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«Entonces, ¿te lo estabas inventando?»

«Sí».

«¡Menudo bicho eres tú!»

Ella se dejó caer hacia atrás sobre la almohada riendo.

«Para hacerte rabiar. Me gusta tu cara cuando estás enfadado».

Se marchó muy irritado. Comprendía perfectamente que era mejor dejarlo: con tantas muchachas mejores incluso que ella que había por ahí. A saber en qué líos increíbles estaría metida Laide y él, Antonio, le importaba un pepino. Una chaladura semejante la había tenido durante la guerra, recordaba, en Taranto, por una morena bellísima, triestina, que trabajaba en un burdel. En aquellos tiempos, las casas de tolerancia de las bases navales estaban provistas de la mejor mercancía y aquella Luana era muy afectuosa con él. El caso es que había empezado a pensar en ella, iba a verla casi todos los días y, cuando su buque se trasladó a Mesina, incluso le mandó postales: a saber si le habrían llegado siquiera. Recordaba la tristeza sentida, cuando el barco zarpó de Taranto: ni siquiera había podido avisarla por el secreto militar. Era una mañana de verano, una vaga niebla azul reluciente en la rada, más allá de la cual blanqueaba la ciudad aún dormida, a la luz del sol. Desde cubierta, mientras la blanca fila de casas resultaba cada vez más lejana, él miraba intensamente hacia el barrio en el que se encontraba el prostíbulo con una amargura vehemente y poética; ella, cansada, estaba durmiendo y, desde luego, no soñaba con él, uno de los centenares y centenares que la frecuentaban; y, sin embargo, la quería, con un sentimiento limpio, le habría gustado poder hacer algo por ella, pensaba incluso, si hubiera vuelto a verla, regalarle una sortija, una pulsera para poder entrar de algún modo en su vida, pero, al cabo de pocos días dejó de pensar en ella: las propias emociones violentas de la guerra habían barrido aquel sentimiento absurdo y no había vuelto a verla.

Así, pues, tras el encuentro fallido en casa de la señora Ermelina, Antonio decidió desembarazarse de aquel fastidioso tormento. El día siguiente fue a esquiar, permaneció fuera una semana, se sentía tranquilo y al regreso reanudó el trabajo con el alma en paz.

XII

Ya no pensaba más en ella, habían pasado casi quince días, ya no pensaba más. Estaba en su estudio, a mediodía, con prisa por rematar el trabajo, porque a las dos y media vendría a recogerlo su amigo Cappa para marcharse a Saint-Moritz. Más que nada le preocupaba el tiempo, porque parecía que estaba a punto de llover. Ya no pensaba, la verdad, y sonó el teléfono. Levantó, maquinal, el auricular.

«Buenas tardes».

Aquella voz con aquella erre. Era la segunda vez que Laide le telefoneaba. La voz le penetró dentro, le bajaba hasta el pecho. Una sensación de alivio maravilloso. ¿Por qué aquel alivio? Pero, ¡si había renunciado a Laide, si ya no pensaba más en ella! ¿Por qué aquella alegría?

«¿Cómo es que me telefoneas?»

«Nada. Quería saludarte. ¿Te molesta?»

«Al contrario, me da mucho gusto. ¿Y qué has hecho en todo este tiempo?»

«Si supieras qué lata. He estado en Módena, por el trabajo».

«¿Qué trabajo?»

«Pues las fotografías, ya lo sabes».

Por una fracción de segundo pensó en cortar, en liquidarla. Bastaba con decirle que se marchaba unos días; si acaso más adelante: una deuda imprecisa. Bastaba una cosa de nada. Habría bastado una cosa de nada para que hubiera quedado a salvo.

Pero, ¿por qué a salvo? ¿Qué peligro corría? Era ridículo. A fin de cuentas, aunque sólo de vez en cuando, ¡hacía el amor con Laide! Y, al fin y al cabo, en aquella ocasión era ella la que lo buscaba. Podía ser incluso que Laide hubiera dicho la verdad, tal vez hubiese estado fuera de verdad todos aquellos días y ahora, nada más volver, le telefoneaba. Tal vez no le desagradara Antonio. Tal vez se le hubiera quedado grabada en el recuerdo la imagen de él como algo limpio y tranquilizador, tal vez lo necesitara, tal vez estuviera cansada de aquella mala vida, tal vez estuviese harta de tipos vulgares, ambientes equívocos, amigas infieles, tal vez se sintiera sola.

«Entonces», dijo él, «¿podemos vernos?»

«Pues claro. ¿Quieres que nos veamos hoy?»

