esperar a otro cliente. O, si el encuentro ocurría de noche, ella escapaba antes que éclass="underline" la esperaban en el teatro, por ejemplo, o no quería regresar a casa tarde, porque, si no, menuda escena le haría su hermana, o bien había una amiga esperándola abajo en su coche.

Y, además, es que ni siquiera era cierto que Laide estuviese siempre a su disposición para ganarse diez mil, quince mil liras. Aquel día, por ejemplo, la cita era a las dos y media y Ermelina le había dicho que por la noche había ido a buscarla al Due y había querido que la acompañara a propósito una amiga y Laide le había dicho por teléfono que a las dos y media acudiría. Antonio se había presentado a esa hora y allí sólo estaba Wanna, una desgraciada, porque la señora Ermelina estaba en la cocina. Wanna le dijo que un poco antes había telefoneado Laide para decir que no podía acudir, porque tenía que partir para Módena, y entonces se había quedado como sin entender siquiera lo que estaba sucediéndole y Wanna lo miraba hasta como con misericordia y en determinado momento le diría:

«¡Cómo nos tiene sorbido el seso! ¿Eh?»

Y él no respondió, encendió un cigarrillo en el salón vacío, por lo que ella, Wanna, se le acercó un poco más y empezó a tocarlo aquí y allá y entonces Antonio, con tal de liberarse de aquella angustia, tras haberse resistido un poco -había decidido incluso marcharse-, asintió con una seña, aunque sólo fuese para demostrarle que no era cierto nada de eso, conque se apartaron de allí y Wanna se desnudó y empezó a hacerle los juegos perversos que a él solían gustarle, pero aquel día no, porque todo ello era un placer animal que se agotaba en pocos instantes.

Desde la cama, mientras él, visiblemente abatido, estaba vistiéndose de nuevo, Wanna lo miraba con una sonrisa de compasión:

«Sorbidito pero bien, el seso, ¿eh?»

«¿Qué quieres decir?»

«Laide, ¿no?»

El se encogió de hombros.

«Dime», dijo Wanna. «Entonces, ¿tan bien lo hace?»

«¡Qué cosas dices! Me gusta».

«Anda, sé sincero. ¿Sabe hacerlo como yo?»

«¿A qué te refieres?»

«Es extraño. Los que van con Laide, después de la primera vez…»

«Después de la primera vez, ¿qué?»

«Después de la primera vez, se acabó, no vuelven una segunda vez, ya tienen bastante, prefieren cambiar».

«¿Ah, sí?»

«Tú eres el primero. Por lo general, con ésa van sólo una vez, después prefieren cambiar. Y sí que es mona… Con todo ese pelo negro… ¿verdad que es bastante mona?»

Él la miró con odio. Aquella mujerzuela hablaba de Laide como de una semejante a ella, igualmente dispuesta a vender su cuerpo al primero que acudiera y, por desgracia, tenía razón. Aun así, le parecía espantoso que pusiesen a aquella chiquilla tierna a la altura de las prostitutas de profesión y que éstas la consideraran una colega.

«¿Es mona, verdad?», insistía Wanna, para fastidiarlo.

«¡Venga, corta ya!», respondió Antonio, al final exasperado.

Wanna soltó una carcajada:

«Pero, hay que ver, no quiere que hablen mal de su amorcito. ¡La virgencita! Ha tragado un regimiento, tu Laide. Mira lo que te digo: chicas conozco no pocas precisamente, pero nunca he visto ninguna que le dé al asunto como ella… ahora, ¡que si a ti te gusta!…»

«Pues», dijo él, «a mí me parece muy mona».

«¿Muy mona?» La voz se le volvió viperina. «¿Sabes cuál es su especialidad?»

«¿Cómo que su especialidad?»

«Al hacer el amor, ¿no? ¿No te has dado cuenta?»

«¿Cuenta de qué?»

«¿No? Es mejor que no lo sepas. Se ve que contigo no se ha lanzado nunca».

«¿Cómo que especialidad?»

«Es mejor que no lo sepas. Si lo supieras, se te pasarían las ganas, te lo garantizo, o te darían aún más ganas. ¡Hay que ver cómo sois los hombres!»

«¿Qué quieres decir?»

«Nada».

«¿Quieres decírmelo o no? ¿De qué especialidad se trata?»

«Mejor que no. No es que se trate de un misterio, ella es la primera que lo dice, se jacta de ello. Mira, conmigo, que he estado dos años en esas casas, quiere quedar bien, teme parecer novata, quiere ser la primera de la clase, pero, además, es que quizá ni siquiera sea verdad; no, es mejor que no te lo diga; además, eso de que contigo no recurra a esos jueguecitos…»

«¿Jueguecitos?»

«Jueguecitos, ejercicios, porquerías, obscenidades: llámalos como quieras. Si no lo hace contigo precisamente, quiere decir que se trata de mentiras».

«¿Por qué? ¿De verdad es algo tan tremendo?»

«¡Qué va a ser tremendo! Al contrario: bellísimo, si se hace bien».

«Entonces, ¿me lo quieres explicar o no?», sentía aquel tormento a la altura del esternón.

«Ya te he dicho que es mejor que no, pero, ¡la verdad es que te tiene pero que muy sorbido el seso!» Había un poco de hastío en su tono.

«Yo me voy», dijo Dorigo, al tiempo que doblaba dos billetes de diez mil y los dejaba bajo un jarrón de cristal, vacío, que estaba sobre una mesa, y se dirigió a la salida.

Wanna intentó arreglarlo:

«¡Anda, no te pongas así! Pero, ¡hay que ver! ¿No te has dado cuenta de que bromeaba, de que era todo una broma?»

«¿También lo de la especialidad que decías?»

«Pero si ni siquiera la conozco, a tu Laide, la habré visto aquí dos o tres veces: buenos días, buenas tardes y nada más. ¿Qué quieres que sepa de tu Laide?»