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«¿Qué haces?», dijo él. «Después pondremos un poco de música».

Ella no respondió. Tras sacar con sus manitas blancas y extremadamente delicadas un gran disco de la funda, había abierto la tapa del gramófono y lo había encendido; parecía muy experta, tanto, que a él se le ocurrió una sospecha horrible: ¿habría estado ya allí Laide? ¿Haría ya tiempo que su amigo la conocía y se la llevaba a la cama? Si no, ¿cómo habría podido manejar con tanta desenvoltura el tocadiscos, que tenía un complicado sistema automático?

«¿Cómo es que te lo conoces tan bien?»

«Una amiga mía, Flora, lo tiene idéntico. Lo he puesto en marcha centenares de veces».

En el momento justo, el pick-up bajó automáticamente con un movimiento taimado, como de reptil. Al primer contacto salió la música.

«¿Qué es?», pregunto él.

«Es el chachachá más bonito que existe: "Los cariñosos". En el Due lo ponen constantemente, pero no resulta fácil encontrarlo en disco».

«¿Sabes bailar bien el chachachá?»

«No, estaba esperando a que me enseñaras tú».

Había orgullo resentido en su voz, como si la duda de él la hubiera ofendido. ¿Que si sabía bailar el chachachá? ¿Se le habría ocurrido preguntar a un Fangio si sabía conducir un automóvil?

Sola, en medio de la gran sala, se puso a bailar.

"No" -pensaba Antonio-, "es imposible que haya estado ya aquí con Corsini. Corsini tiene una amiga fija y no va con otras chicas y, además, cuando la traje aquí por primera vez, Laide habría puesto pegas para evitar líos. Lleva la vida que lleva, pero tiene un interés absoluto en que no la consideren una de ésas. Si por casualidad descubriera que alguien con quien ha hecho el amor es amigo mío, a saber lo que inventaría para que yo no me enterara. Sí, la historia de la amiga que tiene un tocadiscos semejante es bastante creíble".

«¿Qué es?»

«Es el chachachá más bonito que existe: "Los cariñosos".

Se puso a bailar. Llevaba un vestido de color lila y tejido grueso, apretado en el busto, ceñido en la cintura con una correa y con falda corta hasta la rodilla y de vuelo. El chachachá no le subía por las piernas, sino por la pelvis y la columna vertebral, sometiendo el cuerpo a una como ondulación deseosa, forzada, de dar y no dar, ofrecer y lo contrario, como un trote sincopado por una vía que volvía constantemente sobre sí misma, como una obstinación voluptuosa, un juego entre una ola y otra, un rítmico acto de amor que arrastraba de acá para allá, frenético, medido, preciso, cansino, insaciable, como la fiebre espiritual de noche en las espesuras de África, cuando el alma se pierde en las imaginaciones y los recuerdos, como la lívida luz en una callejuela desde cuyas profundidades llama una voz, como los rojos labios ambiguos que por un instante con el reverbero de los faros se entornaron, mudos, con la promesa, como la juventud triste que riendo se lanza y se contorsiona en la obscuridad que la destrozará, aspiración ideal incluso, vibración profunda de la materia visceral, voz de las tierras que nunca conoceremos, imitación del triunfo que nunca se hará realidad, martillo dulcísimo y cruel que golpea, uno, dos, tres, con una breve pausa en medio, uno, dos, tres, golpea y se precipita por las cataratas del diecisiete de abril con el ritmo de un, dos, tres, los peñascos y el agua, al chocar, enloquece, se vuelve una culebra, epilepsia, arpa, perdición, pero ella por encima levitaba con tacones de aguja, fluctuaba, jugaba y sonreía con la evidencia avasalladora de una serpiente niña, que allí recuperaba el jugo irresistible y verdadero de la vida.

En el motivo de la música, probablemente simple y, sin embargo, cargado de siglos, había algo que decía con claridad adiós, con amor intenso por lo que fue y nunca volverá y al tiempo un confuso presentimiento de cosas que tal vez lleguen un día, porque la música verdadera estriba enteramente en eso: la añoranza del pasado y la esperanza del mañana, que es igualmente dolorosa, y, además, la desesperación del hoy, en la que se mezclan uno y otra. Y, aparte de eso, no existe otra poesía.

«¿Qué es?», había preguntado él.

«Es el chachachá más bonito que existe: "Los cariñosos".

Él se sentó en el sofá y la miró, abatido y perdido, como el cazador que se aposta para disparar a una liebre y ve un dragón, como el soldadito confiado que de improviso se encuentra ante un ejército en formación contra él, con soldados de infantería, cañones y caballería acorazada, como quien se da cuenta de que ha desafiado a alguien cien veces más fuerte que él.

Tal vez ella, al bailar, creyera que jugaba, no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Lo hacía por un impulso juvenil, exceso de energías, gusto de despertar admiración. Sabía -eso sí- bailar el chachachá estupendamente, con un dominio absoluto, tanto, que de vez en cuando fingía, con coquetería, tropezar, pero no advirtió lo que, al bailar, le sucedía en el alma. Porque allí la muchacha de costumbres espantosas, habituada ya a alquilar su cuerpecito a tanto la hora, se redimía sin imaginarlo, impulsada por una fuerza misteriosa, elevándose desde las miasmas de las covachuelas hacia la luz.