«Hoy no puedo. Me voy a esquiar, pero vuelvo el domingo».

«Ah… Vale, entonces te telefoneo el lunes».

«¿A qué hora?»

«Al mediodía».

«De acuerdo. Adiós, entonces, y gracias por llamar».

«Faltaría más. Adiós», dijo ella y a Dorigo le pareció notar en su voz un matiz de desilusión, como si Laide esperara que él hubiera renunciado también al esquí para volver a verla en seguida.

Mejor así, pensaba satisfecho, hacerse desear es siempre la táctica mejor. Estaba aún tranquilo. Más aún: estaba contentísimo, ligero y seguro de sí mismo. Que la llamada lo hubiese alegrado no le pareció preocupante. ¿Preocuparse? Era él quien dominaba la situación.

Pero el lunes, cuando el reloj de pared que tenía enfrente dio las doce del mediodía, se dio cuenta de que estaba impaciente. Se dio cuenta incluso de que toda la mañana había esperado la llegada del mediodía. La espera había comenzado ya la noche anterior, cuando había vuelto a Milán, había empezado el viernes anterior en el preciso instante en que Laide había dicho: «Faltaría más, adiós». Durante tres días había seguido esperando, sin saberlo.

Y ahora no paraba de mirar el reloj. «Trac», hacía el mecanismo cada minuto y la aguja daba un saltito adelante. Cada «trac» era un pequeño espacio de tiempo que se iba, una probabilidad menos de que Laide mantuviera su promesa. Desde el viernes cuántas cosas podían haber sucedido, cuántos hombres la habrían deseado, le habrían hecho la corte, más jóvenes, ricos y guapos que él, cuántas ocasiones por espacio de tres días para una chiquilla sin cabeza lanzada a la desesperada por el mundo.

A las doce y diez, se puso en pie: ya no resistía más, ya no conseguía concentrarse en el trabajo. Tenía que contestar a una carta, la leía y la releía sin lograr comprender su sentido.

Pensó: "Si dentro de cinco minutos no me ha llamado, quiere decir que ya no dará señales de vida. Tal vez ni siquiera esté en Milán ahora, quizás esté otra vez en Módena o en Roma, quién sabe".

Lo llamó Maronni desde su despacho: había llegado Blisa, el de la empresa papelera, para hablar del proyecto del campo deportivo. ¿Y si le telefoneaba Laide mientras estuviera allí?

La puerta de su estudio era de las que se cierran solas mediante un muelle con émbolo. La dejó abierta de par en par con una silla que mantuviera abierto el batiente. También dejó entornada la puerta del otro despacho a su espalda, que, por suerte, no tenía muelle.

Se dio cuenta de que Maronni lo miraba con extrañeza.

«Estoy esperando una llamada», dijo. «Es alguien que telefonea desde fuera».

Maronni sonrió:

«¿Desde fuera?»

«Sí, tenía que llamarme desde Como».

Mintió bastante bien. Por lo general, le costaba mentir.

También allí había un reloj. A cada minuto, «trac». En todas las partes del edificio había aquellos relojes que hacían «trac» a cada minuto. Los extraños quedaban impresionados, pero al cabo de poco se acostumbraban, dejaban de sentir la sacudida. También en el estudio de Maronni, un despacho precioso, había un reloj. Indicaba las doce y dieciséis, las doce y diecisiete. Estaban hablando de la fachada que daba a la calle. Blisa quería algo representativo, hablaba incluso de columnas. Convencerlo de hacer algo diferente parecía una empresa desesperada.

Con el rabillo del ojo, Antonio vio saltar la aguja: las doce y diecinueve. Ya no daría más señales de vida, no volvería a telefonearle, desaparecería en la niebla con otros hombres desconocidos, jóvenes, seguros de sí mismos. Tal vez fuera mejor una pared con curvaturas verticales, le daba completamente igual. ¿Dónde estaría en aquel momento ella? ¿Habría un teléfono allí donde se encontrara? ¿Habría una guía para buscar el número? Seguro que no recordaba el número, no recordaba el número, eso garantizado. Le costaba muchísimo hablar del proyecto, pero lo conseguía, si bien con grandes pausas. Miró: las doce y veinte. Laide ya no telefonearía. Pero, ¿existía Laide? ¿Existía una muchacha con un nombre tan ridículo? Existió, pero dejó de existir. Existía, pero lejana, lejanísima. Las doce y veintiuno: el reloj había hecho «trac» en aquel momento; también él lo había oído, al final. No volvería a verla nunca más.