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Y entonces se debatía para salir del foso, quería hacer ver a los otros -los que desde la orilla le sonreían, pero ya no la respetaban- que también ella era una persona con derecho a vivir y, olvidando todo lo sucedido, se volvía una niña, como para volver a empezar todo desde el principio. Ésa era la Laide que, al bailar el chachachá sola delante de un hombre ajeno a ella, se transformaba en un gesto desinteresado de belleza, se volvía una rosa, una nubecilla, un pajarito inocente, lejana de cualquier fealdad, y hacía realidad así un minuto propio de pureza.

XVI

Aquel día Laide parecía más alegre y despreocupada de lo habitual. ¿Se sentiría por fin a gusto a su lado? ¿Estaría empezando a crearse un principio de intimidad humana entre ellos? Una hermosa franja de sol entraba de través en la alcoba, bañaba la moqueta verde e iluminaba con su reflejo y alegraba todo el cuarto.

Ya estaban tumbados en la cama, ella aún en combinación. Ésos eran, para Dorigo, con la certidumbre de la inminente relación sexual, los escasos momentos de tregua y alivio. Ya no existía la duda de si volvería a telefonear, si se esfumaría en la nada, si habría abandonado para siempre Milán sin avisar, había desaparecido el suplicio de la espera, cuando se acercaba la hora de la llamada prometida, con el atroz rosario de los minutos, una vez rebasado el límite, y entonces las conjeturas, las sospechas, las esperanzas que iban eclipsándose poco a poco se enmarañaban en un vertiginoso crescendo que lo transformaba como en un torpe autómata. Una vez más lo increíble se había realizado. Laide estaba a su lado, le hablaba, se desnudaba, se dejaba acariciar, besar y poseer; durante una hora, hora y media iba a permanecer con él, allí, en el secreto de una casa cómoda a su completa disposición. Qué sencillo y fácil resultaba todo así y las angustias padecidas le resultaban a él mismo absurdas. Pero, ¿por qué iba a negarse Laide? Él era una persona educada, limpia, amable, le ofrecía hospitalidad en un ambiente más que decoroso, al que incluso habría podido acudir perfectamente una princesa. Era absurdo pensar que una muchacha como Laide dejaría escapar dos billetes de diez mil liras tan fáciles de ganar. La situación le parecía entonces tan clara y tranquilizadora como para excluir la posibilidad de nuevos tormentos. De improviso Dorigo se sentía fuerte y seguro de sí mismo, la sensación incluso de estar curado le devolvía un bienestar total, como había creído no poder conocer nunca más. No, debía dejar de angustiarse, no se podía ser más cretino. Al fin y al cabo -se decía, convencidísimo de ser sincero-, a él lo único que le importaba era que de vez en cuando Laide se fuese con él; por lo demás, que se ocupara de sus asuntos, él no tenía, desde luego, la intención de encargarse de su completa manutención; además, ¿de dónde iba a sacar el dinero necesario?

(«Pero a ti, para vivir, ¿cuánto dinero te hace falta?», le había preguntado un día, mientras se dirigían en el coche a la casa de Corsini.

«Pues mira», le había respondido ella, «en la Scala gano cincuenta mil liras; si dispusiera de otras cincuenta mil, estaría perfectamente».

Pero bastaba razonar un momento para comprender que era un cuento. ¿Por qué, si no, habría seguido con aquella vida?)

Se sentía tan dueño de la situación, que le pareció poder jugar incluso. ¿Por qué no confesarle lo que una hora antes era para él una verdad candente? Una hora antes en modo alguno lo habría hecho, lo habría considerado peligrosísimo, pero en aquel momento, ¿qué podía perder? En aquel momento estaba seguro de no perderla. En aquel momento había comprendido. En aquel momento podía permitirse aquel lujo.

¿O sería aquella confesión un intento extremo de animarla, de hacerle entender que él no era como los demás, no la consideraba sólo una chiquilla para la cama, que incluso hacer el amor con ella le importaba un comino, lo que de verdad deseaba de ella era otra cosa?

«Oye», le dijo, al tiempo que le apoyaba una mano en la pierna desnuda, «deberías hacerme un gran favor».

Ella lo miró recelosa.

«¿Qué?»

«Mira, deberías echarme una mano».

«¿Qué quieres decir?»

«Deberías ayudarme y puedes hacerlo».

«Ayudarte, ¿cómo?»

Mientras hablaba, comprendió que se trataba de un truquito de colegial, un expediente demasiado ingenuo, pero no había encontrado nada mejor. Él, que se consideraba un hombre de talento, no había encontrado nada mejor y, además, ella era bastante ignorante, los hombres con los que por lo general se codeaba eran bastante prosaicos, por lo que podía ser que la ocurrencia funcionara y le pareciese incluso graciosa. A saber si no sería para ella la primera vez.

«Es un asunto feo», dijo él.

«¿Por qué?»

«Estoy chalado por una muchacha a la que tú conoces y que me tiene sorbido el seso».

«¿A la que yo conozco?»

«Sí y, si quisieras, podrías hablar a favor de mí».

«¿Y vienes a pedírmelo precisamente a mí?»

«Te considero una amiga, ¿no?»

«Por muy amiga que sea, no me parece bonito que me lo pidas precisamente a mí».

«Bueno, si no quieres».

«No, dime».

«Entonces es mejor dejarlo».

«No, por favor, dime. ¿Es muy guapa?»

«Para mí, sí».

«¿Y dices que la conozco?»

Ella, sonriendo, picada por la curiosidad, se había sentado, con lo que los senos ya no estaban tan turgentes, preciosos, sino que se habían aflojado un poco, pero seguían siendo atractivos, con las puntas hacia arriba, pequeños como eran. A ella no le importó.

«¿Dices que la conozco?»

«Sí».

«¿La conozco bien?»

«Sí».

«¿Cómo se llama?».

Entonces él, como un niño, se arrojó boca abajo y escondió la cara en la almohada. ¿Habría entendido ya Laide? ¿Habría entendido la broma? ¿La habría entendido desde el momento en que él había empezado a hablar? ¿O lo había entendido desde hacía varios días, desde que él la había acompañado a la estación? ¿O era ya algo antiguo para ella, que lo había advertido todo desde el primer día, por el modo como él la había mirado, mientras se probaba el vestido de la señora Ermelina? Las mujeres, aun las menos astutas, tienen una sensibilidad tremenda para advertir lo que sucede a los hombres en ciertos casos, el misterioso arranque que enciende y hace arder el ánimo y puede ser que el hombre en el momento no se dé cuenta siquiera y no lo sospeche, pero ella sí y en ese momento mismo sube, invencible, al trono y comienza el delicioso juego de hacerlo enloquecer.