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Encendió el quinto cigarrillo. Estaba de pie, con la excitación particular que lo caracterizaba, a él, tan sensible y aprensivo («Soy Tonino, buenos días, señ…» «¿Es usted? ¡Cuánto tiempo…!»), pero se encontraba bien, ninguna parte del cuerpo le molestaba: completamente tranquilo, fuerte y sereno. En realidad, era una mañana como tantas otras. Fuera, el cielo se mantenía gris y uniforme, pero él se sentía bien.

Las próximas horas no le pesaban ni tampoco le daban miedo alguno los días siguientes ni el inmenso futuro. El teléfono se mantenía en silencio. Dorigo estaba tranquilo, las cosas le iban bien. Vestido con un traje gris, camisa blanca, corbata de color rojo magenta, calcetines también rojos, zapatos negros hechos a mano, como si…

Como si todo debiera continuar como hasta entonces, hasta aquel día de febrero, que era un martes y llevaba el número 9: todo seguro y propicio para un burgués inteligente, corrupto, rico y afortunado en la plenitud de la vida.

II

La señora Ermelina moraba en el sexto piso de una gran casa en las cercanías de la plaza Missori. El ascensor era de aquellos cuya puerta se abre por sí sola automáticamente, pero a veces se cierra cuando menos te lo esperas. Una vez Dorigo había quedado atrapado dentro y por un instante había sentido el miedo a ser aplastado como una nuez, pero, en realidad, la presión de las dos valvas no era excesiva.

En la puerta no había un rótulo con el nombre. El gran pasillo con pavimento de mármol estaba desierto, pero no era posible equivocarse de puerta precisamente por la falta de rótulo: todas las demás lo tenían.

Sentía la vaga impaciencia, si no la emoción, de esos casos. ¿Qué muchacha sería? Demoler el sentido de encuentros de aquella clase era -Dorigo lo sabía- la cosa más fácil del mundo. ¿Qué placer puede dar la posesión de una mujer, cuando se sabe que se entrega sólo por el dinero? ¿Qué satisfacción podía sentir el hombre, aparte de la exclusivamente física, tan rápida y en el fondo tan discutible? La vieja objeción.

Y, sin embargo, daba satisfacción y grandísima, casi inverosímil incluso: no ya por los ejercicios carnales, más o menos refinados. Todo lo que los precedía era lo que volvía estupenda aquella experiencia.

La señora Ermelina abrió al instante. Era emiliana, cordial, afable, aún hermosa, de carácter familiar, sin nada equívoco. Al oírla hablar, parecía que hiciera de alcahueta tan sólo para ayudar a aquellas pobres muchachas.

Apenas había tenido tiempo de entrar, cuando ya le susurraba con aquella expresión de complicidad:

«Ya verá usted qué muchacha, ya verá…» (bajó aún más la voz). «Pero tenga en cuenta que es menor de edad… una bailarina, bailarina de la Scala».

Y, entretanto, lo introducía en el salón.

"¡Qué cosa más maravillosa es la prostitución!", pensaba Dorigo: cruel, despiadada; cuántas resultaban destruidas por ella, pero, ¡qué maravillosa! Costaba creer que posibilidades semejantes pudieran existir en el mundo actual, tan reglamentado y gris: el sueño hecho realidad, como con una varita mágica, por veinte mil liras.

Por veinte mil liras, por menos incluso, tener al instante, sin dificultad ni peligro algunos, chicas estupendas que en la vida habitual, fuera del juego, habrían costado cantidad de tiempo, fatigas, dinero y que, además, a la hora de la verdad, podían dejarte plantado. ¡Mientras que allí! Un telefonazo, un breve recorrido en coche, seis pisos de ascensor y listo: la ninfita estaba ya quitándose el sostén y sonriendo.

¿Qué mal había en ello? Dorigo no carecía de escrúpulos morales, pero, pese a haber pensado en ello por extenso, no había logrado encontrar el punto débil. "Si todos hicieran como yo, ¿sería mejor o peor?", se preguntaba y no veía el posible perjuicio.

Y, sin embargo, había algo obsceno en ello. Tal vez lo atrajera la prostitución precisamente por su cruel y vergonzoso absurdo. La mujer, tal vez por su educación familiar, siempre le había parecido un ser extranjero, con una mujer nunca había logrado tener la misma confianza que con los amigos. La mujer era siempre para él un ser de otro mundo, vagamente superior e indescifrable. Ante la idea de que, para ganarse quince mil liras, una jovencita de dieciocho años se acostara, sin preámbulo alguno, con un hombre al que nunca había visto ni conocido, le dejase gozar de todo su cuerpo y participara incluso con arrebatos lujuriosos más o menos simulados, Dorigo experimentaba una sensación de incredulidad y rebelión, como si hubiera en ella algo completamente impropio, pero de ese pensamiento áspero y doloroso, de esa incapacidad para admitirlo, nacía el deseo. Una mujer decente que se hubiera acostado con él por amor desinteresado le habría gustado infinitamente menos.

¿Sadismo tal vez? ¿El perverso contento de ver a una joven hermosa y limpia someterse como esclava a las prácticas más indecentes? ¿Saborear el espasmo de la humillación corporal de la que la muchacha no es, desde luego, consciente, sino que, al contrario, casi se divierte y ríe, si bien en el fondo de su alma algo se retuerce al mismo tiempo y se rebela y vomita, pero ella ríe, pone las posturitas, echa la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados, la boquita anhelante, como si estuviera en el Paraíso?

Pero tal vez hubiera sobre todo en aquel sentimiento suyo la huella imborrable de la educación recibida -católica, severamente contraria a las realidades sexuales-, razón por la cual entre las mujeres jóvenes y él había habido siempre una barrera: las mujeres eran algo prohibido y el acto carnal algo así como un mito. A eso se debía la sensación de que, para una mujer, acostarse con un hombre era un episodio importantísimo, que, aunque fuera por pocos minutos, afectaba, por decirlo así, a toda su vida y la comprobación de que no debía de ser cierto, de que miles de mujeres estaban dispuestas a tratar, por una retribución exigua, con hombres desconocidos y su propia frecuentación de ellas durante decenios habían servido para acabar con esa idea. Todas las veces, cuando la prostituta se desnudaba delante de él, le parecía un fenómeno casi inverosímil, estupendo, comparable con un cuento.

De modo que, todas las veces que iba a las citas de la alcahueta (y lo mismo le sucedía en tiempos, cuando estaban abiertos los prostíbulos públicos), no le habría asombrado que le hubieran dicho:

«Pero, ¿está usted loco, señor? ¡Qué ocurrencia! ¿Una muchacha de pago? ¿Acaso cree estar aún en tiempos de Heliogábalo? ¡Hay que ver qué tipo!»

En cambio, todas las veces se realizaba el milagro. Una muchacha magnífica -por desgracia, no siempre, pero en casa de la señora Ermelina raras eran las feas-, una criatura estupenda, una de esas que hacen volver la cabeza a todos en la calle, se desnudaba delante de él diez minutos después de la presentación y él podía besarla y abrazarla para gozar de todos los recursos carnales. Todo ello por veinte mil miserables liras.

En esos momentos intentaba adivinar qué sentiría ella. ¿Asco? ¿Resignación? ¿Sensación de degradación? A juzgar por su actitud, nada de todo eso. Las muchachas actuaban como si se tratara de la cosa más sencilla y natural de este mundo, acaso con el deseo, no lo suficientemente disimulado, de acabar pronto, pero sin el menor síntoma vago de sacrificio o aversión nunca.