¿O tal vez comprendía confusamente que, al bailar, se volvía otro ser? ¿Adivinaría tal vez, en lo más profundo de su interior, que se trataba de una forma muy hermosa de vengarse? ¿Encontraría tal vez una liberación perdiéndose así en el ritmo? Y allí, delante del hombre mucho mayor que ella que al cabo de poco la poseería a fuerza de dinero, y en el presente y en el futuro, igual que en el pasado, se vendería a otros hombres necesitados de un desahogo como él, sin sufrir exageradamente, pero sabiendo que otras chicas como ella vivían, se divertían y viajaban -flirts, recepciones, fiestas, coches y visones- sin necesidad de quitarse el sostén por dinero, sabiendo incluso que otras chicas como ella se levantaban a las seis de la mañana e iban a trabajar durante ocho o nueve horas por cuarenta y cinco mil liras al mes, lo que con frecuencia ganaba ella en un par de jornadas, razón por la cual sentía envidia y vergüenza, tenía una sensación de inutilidad y ruina progresiva. Y, sin embargo, en aquel momento, al bailar el chachachá, gozaba de la maravillosa sensación de ser libre, ligera y pura, de no pertenecer a nadie, salvo a sí misma, y ni siquiera a sí misma, sino a algo más hermoso: a la música, a la danza, a la poesía.

Llevaba un vestido de color lila y tejido grueso, apretado en el busto, ceñido en la cintura con una correa y con falda corta y de vuelo hasta la rodilla. Sonrió, en el éxtasis del movimiento, con sus finos labios entornados y plegados hacia fuera como pétalos, maliciosamente. Él, sentado, la miraba desmoralizado. ¡Qué verdadera, qué auténtica, qué hermosa era! Él nunca la alcanzaría. Ella estaba fuera, era extranjera, pertenecía a una humanidad diferente, inalcanzable, era la encarnación de… de… de la del… maldición de todo lo que no había tenido hasta entonces y despreciaba como un idiota, de la locura, las noches arrogantes y condenadas, las llamadas aventuras, que se componían de susurros en el rincón prohibido, de pasillos de gran hotel, puertas que se abrían sin crujidos, palabras en voz baja al borde de la cama, esas transparencias sexuales, la vertiginosa historia que le fascinaba, las carcajadas, el brazo que la ceñía por la cintura y ella se abandonaba, lentamente, oh, sí, sí, lentamente, mientras fuera, en el jardín, en completo silencio, se ponía la luna.

Tampoco aquella vez, pensó él con amargura. Ella bailaba el chachachá sola en medio de la gran sala. Al cabo de poco, subiría la escalera con él, empezaría a quitarse la pulsera, el collar, después se disculparía para ir ahí, al baño, después volvería semidesnuda y se tendería en la cama, completamente entregada a él, pero, ¿de qué servía? Él no amaba a la que al cabo de poco estaría tumbada junto a él en la cama. Aun cuando hubiera hecho el amor con él incluso diez mil veces en aquellas condiciones, no habría llegado a ser más suya que en aquel momento, es decir, nada. Esa otra criatura era la que se le había metido en el cerebro, la Laide de aquellos precisos instantes, la muchacha que, al vislumbrar al otro lado del foso la fortuna luminosa, sumergió con escalofríos las piernecitas en el agua para pasar, pero el agua no era agua, era lodo, blanda creta pegajosa, era el tremendo visco organizado de la gran ciudad por el que ella se sentía absorbida poco a poco, en el que día tras día se hundía, mientras la dorada luz en la orilla opuesta se alejaba y se alejaba, se volvía un espejismo inalcanzable. El foso era una ciénaga inmensa, un mar opaco y muerto de fango, y ella seguía avanzando, obstinada, le habían dicho que lo importante era insistir, si bien es cierto que las chicas que se desaniman es mejor que no se metan siquiera; además, aquel viscoso lodo, en el que ya estaba inmersa hasta la ingle, era blando, tibio, daba una extraña sensación de placer, pero de vez en cuando se volvía y veía, en la orilla de la que procedía -y la veía bien, porque el camino recorrido era espantosamente corto-, a la gente, a los hombres, a las mujeres, a las muchachas como ella que ni pensaban siquiera en probar a internarse por el atajo del foso y vivían y trabajaban aparentemente tranquilos y por la noche cerraban la puerta de su casa y ésta se volvía limpia y segura, no sonaban telefonazos ambiguos, no chirriaba la cerradura de la cancela a las tres de la mañana, no se detenían justo después de la esquina, para no ser vistos, los potentes automóviles fuera de serie con un cuarentón sanguíneo y de punta en blanco al volante: ésa era la vida de las familias justas, tan ordenada, mediocre y aburrida, tan fácil de despreciar, y, sin embargo, de vez en cuando le asaltaba la sospecha de que sería bonito vivir así, comprendía incluso que ése era precisamente su verdadero deseo profundo, el puerto al que le habría gustado arribar, el mundo diferente del suyo y a ella denegado.